El país no atraviesa por una recesión económica o crisis inflacionaria, los partidos siguen cumpliendo sus funciones, y el Presidente Piñera aun se encuentra en su cargo. Sin embargo, el panorama nacional ofrece otros matices. Primero, es indudable que el escenario económico es poco optimista producto del COVID-19. Segundo, los partidos tradicionales tanto de Chile Vamos, ex Concertación, Partido Comunista, como los del Frente Amplio se encuentran seriamente deslegitimados frente a la ciudadanía
Desde octubre de 2019, se ha vuelto evidente la escasez de liderazgos políticos que aqueja a Chile. Parte de la discusión pública se ha centrado en la coyuntura, específicamente, en la debilidad del Presidente Sebastián Piñera para cumplir sus roles como jefe de Estado, jefe de gobierno y líder de su coalición. Sin caer en una “piñerización” del análisis, es necesario pensar en los posibles escenarios futuros a partir del momento actual. Para ello, vale la pena reflexionar sobre cómo la ineficacia de los liderazgos políticos en determinados momentos puede facilitar el surgimiento de presidencias concentradoras de poder en los años siguientes. América Latina ofrece varios ejemplos al respecto de los cuales se pueden extraer algunas lecciones.
El contexto latinoamericano
En Argentina, Raúl Alfonsín (Unión Cívica Radical) renunciaba a la presidencia asediado por una prolongada recesión económica, hiperinflación, sin apoyo en el Congreso, y siendo objeto de un alto número de protestas callejeras. Su salida fue negociada, para lo cual se adelantó la elección presidencial de 1989, cuyo ganador fue el candidato de la oposición, Carlos Menem (Partido Justicialista). Menem reformó la composición de la Corte Suprema para tener más influencia en ella, impulsó una de las privatizaciones más grandes en América Latina, y acordó la reforma a la Constitución (1994) gracias a la cual pudo reelegirse en 1995. Menem estuvo 10 años en el poder (1989–1999) y solo fue disuadido de ir por un tercer periodo producto de las presiones que recibió de su propio partido. Luego, en 2001, Argentina fue testigo de una de las crisis política, social y económica más severas de las últimas décadas. En diciembre de ese año, el Presidente Fernando de la Rúa (Unión Cívica Radical) era forzado a renunciar acorralado por movilizaciones anti-gobierno y en un clima caracterizado por el ¡que se vayan todos! A dicha crisis le siguió la elección de Néstor Kirchner (2003–2007), quien llegó al poder luego que Eduardo Duhalde––presidente interino post De la Rúa––también diera un paso al costado. Kirchner, eventualmente, entregó la banda presidencial nada menos que a su esposa, Cristina Fernández (2007–2015). El kirchnerismo estuvo en total 12 años en la Casa Rosada, para luego volver en 2019 de la mano de Alberto Fernández como presidente y Cristina Fernández ahora como vicepresidenta.
Por su parte, Ecuador vio el ascenso de Rafael Correa, un outsider, quien se mantuvo como presidente por una década (2007–2017). Su llegada al poder fue precedida por tres crisis presidenciales: Abdalá Bucaram (1996–1997), destituido luego de que el Congreso declarara su “incapacidad mental”; Jamil Mahuad (1998–2000), derrocado por un levantamiento indígena-militar y remplazado por el Congreso en medio de una grave crisis financiera; y Lucio Gutiérrez (2003-2005), quien dejó su cargo y huyó del país durante una crisis político-institucional. Gracias al debilitamiento de los ya frágiles partidos tradicionales ecuatorianos y al commodity boom, Correa tuvo una influencia significativa en la política doméstica, especialmente sobre el Congreso. Entre sus logros más importantes se cuenta una nueva Constitución aprobada vía asamblea constituyente. Similarmente, Evo Morales en Bolivia llegó al poder en 2006, luego que Gonzalo Sánchez de Lozada (electo) y Carlos Mesa (interino) renunciaran a sus cargos en 2003 y 2005, respectivamente, en medio de fuertes movilizaciones sociales en su contra. Morales eliminó las restricciones a la reelección, promulgó una nueva constitución por medio de asamblea constituyente, y estuvo en el poder tres periodos por un total de 13 años. La historia es parecida en Venezuela que fue testigo de la llegada de Hugo Chávez (1999–2013) luego del colapso del sistema de partidos venezolanos y la pérdida de legitimidad de la elite gobernante. En este contexto de desprestigio profundo de la política tradicional, Chávez aparecía como el único político dispuesto y capaz de atender las necesidades del pueblo venezolano. El control casi sin contrapesos ejercido por Chávez––y, luego, por Nicolás Maduro (2013–actualidad)––sobre los otros poderes del Estado es ampliamente conocido.
