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Carta abierta por la paz de La Araucanía Opinión

Carta abierta por la paz de La Araucanía

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Diego Ancalao Gavilán
Por : Diego Ancalao Gavilán Profesor, politico y dirigente Mapuche
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La cobardía donde quiera que exista, engendra violencia, decía Martin Luther King. Por ende, no me cabe duda que es un deber moral enfrentar a aquellos que incitan al odio y la violencia, sin distinción alguna, y que promueven un terrorismo racial como justificación de su proceder. Mi llamado es a no permitir que discursos de odio transformen Wallmapu en un campo de batalla. En ese escenario, los que sufren son los inocentes de siempre. Se hace urgente convocar a un nuevo Parlamento, como el de Tapigue, Estado de Chile–Pueblo Mapuche–sociedad civil. En ese escenario, debe resolverse esta controversia, no sólo por el bien de nuestros pueblos, sino por el bien de Chile. Un país dividido ya no es viable. Un país que no es capaz de reconocerse como mestizo o indígena no tiene destino. 


La paz y la buena convivencia son aspiraciones que habitan en el corazón de cualquier persona o comunidad de buena voluntad. Pero hay que entender que la paz no es la tendencia más espontánea de la naturaleza humana, sino más bien una conquista y un desafío permanente que debe sostenerse sobre los hombros de la verdad y la justicia.

Tengo la más absoluta convicción que mi pueblo mapuche tiene una vocación clara y definida por la paz, no sólo la que se establece al interior de las comunidades humanas, sino aquella que se relaciona con la armonía de cada ser humano consigo mismo y con la naturaleza. De hecho, esto es a lo que, desde una perspectiva holística, nuestro pueblo asignó el nombre de Kume Mongen (Buen Vivir). 

Algún lector perspicaz, preguntará… ¿y por qué entonces el pueblo mapuche parece estar en un conflicto permanente con el Estado de Chile? La respuesta es obvia: primero la Conquista Española y luego la República de Chile no sólo no han reconocido la preexistencia del pueblo mapuche y los demás pueblos originarios en este territorio, sino que han buscado sistemáticamente su exterminio y su asimilación. 

La lucha de mi pueblo consiste precisamente en la recuperación de las tierras que fueron no sólo usurpadas ilegítimamente, sino que violentadas, transformándolas en un simple medio de ganancia económica de mirada corta y eminentemente egoísta. Mi pueblo quiere restablecer la armonía arrebatada por la ambición espuria y sin escrúpulos de un invasor despiadado, para volver a cuidar aquello que la Ñuke Mapu (madre tierra) nos ha regalado para el bien común.

He dicho antes que la paz es fruto de la verdad y la justicia. Sobre la primera condición diré algo que puede ser una novedad para muchas personas: la historia oficial que se ha pretendido instalar como la verdadera interpretación de los hechos, es sesgada, parcial y mentirosa. Ese relato con el que se les ha adoctrinado desde la infancia contiene un defecto de origen, al ser más bien la versión distorsionada de quienes transformaron sus apetitos de conquista y poder en su mundo soñado, sin importar el dolor y la destrucción causada.

Si la justicia es “darle a cada cual lo que le corresponde”, entonces la sociedad chilena tiene una enorme deuda histórica con los indígenas que habitaban este territorio miles de años antes de la llegada de los invasores. En efecto, lo que reclamamos no es un capricho o un deseo premeditado de subvertir el orden institucional, lo que queremos es la restitución de aquello que nos corresponde en justicia. Por razones lógicas, no pretendemos retrotraer el tiempo y volver al estado original, sino más bien acordar formas de vivir la autonomía como pueblos a las que tenemos derecho, en una sana convivencia y en un espacio territorial que puede y debe acoger a todos sus hijos e hijas.

Por lo señalado, me ha causado preocupación el llamado hecho por una asociación de personas denominada “Acción de Defensa de La Araucanía”, que invita a armarse, a defender sin piedad la tierra, a defender a nuestras familias y nuestro trabajo. La revolución ya comenzó”.

