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Corrupción en América Latina: una tarea pendiente Opinión

Corrupción en América Latina: una tarea pendiente

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Susana Sierra
Por : Susana Sierra Ingeniera comercial. Socia y fundadora de BH Compliance.
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No podemos esperar a que los países latinoamericanos disminuyan su desigualdad y aumenten su PIB per cápita, para hacernos cargo de este problema. Necesitamos que los Estados implementen reformas locales, aumenten los esfuerzos en investigación e incrementen las penas. Sin embargo, ante gobiernos débiles, economías disminuidas y una emergencia sanitaria aún sin control en la región, necesitamos del sector privado. Pero no solo como un ente que se compromete a no cometer delitos, sino que promueva también una participación activa en la prevención y en denunciar hechos irregulares, vengan de donde vengan.


La corrupción es uno de los grandes problemas que aquejan al mundo, porque trae consigo desconfianza, incertidumbre e injusticia, porque profundiza la desigualdad social, afecta la vida cotidiana del ciudadano común, reduce las oportunidades de los más pobres y compromete la propia democracia.

Y son las economías menos desarrolladas las que se ven más expuestas a la corrupción y, por lo tanto, las que necesitan de mayores esfuerzos para contenerla. Esto no significa que los países ricos estén ajenos a este problema, pero uno de los factores que podría responder a que haya más o menos corrupción, es la fortaleza de sus instituciones democráticas y, por lo mismo, de la sensación de mayor o menor justicia e igualdad.

Si bien ha habido esfuerzos para frenar la corrupción, América Latina se erige como una de las regiones más corruptas, siendo protagonista de grandes escándalos que sorprendieron al mundo y que nos mostraron cómo operaban grandes mafias a vista y paciencia de todos, con relativa facilidad y al amparo del poder político y económico, mermando la fe pública y la confianza de la sociedad latinoamericana.

Y justamente el contexto de pandemia ha profundizado la corrupción, ya que, ante la emergencia, los gobiernos debieron entregar recursos adicionales, los que se asignaron a través de procesos de contratación pública acelerados, sin licitaciones y con menores protocolos. Así, conocimos sobreprecios de insumos médicos y de cajas de alimentos, contrataciones vía trato directo e, incluso, vimos cómo autoridades de Argentina, Perú y Ecuador se “saltaron la fila” para acceder a la vacuna contra el COVID-19, convirtiendo el derecho a ser vacunado en el privilegio de poderosos en América Latina.

Así, podemos recordar el emblemático caso Odebrecht, constructora brasileña que habría pagado coimas y sobornos a políticos en ese país, que adquirió fama mundial al exportar su modelo de corrupción a 12 países, viéndose involucrados presidentes y expresidentes. O “la causa de los cuadernos” en Argentina, una trama en la que se descubrió el pago de sobornos a empresarios y exfuncionarios kirchneristas, luego que sus nombres aparecieran en ocho cuadernos que dan cuenta de una enorme red de coimas durante “la era K”. En ambos casos, queda en evidencia cómo existen empresas con una estrategia comercial destinada a defraudar en un ambiente propicio para hacerlo y que, ante la evidencia o al ser descubiertos, recurren a la justificación universal de que “todos los hacen” o que es la única forma de acceder a un sistema, de por sí, corrupto.

¿Y qué pasa en Chile? Por años creímos ser un país libre de corrupción, hasta que abrimos los ojos y nos dimos cuenta de que la corrupción existía y era más grande de lo que pensábamos. Desfilaron en la prensa casos como Ceresita, Penta, SQM, Caval, Corpesca, Tecnodata y muchos más, hasta toparnos hoy con el gran escándalo en torno a Itelecom, del cual aún no tenemos verdadera noción de sus implicancias, pero que nos ha mostrado la peor cara de “hacer negocios” a través de un actuar inescrupuloso, que incluso utilizó a gente en situación de calle para defraudar al Estado.

Hechos como estos, han llevado a los gobiernos latinoamericanos a implementar y reforzar medidas anticorrupción, lo que junto a investigaciones más profundas y a las condenas dictadas a sus protagonistas, han dado cierta sensación de avance en esta lucha. Sin embargo, la realidad no es del todo alentadora, como lo señala el último Índice de Percepción de la Corrupción 2020 de Transparencia Internacional, que reveló que en América Latina solo 3 de los 19 países analizados están por sobre los niveles aceptados, siendo Chile uno de ellos (junto a Uruguay y Costa Rica), lo que a su vez no significa que la corrupción esté bajo control o haya que conformarse.

Y justamente el contexto de pandemia ha profundizado la corrupción, ya que, ante la emergencia, los gobiernos debieron entregar recursos adicionales, los que se asignaron a través de procesos de contratación pública acelerados, sin licitaciones y con menores protocolos. Así, conocimos sobreprecios de insumos médicos y de cajas de alimentos, contrataciones vía trato directo e, incluso, vimos cómo autoridades de Argentina, Perú y Ecuador se “saltaron la fila” para acceder a la vacuna contra el COVID-19, convirtiendo el derecho a ser vacunado en el privilegio de poderosos en América Latina.

Lo anterior es una advertencia importante respecto a la urgencia de prevenir la corrupción. No podemos esperar a que los países latinoamericanos disminuyan su desigualdad y aumenten su PIB per cápita, para hacernos cargo de este problema. Necesitamos que los Estados implementen reformas locales, aumenten los esfuerzos en investigación e incrementen las penas. Sin embargo, ante gobiernos débiles, economías disminuidas y una emergencia sanitaria aún sin control en la región, necesitamos del sector privado. Pero no solo como un ente que se compromete a no cometer delitos, sino que promueva también una participación activa en la prevención y en denunciar hechos irregulares, vengan de donde vengan.

Es la hora de que las compañías pasen del discurso a la acción y no esperen que se hagan carne normativas más estrictas para definir sus estándares frente a la corrupción, que asuman su responsabilidad y compromiso por una sociedad más justa y equitativa.

No necesitamos héroes arrepentidos que, tras ser descubiertos, se comprometen con esta lucha. Al contrario, es importante que se deje de normalizar conductas antiprobidad, en especial el justificarlas porque las cometió un amigo o alguien del “círculo cercano”.

Esta crisis es la oportunidad de volcar el capital reputacional logrado, de ser un ejemplo para sus pares y de diferenciarse de quienes tienen como objetivo cumplir las metas bajo estándares éticos, a los que quieren el éxito sin importar cómo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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