[cita tipo=»destaque»] Los indicadores de apoyo y popularidad del Presidente Piñera son históricamente bajos. La presidencia de Piñera es, sin dudas, la más débil desde 1990: la única que ha sido objeto de masivas e intensas protestas callejeras (aunque el inicio de las movilizaciones el 18-O no tuvo como destinatario a Piñera) y de una acusación constitucional en su contra (la primera en más de 60 años). A esto se suma una creciente fragilidad de sus ministros, los cuales han sido blancos reiterados de los “ataques” de la oposición[/cita]
Finalmente, tenemos el caso de Alberto Fujimori (1990–2000) en Perú. Fujimori llega a la presidencia en un escenario de desprestigio de la clase política, colapso del sistema de partidos incluido, y precedido de una pobre conducción de gobierno y manejo económico del presidente saliente, Alan García (1985–1990). Fujimori cerró el Congreso mediante el ya conocido autogolpe en 1992, acción que contó con alto apoyo popular, fomentó un fuerte personalismo centrado en su figura, y gobernó bajo condiciones económicas favorables. La influencia política de Fujimori en los años ‘90s casi no tuvo restricciones. Fujimori solo dejó el poder a poco de comenzar su tercer periodo (2000) en medio de acusaciones de fraude electoral y cuando su administración era golpeada por la revelación de los ya míticos vladivideos que mostraban a su asesor, Vladimiro Montensinos, sobornando a políticos peruanos.
El surgimiento de este tipo de presidentes concentradores de poder parece ser precedido de tres tipos de contextos: (a) inestabilidad de gobierno, en la forma de presidencias “fallidas” (presidentes que dejan anticipadamente sus cargos) o de liderazgos debilitados en extremo (Alan García en Perú), (b) colapso del sistema de partidos (Perú y Venezuela), y/o (c) severas crisis económicas. Todos los casos descritos derivaron de contextos de vacíos de poder (inestabilidad de gobierno o colapso del sistema de partidos), mientras solo algunos de ellos también fueron acompañados de crisis económicas (hiperinflación o recesión). Cabe considerar que, de las presidencias concentradoras, aquellas que menos amasaron poder se encuentran en Argentina (Menem y, luego, el kirchnerismo), mientras que en Venezuela (Chávez y, posteriormente, Maduro) el presidente ha contado con una influencia política desbordada. Adicionalmente, todos los presidentes post crisis se caracterizaron por una alta personalización política.
¿Lecciones para Chile?
Afortunadamente, la situación en Chile––desde octubre de 2019 hasta la fecha––no ha sido tan severa como los casos arriba examinados. El país no atraviesa por una recesión económica o crisis inflacionaria, los partidos siguen cumpliendo sus funciones, y el Presidente Piñera aun se encuentra en su cargo. Sin embargo, el panorama nacional ofrece otros matices. Primero, es indudable que el escenario económico es poco optimista producto del COVID-19. Segundo, los partidos tradicionales tanto de Chile Vamos, ex Concertación, Partido Comunista, como los del Frente Amplio se encuentran seriamente deslegitimados frente a la ciudadanía. El resultado abrumador por la opción Convención Constitucional por sobre la Constitución Mixta Constitucional refleja claramente un ánimo anti-partidos e incluso anti-políticos tradicionales. El sistema de partidos en Chile no se encuentra cerca del colapso, pero sí sus partidos enfrentan serios problemas de coordinación interna y representatividad (ver columna de Luna y Toro). En tercer lugar, se percibe un claro debilitamiento de la figura presidencial. Los indicadores de apoyo y popularidad del Presidente Piñera son históricamente bajos. La presidencia de Piñera es, sin dudas, la más débil desde 1990: la única que ha sido objeto de masivas e intensas protestas callejeras (aunque el inicio de las movilizaciones el 18-O no tuvo como destinatario a Piñera) y de una acusación constitucional en su contra (la primera en más de 60 años). A esto se suma una creciente fragilidad de sus ministros, los cuales han sido blancos reiterados de los “ataques” de la oposición. Por otro lado, los partidos de la oposición de centroizquierda e izquierda no ofrecen una alternativa clara, confiable y cohesionada de gobierno. Esta ausencia de liderazgos en la oposición puede ayudar a explicar (parcialmente) por qué Piñera no ha sido obligado a dejar su cargo anticipadamente.
Finalmente, la pregunta que surge es qué nos depara el futuro, post Piñera. Parte de la respuesta puede estar en los últimos sondeos que reflejan preferencias ultra fragmentadas de la ciudadanía sobre quién podría ser el o la próxima presidenta de Chile (solo un par de “presidenciables” supera ligeramente el umbral del 10% en las encuestas). Esto es otro síntoma del vacío de poder dejado por los partidos y aumentado por la débil conducción política de Piñera. El escenario actual tiene el potencial de facilitar el surgimiento de liderazgos personalistas que prometan salvarnos de los partidos y de la “vieja política”, liderazgos que podrían intentar concentrar el poder en los años venideros. De ser así, se espera que los tribunales de justicia, los partidos desde el Congreso, y Contraloría––actores que históricamente han sido actores de veto (ver más aquí)––intenten frenar los impulsos de un presidente concentrador de poder. Lo anterior, naturalmente, involucraría otro ciclo de tensión e inestabilidad política en el país.