Esta forma de declaración de guerra, lo único que logra es incitar al odio y la violencia, que es aquello que María Mercedes Gómez define como una conducta violenta motivada por prejuicios, exclusivamente por su pertenencia a un determinado grupo social, género, raza, etnia, entre otras”. Y constituye una manifestación de ignorancia con respecto a la profundidad del problema que se busca resolver y una incapacidad absoluta de encontrar soluciones que, de una vez por todas, atiendan sus orígenes, los que reproducen el conflicto y sus verdaderos alcances.

Otra cosa que llama la atención en esta declaración destemplada es que asigna a la persona de Héctor Llaitul todos los males que los afectan. Esto resulta especialmente grave, pues establece un objetivo a destruir, un llamado a un linchamiento público, saltándose el estado democrático de derecho que dicen defender.  

Sumándose a este coro que desafina en sus intenciones y estrategias, el senador Felipe Kast pide a su gobierno decretar el “Estado de sitio” como la gran respuesta al conflicto. Habría que recordarle a este senador que en el país donde están sus raíces familiares se implementó una ideología que fue capaz de incitar el odio a tal grado que tuvo como efecto inmediato el mayor holocausto que recuerde la historia. Así, la Alemania que ha logrado recuperarse a sí misma, hoy cuenta con una legislación que penaliza firmemente los delitos que incitan al odio, con penas de cárcel. Esto pasa cuando un pueblo aprende una lección y rectifica un error que segó millones de vidas. 

Otro honorable, el diputado Diego Shalper, declaró que, “llego el momento de actuar y defender el Estado de Derecho y el derecho a vivir en paz”. Esa frase suena bien cuando se aplica a todos los casos y no sólo a los que su obtusa visión ideológica defiende en exclusiva. Esto me hace recordar la conducta del expresidente de su partido, quien, acomodándose en un “estado de derecho” hecho a la medida, logró salvar a su hijo, quien atropelló y mató a una persona inocente, dándose posteriormente a la fuga. 

Y eso nos recuerda a todos que Chile vive realidades paralelas: la de los excluidos que deben asumir que la pasarán mal toda la vida y los privilegiados, destinados a disfrutar de aquello que la vida les ha “entregado generosamente”. 

Volviendo al mencionado “líder” importado, Felipe Kast, éste ha señalado que “…ésa es la realidad, donde ya no hay estado de derecho, que en Araucanía vemos a diario, atentado, usurpaciones. Extorsiones, asesinatos, quema de casas…”. Lo primero que llama la atención es que este senador, que realiza cada cierto tiempo una suerte de turismo político a La Araucanía, se refiere a la situación de la región desde el barrio alto de Santiago y guardando riguroso silencio cuando los actos que denuncia afectan a algún miembro del pueblo mapuche. No escuché su pronunciamiento frente al asesinato de Camilo Catrillanca o cualquiera de los 17 mapuche jóvenes e inocentes, asesinados desde la recuperación de la democracia. 

En definitiva, su discurso y el de muchos de la casta política de todos los sectores carece de lo que hoy más se valora: la credibilidad.   

Por ello, también es necesario hacer una referencia a las víctimas del conflicto que se denuncia. Me parece necesario evitar que afloren los sesgos y las miradas unifocales. En efecto, aquí existen víctimas de muchos sectores. Seguramente muchos de ellos completamente inocentes. Sin embargo, es el Estado de Chile, quien debe asumir la restitución de la justicia, estableciendo un nuevo orden de cosas que garantice una paz social de largo plazo y cimentada en raíces hondas. 

