La puerta cerrada de una pequeña habitación confortable, con gente en su interior que se conoce hace tiempo haciendo el mismo trabajo y que hablan un mismo idioma, conforma, sin duda, una oportunidad propicia para el surgimiento de acuerdos que velen sólo por los intereses involucrados entre esas 4 paredes. La promesa democrática supone el ejercicio opuesto a esta imagen que, lamentablemente, ya se ha transformado en demasiado representativa de cómo funciona lo público en nuestro país.
En uno de sus textos clásicos, Cornelius Castoriadis analiza con inusual agudeza histórica a las democracias contemporáneas y nos dice que estas abandonan casi completamente lo público a los especialistas, a los políticos profesionales, y que dicha condición sólo se interrumpe en raras y breves ocasiones de explosión política, que él califica como revoluciones. Son dichos momentos en los que la ciudadanía recobra protagonismo y logra instaurar lo que el filósofo de origen griego llama momentos instituyentes, en los que la promesa originaria de la democracia se vuelve real, momentos en los que los ciudadanos constituyen y se apropian de las normas que los rigen y son, en el sentido más operativo, el espacio real de la vida democrática.
Desde esa mirada, que parece atingente a los momentos históricos que vive nuestro país, el desafío histórico queda anclado entonces a la posibilidad de extender dicha intensidad a los procesos normales y rutinarios de los patios interiores de las democracias. Se trata en definitiva, como lo afirma el politólogo francés Pierre Muller, de interrogarse sobre cómo está funcionano la democracia a partir del momento en que la dimensión técnica (en el sentido amplio del término) de la acción pública crece y se autonomiza, al punto que hace indispensable tratar el problema de la reintegración del ciudadano en la cadena decisional.
La Convención Constitucional que comenzará a funcionar en los próximos meses en Chile, surge como una respuesta institucional destinada a procesar el malestar y las demandas acumuladas por años en nuestro país. En lógica de Castoriadis, parece haberse constituido como un de esos momentos instituyentes donde los ciudadanos irrumpieron como protagonistas, desplazando de la esfera pública a los técnicos de la política. Se ha transformado en la condensación de esperanzas en que las cosas en nuestro país pueden funcionar de otra manera, que las autoridades y funcionarios serán más cercanos a las demandas y sentires de la población y que la actividad pública, incluida la de la propia convención, no se quedará encerrada entre cuatro paredes. Se quiere rescatar el sentido original de la promesa democrática.
El principio de transparencia de la función pública y el derecho de acceso a la información, en sus alcances más profundos, se erigen como una posibilidad para que los ciudadanos puedan mirar al interior de las políticas públicas y los procesos políticos, ver qué están haciendo sus autoridades y si dichas acciones responden o no a sus expectativas o mandatos. El resultado esperado de este ejercicio es la legitimidad de las acciones y decisiones que toman estas autoridades, condición esta que está a la base de toda democracia bien constituida.
Es por ello que habría que esperar que los principios de transparencia y acceso a la información se instalarán sin discusión y orgánicamente en los procesos a través de los cuales la Convención Constitucional organice sus funciones. Y esto no sólo como un agregado burocrático y meramente formal que se adjunta a un proceso decisional de corte tradicional. No, de lo que se trata es de que se instale como un principio que ordene el modo de funcionamiento total del proceso constituyente y permita a la ciudadanía «estar dentro» del debate que se generará en la constituyente y así, dar continuidad a su protagonismo ganado en las calles y en las urnas.
[cita tipo=»destaque»] La Convención Constitucional deberá cumplir obligatoriamente con los principios básicos que informan el derecho de acceso a la información y la transparencia, ya que este derecho se instala como una oportunidad real de abrir el proceso deliberativo a la ciudadanía y con ello resguardar la legitimidad de las decisiones que en ella se adopten. Así, por ejemplo, la Convención deberá organizar cada una de sus funciones respetando el principio de máxima divulgación, es decir, que las opiniones y votaciones de sus miembros, los insumos de los que disponen para ejercer sus funciones y los contenidos de los debates en que participan, deben comunicarse de modo intensivo y procurando entregar todos sus componentes y detalles.[/cita]
Lo anterior no es sólo una petición de principios o una exageración valórica de alguien que cree en la utilidad de la transparencia para las democracias contemporáneas, sino que una exigencia esencial si se quiere que este proceso no termine siendo visto por la ciudadanía como otro mas de los que la clase política logró secuestrar de su raigambre representativa e integradora. Si ello es de suyo grave para cualquier democracia, más lo es si consideramos y escuchamos realmente lo que la ciudadanía, en la calle y en las urnas, le ha comunicado reiteradamente como un inequívoco mensaje a los «políticos de siempre».
