Condenar la violencia a rajatabla es una manera de tapar los problemas que causa la injusticia, cuando no la misma violencia. Si se trata de eliminar la violencia -puedo equivocarme- debe reconocerse la posibilidad de su legitimidad. Su condena indistinta es pueril o fachada que sirve para esconder los abusos y explotaciones con que se aprovechan unos de otros.
Se oye decir que sin violencia no se habría tomado conciencia de las injusticias padecidas por los chilenos los últimos años y, en consecuencia, no se hubiera conseguido la salida civilizada que el país se esfuerza en darse. Pero ¿se puede respaldar tan fácilmente esta hipótesis? ¿No ha podido haber otra manera de encarar la desigualdad (en dignidad), la inequidad (en distribución de los bienes) y los abusos (en letras chicas, colusiones, tramitaciones, salas de espera y otros)?
La situación de La Araucanía es análoga. Los mapuche radicalizados usan la violencia como instrumento para lograr sus objetivos. Aunque muchos chilenos no se sumarían jamás a esta lucha, más de alguno comienza a verla con simpatía. El pueblo mapuche en los últimos cinco siglos ha experimentado tres invasiones: la de la Conquista española, la de la República de Chile en el siglo XIX y la de las forestales de los últimos cuarenta años.
El pueblo mapuche ha sufrido genocidios de distinto orden: se ha matado a su gente, se ha violado su cosmos ecosocial, se ha demonizado su religión y se ha prohibido -en la escuela- que sus niños hablen mapudungún. La simpatía creciente de muchos huincas con la resistencia mapuche es una bomba atómica.
[cita tipo=»destaque»]Lo primero que habrá que hacer es pedir ayuda a los filósofos y a los juristas. El común de los ciudadanos no tenemos elementos teóricos para resolver un problema tan complejo. Los filósofos tendrían que inventarnos la salida teórica para que la única violencia legítima sea la estatal, porque pudiera también ser legítima la revolucionaria, situación que es de evitar a toda costa. Los juristas, por su parte, tendrían que afinar las distinciones entre lo que corresponde a una Constitución y lo que atañe a la legislación ordinaria, tipificar con justicia y sin histeria las conductas que deben ser sancionadas.[/cita]
Gente bienintencionada sostiene que “la violencia hay que condenarla venga de donde venga”. Entre estos hay cristianos. ¿Recuerdan estos cristianos que el Templo Votivo de Maipú fue construido como retribución a la Virgen por haber supuestamente ayudado a los patriotas a ganar con sables y cañones la gran batalla de la Independencia? Aquel tipo de sentencias pacifistas son inútiles, pero no inocuas.
Condenar la violencia a rajatabla es una manera de tapar los problemas que causa la injusticia, cuando no la misma violencia. Si se trata de eliminar la violencia -puedo equivocarme- debe reconocerse la posibilidad de su legitimidad. Su condena indistinta es pueril o fachada que sirve para esconder los abusos y explotaciones con que se aprovechan unos de otros.
Por de pronto, no se puede condenar tan fácilmente la violencia, porque debe reconocerse el derecho y el deber de los estados para ejercerla contra los que amenazan la vida en sociedad. Se dirá que esta es “fuerza”, no violencia. Que un policía repela a los narcotraficantes a tiros es violencia. No nos echemos tierra a los ojos. Los países que valoramos la democracia como la forma de gobierno más civilizada, reconocemos que el control de la violencia con violencia es lamentablemente una dimensión trágica de la vida humana.
¿Adónde voy con todo esto? La nueva Constitución también debiera ser mirada desde este ángulo. Ciertamente los asuntos que he mencionado son cuestión de leyes comunes y de Gobierno. Pero, tal vez, haya algunos asuntos en los cuales un nuevo texto constitucional pueda hacer ajustes o cambios grandes, que desactiven las causas que generan conflictos o faciliten su solución. A la Constitución del 2022 pudiera pedírsele que ayude a desminar el terreno. El país necesita que el Estado monopolice la violencia y la ejerza de un modo racional, es decir, ateniéndose a la legalidad y con respeto de los derechos humanos.
Lo primero que habrá que hacer es pedir ayuda a los filósofos y a los juristas. El común de los ciudadanos no tenemos elementos teóricos para resolver un problema tan complejo. Los filósofos tendrían que inventarnos la salida teórica para que la única violencia legítima sea la estatal, porque pudiera también ser legítima la revolucionaria, situación que es de evitar a toda costa. Los juristas, por su parte, tendrían que afinar las distinciones entre lo que corresponde a una Constitución y lo que atañe a la legislación ordinaria, tipificar con justicia y sin histeria las conductas que deben ser sancionadas.