Debemos abandonar el romanticismo de asumir que nuestro Estado esta a la altura del Estado de Finlandia y que nuestro sistema educacional está produciendo el capital humano que tiene Noruega. Solo así podremos sincerar el debate y dejar de fantasear con un “desarrollo con perspectiva de género”, para poder retomar una senda realista que sincere tanto los riesgos como los costos de utópicas políticas de desarrollo, para que saquemos verdaderamente a los chilenos de la pobreza y quizás, de paso, a los economistas millennials de su burbuja.
En su último informe de la economía global, el Fondo Monetario Internacional (FMI) ha pronosticado un crecimiento del 6% para la economía mundial durante el 2021 y de un 4,4% para el 2022. Dichos pronósticos para el mundo son igual de positivos para el caso nacional: se proyecta que la economía chilena crezca un 6,2% durante el 2021 y un 3,8% en 2022. La gran expansión fiscal que han hecho muchos países, la reactivación del comercio internacional tras la reactivación China y la reactivación del comercio producto de las vacunas en Estados Unidos son los principales motivos para ser optimistas acerca de nuestro crecimiento económico.
Estas cifras, si bien son positivas, han generado ya cierto mareo y optimismo en algunos sectores políticos, que —sumados al nuevo y provisional alto precio del cobre— están generando cierta visión ingenua y facilista de nuestra verdadera capacidad de generar crecimiento económico. Esto ha llevado ya a muchos a sugerir, con escasa evidencia, pero con bastante buenismo, nuevos impuestos a los ricos, nuevos royalties mineros, rentas básicas universales “para todes”, cogestión empresarial a la Noruega, etcétera. Resulta al menos peculiar que ya estemos discutiendo como nos vamos a repartir la torta y creyéndonos Finlandia, sin siquiera discutir primero cómo vamos a sustentar el crecimiento económico necesario para poder mantener tales quimeras; pero la carreta antes de los bueyes no llega muy lejos.
Todo este buenismo hasta ahora consiste en solo meras conjeturas, ya que en la realidad Chile hace tiempo (décadas) que no logra implementar reformas estructurales que permitan fomentar su capital humano, competitividad y productividad, que son los únicos caminos conocidos y comprobados hacia al desarrollo y la dignidad. De esta forma, todas aquellas predicciones del FMI deben ser recogidas con un grano de sal y sano escepticismo. Para hacer una verdadera evaluación de nuestra trayectoria futura, debemos primero trazar la historia reciente de nuestro crecimiento, para así poder compararla con lo que se viene y poder dilucidar realmente hacia dónde vamos. Al hacer este ejercicio retrospectivo, la cosa se pone bastante gris.
En efecto, al analizar las cifras del Banco Central, podemos ver que la serie del PIB en pesos comparables (encadenados), muestra que, debido al pobre crecimiento económico del país entre 2014-2018, sumado a la ola de violencia y caos ocurrida durante casi 18 meses desde el 18-O, Chile alcanzó hoy un nivel de producto apenas de 1,3% superior que al del 2015. Al analizar las cifras en términos de PIB per cápita las cosas son igual de grises. En pesos comparables, el país terminó el 2020 con un PIB per cápita muy similar al del 2012. Asimismo, al ver la evolución del PIB per cápita, ahora en dólares (con referencia en el 2013), podemos observar que dicha medida alcanzó los US$13.038 en el 2020, cifra que ha sido la más baja desde el 2010 (US$ 12.853). Es decir, al medir el trozo de torta del producto que le toca a cada persona en el país, podemos observar que la torta repartida no ha crecido casi nada por una década.
Mas preocupante aún, si analizamos los cambios de tendencia de nuestro crecimiento en las últimas décadas la situación se torna dramática. De hecho, podríamos dividir los periodos recientes de desarrollo económico, desde 1985 hasta la fecha, en tres grandes periodos: primero, el periodo identificado como la “época dorada” entre 1985-2000, en donde el crecimiento real del PIB promedio fue de 6,22% y el del PIB per cápita fue de 4,64%. Un segundo periodo de “consolidación”, entre 2001-2013, en el cual el país mostró tasas de crecimiento más moderadas, pero sin duda rápidas en cuanto comparadas con el crecimiento mundial. Entre el 2001-2013, el crecimiento real del PIB promedio en Chile fue de 4,46% (el del mundo fue de 2,84%), y el del PIB per cápita fue de 3,37% promedio (el del mundo fue de 1,59%). Finalmente, está el periodo actual entre 2014-2019, que lo podríamos denominar “la atrofia”, en donde el crecimiento real del PIB promedio fue sólo de un 2% (en el mundo fue de 2,85%) y el del PIB per cápita fue apenas de un 0,72% (en el mundo fue de 1,69%). En otras palabras, Chile pasó, desde crecer a más del triple que el promedio del mundo en el período 1985-2000, a crecer menos de la mitad de lo que crece todo el orbe. Una desaceleración enorme. Todo esto evidencia que la última década pareciera haber sido una década perdida.
En toda esta atrofia económica, debemos reconocer la incapacidad política de todos los sectores, tanto de izquierda como de derecha, de hacer del crecimiento económico una variable cultural trascendental (no tiene que ser la única variable para que se reconozca su vital importancia). Paradigmático de lo anterior han sido tanto la ingenua negación de la relevancia del crecimiento económico por parte de la segunda administración de la Presidenta Bachelet, así como la actual banalización de la actividad parlamentaria y su descuido por velar por este crecimiento —por ejemplo, ya estamos tramitando el tercer retiro para comernos los ahorros previsionales y el TPP-11 sigue sin ser puesto en tabla por la Presidenta del Senado.
Así las cosas, estamos hoy cargados de elecciones y de candidaturas varias, pero se ha escuchado poco o nada acerca de cómo generamos crecimiento. Todos los debates han decantado en demagogia, promesas de repartija y buenismo que parecen más válidos para Noruega y Finlandia, que para nuestra atrofiada realidad y nuestro capital humano. Prescindiendo de ciertas propuestas de inciertos beneficios, pero de evidentes riesgos del diputado Gabriel Boric, tales como: 1) La cogestión empresarial (de escaso beneficio para los trabajadores), 2) La creación de un banco del desarrollo “a la China” (como si la Corfo y el Banco del Estado no cumplieran ya dicha función con una mejor y más transparente estructura) y 3) La añeja idea de un Estado “activo” que debe guiar el desarrollo y complejizar la matriz productiva (siendo que nuestro Estado y su burocracia no son siquiera capaces de distribuir cajas de alimentos)—, poco se ha discutido acerca de como retomar el crecimiento económico.
Debemos abandonar el romanticismo de asumir que nuestro Estado esta a la altura del Estado de Finlandia y que nuestro sistema educacional está produciendo el capital humano que tiene Noruega. Solo así podremos sincerar el debate y dejar de fantasear con un “desarrollo con perspectiva de género”, para poder retomar una senda realista que sincere tanto los riesgos como los costos de utópicas políticas de desarrollo, para que saquemos verdaderamente a los chilenos de la pobreza y quizás, de paso, a los economistas millennials de su burbuja.