La puerta cerrada de una pequeña habitación confortable, con gente en su interior que se conoce hace tiempo haciendo el mismo trabajo y que hablan un mismo idioma, conforma, sin duda, una oportunidad propicia para el surgimiento de acuerdos que velen sólo por los intereses involucrados entre esas 4 paredes. La promesa democrática supone el ejercicio opuesto a esta imagen que, lamentablemente, ya se ha transformado en demasiado representativa de cómo funciona lo público en nuestro país.
Esta imagen es la que la ciudadanía se ha forjado de nuestra democracia. Por tanto, el daño asociado a nuestras instituciones se arrastra desde años y se desprende de la sensación ciudadana de que ellos están permanentemente excluidos de tan solo siquiera asomarse a ver lo que están haciendo sus autoridades, lo que a estas alturas lo ven como un camino directo a las colusiones, los engaños, las estafas, en fin, a la extendida y transversal sensación de indignidad que resiente la población.
Si la Convención Constitucional no logra alejarse de dichas percepciones no sólo se repetirá una tragedia como farsa, sino que ello incubará una profunda frustración en la ciudadanía que, en las actuales circunstancias de débil credibilidad en las instituciones, puede terminar de muy mala manera para la democracia. La Convención Constitucional debe encarnar ese espíritu instituyente surgido del protagonismo popular y hacer carne en su funcionamiento permanente las consecuencias de aquello.
Es por ello que la Convención Constitucional deberá cumplir obligatoriamente con los principios básicos que informan el derecho de acceso a la información y la transparencia, ya que este derecho se instala como una oportunidad real de abrir el proceso deliberativo a la ciudadanía y con ello resguardar la legitimidad de las decisiones que en ella se adopten. Así, por ejemplo, la Convención deberá organizar cada una de sus funciones respetando el principio de máxima divulgación, es decir, que las opiniones y votaciones de sus miembros, los insumos de los que disponen para ejercer sus funciones y los contenidos de los debates en que participan, deben comunicarse de modo intensivo y procurando entregar todos sus componentes y detalles. Pero a su vez, este principio debe ser complementado con el de facilitación de acceso a dicha información, es decir, que se debe procurar disponer de todos los medios y formas posibles de comunicación, adaptados para los distintos tipos de usuarios y pensados desde las necesidades de dichos usuarios, en códigos que sean comprensibles para la diversidad de saberes y experiencias que componen la ciudadanía.
Ahora bien, de nada sirve que dicha información sea entregada al público meses después de que los convencionales hayan debatido o decidido respecto de un tema en particular. Es indispensable que el modo de funcionamiento de la Convención respete y promueva el principio de oportunidad de la información ya que sólo de ese modo el acceso a la información será una oportunidad para la participación ciudadana y el control social de los procesos deliberativos que en ella se desarrollen.
El acceso a la información debe ser entendido como un derecho. Entonces la información que se entregue deberá ser absolutamente gratuita y accesible en igualdad de condiciones para todos los sujetos de ese derecho. Deberá ser la propia Convención la que posibilite dicha igualdad de acceso disponiendo los medios y canales. Además, cabe señalar que, en su condición de derecho, el acceso a la información de la Convención sólo cobra eficacia si existe un espacio institucional en el que se pueda reclamar la aplicación efectiva de dicho derecho. Además, esta instancia deberá tener la suficiente independencia del órgano al que se le reclama su efectiva aplicación. ¿Lo dispondrá la Convención Constitucional?
Es de esperar que estos principios se transformen en prácticas concretas y en dispositivos de acción y funcionamiento de la Convención Constitucional y no queden encerrados en meras enunciaciones normativas de un futuro reglamento de la asamblea. Para que ello suceda es necesario que tanto los convencionales electos, como los actores de la sociedad interesados en resguardar el carácter ciudadano de la Convención, logren cuotas de influencia, poder y decisión que hagan operativa esta mirada. De más está decir que se esperaría un rol más activo e influyente del propio Consejo para la Transparencia, que lamentablemente para el beneficio de este proceso, se encuentra atrapado por debates propios de una política que palidece.
Por todo lo anterior es tan decepcionante y ya el inicio de una farsa, el que «los políticos profesionales» intenten transformar la Convención Constitucional en un segundo parlamento, poniendo trabas a las cuotas y escaños reservados que den mayor pluralidad a la Convención y que además pongan dificultades para que los independientes participen en el proceso deliberativo de esta. Justamente, la paradoja del período es que el momento instituyente y de protagonismo popular, ha quedado en manos de los «políticos profesionales» que han sido incapaces de comprender el trance histórico que atraviesa nuestra sociedad.