A la pregunta de si es posible terminar con las listas de espera, la respuesta honesta es no. A si es posible reducirlas a un período razonable, ético y justo, la respuesta es sí, pero no de un día para otro. Se requiere en simultáneo de transformaciones sinérgicas e interdependientes en varios ámbitos. Pensando en el largo plazo, seguir aumentando el gasto público en salud es importante, pero no suficiente. Más de lo mismo no funciona. Eso es posible, sí, pero habrá muchas resistencias, ya que los cambios afectan complejos intereses. Entonces, junto con mantener una necesaria inversión, será necesario tiempo y el coraje político que a la fecha ningún Gobierno ha tenido.
En los problemas de salud no incluidos en el AUGE (GES), las personas que esperan una consulta de especialidad en el sistema público a diciembre del año 2020 eran 1.648.945 y quienes esperan cirugía, son 254.529. Más de la mitad de las personas que esperan cirugía llevan haciéndolo por más de un año, y 61.618 de ellas por dos o tres años. Es evidente que, al finalizar la pandemia, estas cifras habrán aumentado exponencialmente. Siempre habrá listas de espera y cada sociedad define el tiempo aceptable para acceder a una atención, pero no es necesario ser experto para comprender que la espera por atención en Chile es un claro y vergonzante atropello a la dignidad de las personas, especialmente a quienes tienen menos recursos.
El gasto hospitalario en nuestro país es el más importante del sector salud y ha ido creciendo a una velocidad mucho mayor que el de la atención primaria (APS). La actividad hospitalaria expresada en egresos, cirugías y consultas de especialidad ha permanecido estable desde 1990, a pesar del aumento de los recursos financieros, tecnológicos y humanos, lo que trae como consecuencia que el gasto por egreso hospitalario se ha más que duplicado en una década, sin mediar aumento significativo de la actividad. Gobiernos de distinto signo han intentado programas de reducción de listas de espera, que han implicado un gran gasto de energía y con resultados insuficientes.
Las razones de esta incapacidad del sector hospitalario por aumentar su actividad son múltiples como en todo tema complejo. Por una parte está el envejecimiento de la población y el creciente predominio de padecimientos crónicos, que obligan a procedimientos que consumen más tiempo y recursos. Pero, por otra parte, contribuyen también a explicar el fenómeno fallas de organización y gestión del sistema de salud, así como de la existencia de una cultura resistente a los cambios, donde coexisten múltiples intereses en juego que compiten con las necesidades de las personas.
[cita tipo=»destaque»]En suma, en relación con las listas de espera, pareciera que estamos ante un callejón sin salida, porque las soluciones posibles parecen estar bloqueadas por los intereses en pugna. Lo honesto sería que los diversos actores involucrados –políticos, gremiales y comerciales– junto con dar discursos grandilocuentes de defensa de la salud pública, reconociéramos nuestra incapacidad de posibilitar cambios que ayuden a los usuarios. Quizás así, las chilenas y los chilenos, cansados de esperar, nos exijan soluciones antes que problemas y disputas. Ha llegado la hora de que en salud los ciudadanos tengan el poder y la palabra.[/cita]
El insuficiente financiamiento a la atención primaria (APS), que se ha mantenido estable en la última década, contribuye a una inadecuada capacidad de estabilizar enfermedades crónicas que se traducen en hospitalizaciones evitables. Además, cuando la APS deriva a una persona a un hospital, sea por consulta o cirugía, se manifiesta un quiebre en la continuidad de la atención, ya que aún no se ha generalizado un sistema efectivo de gestión en red de los casos, lo que dificulta aún más la resolución oportuna de muchos de ellos.
Al interior de los hospitales, a pesar de la continua inversión, persisten brechas tecnológicas y de personal, pero ellas no explican totalmente que parte importante de una carísima infraestructura se subutilice. Por ejemplo, en atención de especialidades se desaprovechan las dependencias destinadas para ello y se tiende a capturar a las personas usuarias para controles, sin devolverlas a la APS, limitando la posibilidad de recibir a nuevos usuarios. Asimismo, tal como lo señaló un reciente informe de la Comisión Nacional de la Productividad, hay hospitales en que se podría hacer el doble de cirugías. Está normalizado que se pierda tiempo al inicio de la tabla quirúrgica, entre las operaciones, y que parte importante de los pabellones en la tarde estén sin usarse.