El estado policial instalado hace años en La Araucanía sólo apunta a los efectos visibles del problema, no a la incidencia en sus causas. Sólo considérese que grupos económicos como Angelini y Matte poseen y explotan hoy más de 3 millones de hectáreas, casi 4 veces más que todas las tierras mapuche desde el Bío Bío al sur. ¿Es posible resolver el conflicto con ese escenario de inequidad? Y no me refiero sólo al costo en pobreza y discriminación, sino además al déficit hídrico, daño ambiental y degradación de la biodiversidad. 

Está muy claro que el Estado ha actuado inequitativamente y ha incumplido los compromisos suscritos. Basta recordar aquel Tratado de Trapihue, de 1825, que reconoció la existencia efectiva de la nación Mapuche. Así, el Estado termina asignando 536 mil hectáreas al pueblo mapuche, en guetos que denominaron eufemísticamente “reducciones”, luego de contar con 10 millones de hectáreas; y regala un número indeterminado de hectáreas a colonos migrantes.  

La demanda de territorio que hacemos los mapuche es de carácter político y exige no sólo el reconocimiento de la violación de estos tratados por parte del Estado, sino la compensación justa, con derechos colectivos de un pueblo originario, con el debido reconocimiento legal en una Constitución plurinacional, con derechos políticos y civiles garantizados.

De aquí se deriva una disyuntiva ética de la mayor relevancia, una contradicción vital de este “Estado fallido”, que junto con una política que buscó la aniquilación del Pueblo Mapuche, abrió sus brazos a la inmigración colona, de la cual nunca ha logrado salir dignamente. Y se ha negado, hasta ahora, a enorgullecerse del valor de su rica diversidad, sintiendo la plurinacionalidad mucho más como una amenaza, que como una fortaleza de su condición más propia. 

La cobardía donde quiera que exista, engendra violencia, decía Martin Luther King. Por ende, no me cabe duda que es un deber moral enfrentar a aquellos que incitan al odio y la violencia, sin distinción alguna, y que promueven un terrorismo racial como justificación de su proceder. Mi llamado es a no permitir que discursos de odio transformen Wallmapu en un campo de batalla. En ese escenario los que sufren son los inocentes de siempre. 

La nueva Constitución no es la solución, porque el proceso está viciado a tal punto, que en términos prácticos se aprobara una norma que la oposición y el Gobierno ya tienen perfilada. Por lo tanto, la solución va más allá de crear comisiones para el diálogo, nombrar delegados presidenciales, ministros especiales, una mayor dotación policial militar, nuevos acuerdos nacionales y llamar a la ONU o al Papa. Todo ello resulta inútil si quienes están detrás de esas estrategias buscan que las cosas sigan como están. 

Se hace urgente convocar a un nuevo Parlamento, como el de Tapigue, Estado de Chile–Pueblo Mapuche–sociedad civil. En ese escenario, debe resolverse esta controversia, no sólo por el bien de nuestros pueblos, sino por el bien de Chile. Un país dividido ya no es viable. Un país que no es capaz de reconocerse como mestizo o indígena no tiene destino. 

Este nuevo pacto debe sustentarse en el diálogo respetuoso en el que los diferentes actores válidos establecen compromisos de acatamiento de los acuerdos. Este no es un llamado a la subversión sino, por el contrario, es un llamado a la solución de asuntos postergados por demasiado tiempo. 

Se necesita una reestructuración de la arquitectura del Estado. Esto quiere decir crear las instituciones e instrumentos que permitan no sólo la participación política de los pueblos originarios en el Estado, sino también lo referente al artículo 20 de la Declaración de Derechos Indígenas de la ONU. Se debe restituir los derechos colectivos políticos, territoriales, económicos y culturales, mediante la creación de un estatuto de autonomía que garantice la autodeterminación de los pueblos indígenas, en el marco de la legislación nacional.

Estos requerimientos nacen del convencimiento más profundo de que llegó el tiempo de realizar un cambio justo, que la sociedad chilena mayoritariamente reclama y exige. 

Llegó el momento de valorar a los pueblos originarios que, con su rica diversidad, constituyen parte significativa de la identidad de Chile.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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