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El aprendizaje político de nuestro presidencialismo Opinión

El aprendizaje político de nuestro presidencialismo

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Juan Carlos Arellano
Por : Juan Carlos Arellano Historiador y cientista político. Profesor asociado del departamento de Sociología y Ciencia Política, Universidad Católica de Temuco
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Aquí propongo más que nada una perspectiva complementaria a la política racional, una que recoja nuestra experiencia política y que, a su vez, piense los pendientes de nuestro régimen presidencial, más que entregarle su acta de defunción. Es mirar los diferentes momentos de la historia republicana y democrática como un “aprendizaje político”, tal como lo sugería el historiador Julio Heise. No es una perspectiva teleológica o lineal, ya que haciendo un simple repaso por nuestro pasado político nos daremos cuenta que han existido avances y retrocesos, crisis y quiebres, pero hay elementos que se sedimentan en el fondo, que es lo que podemos reconocer como experiencia.


Pensar la forma de Gobierno que deberá regir a nuestro país, puede tener un debate contagiado por la referencia a modelos políticos y experiencias ajenas a nuestra historia política-institucional. Un poco de ese espíritu estuvo presente en el viejo debate de los ochenta, que colocaba en la mesa las ventajas de un régimen parlamentario versus los males del presidencialismo. Ahora, la idea de un régimen semipresidencial pareciera ser el ingrediente adicional que le otorga un cierto rejuvenecimiento al debate.

Percibo en este deseo por la innovación institucional en la presente discusión, por un lado, utilizando el concepto de Alberto Edwards, un espíritu de “fronda” de nuestra alicaída clase política y, por otro, el incontenible afán de algunos arquitectos políticos por proponer recetas que corrijan la realidad a partir de perspectivas que –parafraseando a Michael Oakeshott– se sostienen en la fe de una “mentalidad racionalista”, haciendo a un lado la experiencia.

Aquí propongo más que nada una perspectiva complementaria a la política racional, una que recoja nuestra experiencia política y que, a su vez, piense los pendientes de nuestro régimen presidencial, más que entregarle su acta de defunción. Es mirar los diferentes momentos de la historia republicana y democrática como un “aprendizaje político”, tal como lo sugería el historiador Julio Heise. No es una perspectiva teleológica o lineal, ya que haciendo un simple repaso por nuestro pasado político nos daremos cuenta que han existido avances y retrocesos, crisis y quiebres, pero hay elementos que se sedimentan en el fondo, que es lo que podemos reconocer como experiencia.

[cita tipo=»destaque»]En este proceso seguro se deberá hacer algunas mejoras en la relación del Presidente con el Legislativo, cuidar y fortalecer instituciones tan vitales como lo son la Contraloría y el Banco Central, y activar procesos de descentralización efectivos, entre otras. Lo importante es que no podemos olvidar este aprendizaje político de nuestro presidencialismo y reconocer que ha tenido la flexibilidad para acomodarse a las nuevas exigencias de los tiempos. La invitación entonces es a pensar en esta materia más en la lógica de la enmienda y la necesaria mejora.[/cita]

Con este enfoque es posible pensar el problema más allá del conflicto entre dos poderes y releer la historia de nuestra República, como un esfuerzo permanente por colocar límites a un poder central. No se trata entonces de su eliminación, sino más bien de cautelar la creación o permanencia de poderes intermedios que lo custodien. Bajo esta mirada, se plantea la necesidad de fortalecer la desconcentración horizontal del poder –como la sugiere el pensamiento republicano– con los gobiernos mixtos o la separación de poderes, pero también de forma vertical fortaleciendo organizaciones e instituciones más cerca de la base, que son propias de una política descentralizadora.

Con esta hoja de ruta es posible constatar que nuestro presidencialismo en su historia ha madurado y requiere solo de los ajustes necesarios para continuar un nuevo periodo.

Es indiscutible que el poder presidencial tuvo su mejor momento en la primera mitad del siglo XIX. Sus defensores han subrayado su carácter “fuerte”, capaz de restablecer el orden, mientras sus detractores resaltan su estilo “autoritario”. Esta alta concentración de poder se sostuvo gracias a herramientas institucionales, como sus poderes de emergencia, el control de las elecciones y, por otro lado, por una guardia nacional capaz de controlar cualquier intentona insurreccional del Ejército y el apoyo de una “fronda” pelucona que privilegió la instalación del orden.

