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La escalada política y militar del Gobierno en La Araucanía Opinión

La escalada política y militar del Gobierno en La Araucanía

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Santiago Escobar
Por : Santiago Escobar Abogado, especialista en temas de defensa y seguridad
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Los sordos están en todos los bandos. Ni los empresarios y políticos que propician la escalada de violencia están conscientes de que no volverían a vender ni un solo chip de madera en el mundo sin que acusen a Chile de dumping social y de militarización de un territorio de pueblos aborígenes, como tampoco los cabecillas radicales están en condiciones de asegurar que la violencia que predican no signifique nada más que mayores sufrimientos y problemas a toda su gente. El martirologio no puede ser la única opción ni el destino manifiesto del pueblo mapuche.


El Gobierno ha cruzado el Rubicón e introducido militares para acción directa en la crisis de La Araucanía. La suerte, por lo tanto, está echada y, a partir de este momento, el Gobierno se hace responsable de la eventualidad de una escalada de violencia, con consecuencias mucho más fatales que las experimentadas hasta ahora, a menos que ponga marcha atrás. Aún está a tiempo. 

Las Fuerzas Armadas ya estuvieron desplegadas, primero, en el Estado de Emergencia durante el estallido social de octubre de 2019 y, luego, durante ya casi 12 meses, por el Estado de Catástrofe motivado por el COVID-19. Ahora, según ha explicado el ministro del Interior, solo se ocuparán, aprovechando este estado de excepción, para realizar apoyo perimetral a los controles policiales en La Araucanía, a raíz de la persistencia de la violencia.

Está de más buscar explicarle al ministro Delgado que no es lo mismo un apoyo perimetral a controles sanitarios de la pandemia, a dar apoyo perimetral a operativos policiales antidelictuales o de control de violencia política civil. Entre uno y otro tipo existe una brecha de riesgo operativo en que la fuerza perimetral –esto es, las FF.AA.– puede verse obligada a repeler una agresión o abrir fuego por error u otra razón. La labor policial no corresponde al carácter o al entrenamiento de la fuerza militar, entrenada y armada para la letalidad, y que nunca se van a someter al mando operativo de policías incompetentes como los directores de Carabineros o la PDI.  

Peor aún, decretar el Estado de Sitio para La Araucanía, como dice estar considerándolo el Gobierno bajo presión de parlamentarios oficialistas, sería el primer paso de una escalada a conflicto militar en la zona. Ello negaría derechamente la existencia del Estado de Derecho, y asumiría como hecho cierto el descontrol institucional y social que obligaría a suspender todos los derechos civiles y políticos en el área crítica.

El país ha escuchado hasta el cansancio a las autoridades gubernamentales explicar que la violencia en La Araucanía está limitada a núcleos menores de población mapuche. Y que la radicalidad es absolutamente focalizada. Sin embargo, junto con tales afirmaciones y pese a ser mayoría política en la zona, el oficialismo está empecinado en una acción de escalamiento represivo, más acorde con una postura corporativa de algunos empresarios, antes que con los intereses del país.

Nada justifica la violencia y la quema de bienes y propiedades, ni los atentados con armas de fuego que se suceden a diario. Pero ninguno de los tres últimos gobiernos ha estado a la altura para asegurar una acción de inteligencia y un despliegue operativo policial y de recursos públicos, que garanticen la estabilización del conflicto y abran paso a soluciones pacíficas y negociadas.

Los sordos están en todos los bandos. Ni los empresarios y políticos que propician la escalada de violencia están conscientes de que no volverían a vender ni un solo chip de madera en el mundo sin que acusen a Chile de dumping social y de militarización de un territorio de pueblos aborígenes, como tampoco los cabecillas radicales están en condiciones de asegurar que la violencia que predican no signifique nada más que mayores sufrimientos y problemas a toda su gente. El martirologio no puede ser la única opción ni el destino manifiesto del pueblo mapuche.

En esa dualidad política, el Estado no puede abandonar la representación del bien común y del interés público. Para ello debe hacerse cargo de sus errores, entre ellos, los policiales, y remediarlos con hidalguía y reconocimiento público y no ahondarlos. No puede aceptar, menos aún promover, que el recurso más abundante para solucionar el problema mapuche sea la fuerza militar. Ello sellaría su propio destino como un destructor de la democracia en nuestro país.

Cualquier aprendiz sabe que el manejo de un conflicto, independientemente de los errores o problemas previos, requiere primero ser estabilizado. Es decir, impedir que se siga amplificando. Lo segundo que se debe generar son mecanismos y acciones de confianza, que permitan instalar una mesa amplia de intercambios. No de rendiciones sino solo statu quo. Y lo más importante, a continuación, es diagnosticar e identificar los principales actores y sus intereses en juego. Desde los más complejos hasta los más simples y rankearlos, sin excluir actores ni temas. Ello permitirá la confección de una agenda concertada y dará oportunidad a las soluciones sobre bases reales.

Lo contrario a eso es llegar a la zona crítica exhibiendo musculatura militar. Eso implica amenaza y la posibilidad del descontrol es inmediata. Y difícilmente habrá vuelta atrás, incluso en el curso de generaciones, y todos pierden.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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