Los incentivos están puestos para que todo fluya lento, prueba de ello es la insólita eficiencia que se logra cuando se paga a sociedades médicas por hacer cirugías en las tardes. Por un lado, está la resistencia que ejerce el personal a los cambios y, por otro, el atractivo económico de resolver la necesidad del beneficiario ya cansado de esperar vía contratos a dichas sociedades o en el sector privado.
Los directivos que intentan hacer reingenierías para aprovechar mejor las camas o los quirófanos, suelen encontrarse con enormes resistencias y falta de apoyo político de un sector que privilegia el “mantener las cosas tranquilas”, en lugar de sostener cambios complejos. Esto último explica, en gran parte, la alta rotación de directivos y que a directivos innovadores se les suela “quitar el piso” cuando surgen dificultades, la señal para ellos es clara: “Quien nada hace, nada teme”.
Junto a lo anterior los médicos, quienes tienen el poder de decidir qué se hace y qué no se hace al interior de un hospital, cuentan con un sistema de remuneraciones anacrónico, la llamada Ley Médica, que es una suma de asignaciones que no tienen relación con los resultados del hospital, ni está alineado con la de los demás trabajadores de la salud. Cuesta contar, más bien da pudor, que la única asignación relacionada con la evaluación de desempeño se decide en una tómbola, ya que prácticamente todos los médicos tienen la nota máxima. Ningún Gobierno se ha atrevido a cambiar el sistema de remuneración a los médicos, ya que sería “abrir una caja de Pandora” que todos rehúyen.
Una manera de suprimir el incentivo a que se haga poco en la mañana hospitalaria y a que se haga mucho por la tarde en el sector privado, sería estatizar toda la prestación privada de modo que hubiera un único empleador, el Estado, o que Fonasa pasara a ser el único pagador, por tanto, hubiera iguales reglas del juego para todos los prestadores y, así, acabar con los incentivos perversos. Como comprenderá el lector, no son ellas alternativas muy fáciles de lograr.
A la pregunta de si es posible terminar con las listas de espera, la respuesta honesta es no. A si es posible reducirlas a un período razonable, ético y justo, la respuesta es sí, pero no de un día para otro. Se requiere en simultáneo de transformaciones sinérgicas e interdependientes en varios ámbitos. Pensando en el largo plazo, seguir aumentando el gasto público en salud es importante, pero no suficiente. Más de lo mismo no funciona.
El aumento debe ser más significativo hacia la APS y al desarrollo en las redes de centros comunitarios de atención de especialidad y de cirugía mayor ambulatoria, junto a una profunda reforma de los prestadores, a objeto de mejorar su gobernanza y gestión, terminando con incentivos perversos y las actuales rigideces de la administración pública en el manejo de los recursos y del personal, que posibiliten contextos para transformaciones culturales que hagan de los hospitales organizaciones flexibles, abiertas y sensibles a las necesidades de las personas y sus comunidades. Eso es posible, sí, pero habrá muchas resistencias, ya que dichos cambios afectan complejos intereses. Entonces, junto con mantener una necesaria inversión, será necesario tiempo y el coraje político que a la fecha ningún Gobierno ha tenido.
En el corto plazo ayudaría consolidar a Fonasa como seguro público, para que aproveche toda la oferta disponible, tal como lo ha estado haciendo con las camas críticas en pandemia. También colaboraría contar con un Plan Universal de Salud, que amplíe los derechos en salud y que, superando al AUGE, señale garantías de acceso y oportunidad a los diversos problemas de salud que afectan a la población hoy en listas de espera. Pero está claro que habrá mucha oposición a ello.
En suma, en relación con las listas de espera, pareciera que estamos ante un callejón sin salida, porque las soluciones posibles parecen estar bloqueadas por los intereses en pugna. Lo honesto sería que los diversos actores involucrados –políticos, gremiales y comerciales– junto con dar discursos grandilocuentes de defensa de la salud pública, reconociéramos nuestra incapacidad de posibilitar cambios que ayuden a los usuarios. Quizás así, las chilenas y los chilenos, cansados de esperar, nos exijan soluciones antes que problemas y disputas. Ha llegado la hora de que en salud los ciudadanos tengan el poder y la palabra.