Se estableció una agencia meramente de lobby que ha dejado en la indefensión jurídica al país. Por otra parte, los Acuerdos de Protección de Inversión suscritos con una cincuentena de naciones, igualmente se aplican a inversiones realizadas por nacionales de Estados extranjeros y no por Estados, como es el caso de China, quedando así abierta la puerta a conflictos entre Estados de muy incierta predicción. Es más que probable que las entidades nacionales responsables del resguardo de la seguridad internacional y de la soberanía nacional, incluidas las FF.AA., estén analizando en profundidad los diferentes escenarios que puedan suscitarse a futuro en la materia, en la idea evidentemente de prevenirlos o saber cómo abordarlos.
“Un nuevo set de reglas y restricciones para la inversión extranjera en China fue publicado poco antes de Navidad por el gobierno del presidente Xi Jinping, días después de que los EE.UU. incluyera 60 entidades chinas en su lista negra de firmas, a las que obstaculiza la exportación de tecnología estadounidense” (El Mercurio, 20.12. 2020, pág. A-9).
Continúa la información señalando: “La Comisión Nacional China para el Desarrollo y Reforma (NDRC), junto al Ministerio de Comercio de China, establecerán un sistema para revisar exhaustivamente cualquier inversión extranjera en la industria militar, energética, agrícola, tecnológica y financiera, decisión que justifican como un mecanismo para defender la seguridad nacional”.
En efecto, ¿puede la inversión extranjera poner en riesgo la seguridad nacional e incluso la soberanía de una nación? El tema no es nuevo, sino de larga data.
Baste recordar la denominada “doctrina Calvo», que debe su nombre al jurista que la inspiró y según la cual las diferencias que surjan entre un inversionista extranjero y la nación donde se radica esa inversión, no han de justificar la injerencia de los gobiernos ni menos intervención armada. En realidad, Carlos Calvo, un siglo atrás teorizó en el sentido de que en caso de controversias, el Estado al que pertenecía la empresa o nacional reclamante debía renunciar a la protección diplomática, esto es, el conflicto habría de ser resuelto libremente por los tribunales de justicia del Estado receptor de la inversión.
[cita tipo=»destaque»]Las reflexiones anteriores no han de interpretarse conceptualmente en contra de la inversión extranjera. Sabemos que su aporte es necesario en el desarrollo del país, no obstante, los parámetros para evaluarla han evolucionado, en un contexto internacional titubeante, por lo que el país debería regularla en concordancia con las exigencias actuales: cautelando estrictamente sus recursos naturales; evitando las de carácter meramente extractivista que no agreguen valor; con riguroso celo en la protección del medio ambiente y previniendo puedan de cualquier forma poner en riesgo la seguridad internacional y la soberanía nacional.[/cita]
Indica Francesco Tamburi, de la Universidad de Pisa, que la doctrina Calvo –durante el siglo XIX– se explica al encontrarse muchas naciones en procesos de independencia e intentos de consolidación de sus soberanías, frente a injerencias de potencias extranjeras por reclamaciones de sus súbditos, respaldadas por la carencia de normas internacionales que impidiesen intervenciones directas de unas naciones sobre otras. Citando a Emmerich de Vattel, señala que una ofensa dirigida a un ciudadano era considerada como una ofensa al Estado mismo al cual aquel pertenecía, poseyendo este Estado la facultad de hacerse justicia en la forma que más le pareciese, incluso la fuerza armada.
Son incontables los autores y obras que se han referido a la injerencia extranjera de unas naciones sobre otras bajo el argumento de proteger diplomáticamente a sus nacionales, como asimismo los casos concretos de presiones ejercidas por gobiernos en contra de otros. Baste citar la doctrina Monroe, según la cual Washington se atribuía el derecho a intervenir en otras naciones, de lo cual prácticamente todo el continente latinoamericano no ha quedado exento.
Uno de los argumentos principales de las potencias inversoras para justificar sus injerencias ha consistido en la desconfianza de entregar la resolución de las controversias a tribunales de terceros países en los que no existía suficiente credibilidad. Al cabo de innumerables tratativas y negociaciones, terminó por crearse –durante los años sesenta del siglo pasado– un centro de arbitraje internacional (CIADI o ICSID) dirigido a proveer una jurisdicción internacional independiente a la cual recurriera el nacional o inversionista de un Estado, eventualmente afectado por medidas del Estado donde radicó su inversión. Conjuntamente se consagró la renuncia a la protección diplomática.
En efecto, el artículo 27 del Convenio CIADI prescribe: “Ningún Estado contratante concederá protección diplomática ni promoverá reclamación internacional respecto de cualquier diferencia que uno de sus nacionales y otro Estado contratante hayan sometido a arbitraje conforme a este Convenio, salvo que este último Estado contratante no haya acatado el laudo dictado en tal diferencia o haya dejado de cumplirlo”.
Ahora bien, volviendo al tema China-EE.UU., el gran vacío del sistema CIADI es que supone que la inversión extranjera es realizada por nacionales de un Estado en otro Estado, pero no prevé el caso de que la efectúe el mismo Estado directamente o por medio de sus empresas estatales, como es el caso de China. En efecto, el artículo 25 del convenio expresa que “la jurisdicción del centro se extenderá a las diferencias de naturaleza jurídica que surjan directamente de una inversión entre un Estado contratante y el nacional de otro Estado contratante”.
En otras palabras, en el caso de China persiste el riesgo de que ante una controversia la confrontación sea entre Estados, lo cual evidentemente para las naciones más débiles e incluso dependientes de la economía China, como es la chilena, podría implicar un escenario de afectación a su seguridad internacional e, incluso, a su soberanía nacional.
Una solución a esta situación es que el país retorne al sistema de los contratos de inversión extranjera que contemplaba el DL 600, inexplicablemente derogado junto a la disolución de un Comité de Inversiones Extranjeras que fijaba las reglas del juego para el inversionista, prescribiendo que las inversiones y el inversionista debían sujetarse a la ley nacional, ello en conformidad a lo mandatado por el artículo 21 de la Constitución, que en materias económicas garantiza “el derecho a desarrollar cualquier actividad económica que no sea contraria a la moral, al orden público o a la seguridad nacional, respetando las normas legales que la regulan”.
En reemplazo del mencionado comité, se estableció una agencia meramente de lobby que ha dejado en la indefensión jurídica al país. Por otra parte, los Acuerdos de Protección de Inversión suscritos con una cincuentena de naciones, igualmente se aplican a inversiones realizadas por nacionales de Estado extranjeros y no por Estados, como es el caso de China, quedando así abierta la puerta a conflictos entre Estados de muy incierta predicción.
Es más que probable que las entidades nacionales responsables del resguardo de la seguridad internacional y de la soberanía nacional, incluidas las FF.AA., estén analizando en profundidad los diferentes escenarios que puedan suscitarse a futuro en la materia, en la idea evidentemente de prevenirlos o saber cómo abordarlos.
Las reflexiones anteriores no han de interpretarse conceptualmente en contra de la inversión extranjera. Sabemos que su aporte es necesario en el desarrollo del país, no obstante, los parámetros para evaluarla han evolucionado, en un contexto internacional titubeante, por lo que el país debería regularla en concordancia con las exigencias actuales: cautelando estrictamente sus recursos naturales; evitando las de carácter meramente extractivista que no agreguen valor; con riguroso celo en la protección del medio ambiente y previniendo puedan de cualquier forma poner en riesgo la seguridad internacional y la soberanía nacional.