Hay que reconocer que en este periodo se avanzó en asignarle a la Presidencia una legitimidad legal y civil, alejándola del caudillismo militar muy presente en el resto de América Latina. No obstante, a pesar de ese poder omnipotente, a partir de la segunda mitad del siglo XIX fue posible morigerarlo sobre la base de reformas consensuadas por la elite política y por el aprovechamiento de ciertos recursos institucionales que fueron reinterpretados por los actores, que se han denominado como “prácticas parlamentarias”. Un proceso, cual muy bien lo ha subrayado la historiadora Sofía Correa, como la “más exitosa experiencia” de “mutación constitucional” de nuestro país.

En la activación de estas “prácticas parlamentarias”, las cuales precedieron este proceso de reforma en la segunda mitad del siglo XIX, se logró restringir gradualmente el presidencialismo todopoderoso. Sus medidas buscaron limitar el poder presidencial a través de la imposibilidad de reelección, la eliminación de sus poderes de emergencia, ajustes al sistema electoral y cambios en el funcionamiento interno del Congreso. Cambios que lograron desconcentrar poder, arrancando la influencia del Ejecutivo sobre el Congreso.

Este modelo, que podríamos fechar a partir de la década de 1860, se desmorona o mejor dicho lo derrumban en 1925, bajo el diagnóstico de ser un régimen oligárquico e incapaz de responder a la crisis social que azotaba al país. Más allá de la leyenda negra que se ha tejido sobre este periodo (1891-1925) y los problemas institucionales ocasionados por el excesivo uso de las “prácticas parlamentarias”, el Congreso Nacional pierde su condición servil al Ejecutivo en la segunda mitad del siglo XIX y se consolida como un verdadero contrapeso en el sistema político chileno. En concreto, se avanza en un proceso de desconcentración de poder efectiva, debilitando al Presidente a su mínima expresión, instalándose en la práctica un régimen con rasgos parlamentaristas.

El presidencialismo reflota con fuerza en 1925, como lo subraya Mario Góngora, de la mano de “caudillos” del talente de Arturo Alessandri y Carlos Ibáñez, con los militares en la trastienda de la política. El rediseño constitucional buscó dejar atrás las prácticas parlamentarias y recuperar la hegemonía presidencial. Y algo se logró en restituir el equilibrio, pero ya no era el mismo, ya que quedaron sedimentos del periodo anterior. El Presidente no volvió a ser ese “gran hermano” omnipotente, debió adaptarse y aprender a convivir con este nuevo entorno impuesto por prácticas políticas y reformas. Ahora, debía responder a un electorado más amplio y variable. Los partidos políticos no se fueron de la escena política, al contrario, reverdecieron.

El Congreso Nacional continuó siendo un actor de veto importante y un dolor de cabeza para los presidentes en muchos pasajes de la historia política que va de 1932 a 1973. A su vez, la Constitución del 1925 modificó la revisión de la constitucionalidad de las leyes, arrancándola de las manos del Congreso y transfiriéndola a la Corte Suprema, creándose más tarde el Tribunal Constitucional (1970). Es cierto que el poder del Ejecutivo se robusteció también por una burocracia en torno a la Presidencia, pero se le pusieron límites con la creación de la Contraloría General de la República (1927) y el Banco Central (1925), los cuales gradualmente se han ido fortaleciendo en el tiempo, transformándose hasta ahora en otros actores de veto del poder presidencial.

Es decir, en este segundo momento de nuestra historia republicana, se desconcentra poder al sumarse más actores de veto e incorporando instituciones de accountability y “agencias de restricción”.

Después de treinta años del retorno a la democracia, nos enfrentamos a un proceso constituyente que nos invitará a reflexionar nuevamente en la distribución del poder. Bajo nuestro régimen presidencial se han dado bastantes pasos importantes en poner límites al poder central, como lo hemos esbozado en los párrafos anteriores. Las reformas implementadas el 2005, de alguna forma también recogieron esta trayectoria y nuestro régimen presidencial sigue contenido y obligado a construir lógicas de colaboración entre poderes. Así, pues, los sedimentos de esta historia republicana se han asentado a pesar de sus quiebres y retrocesos.

En este proceso seguro se deberá hacer algunas mejoras en la relación del Presidente con el Legislativo, cuidar y fortalecer instituciones tan vitales como lo son la Contraloría y el Banco Central, y activar procesos de descentralización efectivos, entre otras. Lo importante es que no podemos olvidar este aprendizaje político de nuestro presidencialismo y reconocer que ha tenido la flexibilidad para acomodarse a las nuevas exigencias de los tiempos. La invitación entonces es a pensar en esta materia más en la lógica de la enmienda y la necesaria mejora.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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