Necesitamos un cambio profundo de paradigma en nuestro sistema de producción agropecuaria. Es momento de cuestionar con firmeza los falsos modelos de desarrollo que anteponen las ganancias a corto plazo por encima de la salud de los ecosistemas. Debemos hacer esta transición a nivel global, y pasar de la actual agricultura química, de monocultivo y degradación de suelos, hacia un modelo agrícola holístico y regenerativo como camino de verdadera prosperidad. La mejor manera de garantizar la seguridad alimentaria, lograr erradicar la pobreza y combatir la crisis climática, es apoyando sistemas agropecuarios resilientes que protejan la biodiversidad y fomenten la recarbonización de los suelos. Necesitamos políticas públicas que acompañen a los productores en esta transición y no dejen espacio a prácticas agrícolas insostenibles. En este sentido, me viene a la memoria una gran frase de Franklin D. Roosevelt que dice: “Una nación que destruye a su suelo, se destruye a sí misma”.
Quienes buscamos acelerar una transición hacia una nueva cultura regenerativa debemos ayudar a instalar en el debate público las temáticas que son realmente importantes. Uno de los temas centrales para salir de la crisis socioambiental que atraviesa la humanidad, es comprender el rol que cumplen los suelos en la salud de los ecosistemas y el grave peligro de degradación que sufren hoy, debido a prácticas agrícolas insostenibles. Según la FAO, el 33% del suelo mundial esta degradado. Resulta imperioso dar soluciones concretas que ayuden a regenerar su biodiversidad, porque la salud humana y la salud de todos los organismos del planeta dependen directamente de la salud de los suelos.
Los suelos cumplen una multiplicidad de funciones vitales. Son una inmensa reserva de biodiversidad, son la base de la agricultura y la seguridad alimentaria, ayudan a purificar el agua, a evitar inundaciones, regulan las emisiones de gases de efecto invernadero, promueven la salud de las plantas, los animales y los seres humanos. Para comprender su relevancia, los suelos albergan más del 25 % de la biodiversidad de nuestro planeta. Esta comunidad de organismos vivos mantiene fértiles los suelos, los nutre y, al mismo tiempo, alimenta y protege a las plantas. Otro dato importante a tener en cuenta es que el 95% de nuestros alimentos a escala global se produce directa o indirectamente en los suelos. ¿Cómo no va a ser central su cuidado y el conocimiento profundo de su funcionamiento?
Un tema esencial es su función en el ciclo del carbono. Los suelos sanos proporcionan el mayor almacén de carbono en la Tierra (¡más carbono que el almacenado en la atmósfera y la vegetación!). Pueden ayudar a regular la calidad del aire y las emisiones de gases de efecto invernadero a través de la fijación de carbono, que limpia el aire para que podamos respirar. Es decir, los suelos sanos, al igual que los árboles y los océanos, son grandes pulmones del planeta.
Millones de organismos vivos forman este fascinante ecosistema. Esta inmensa diversidad de seres es fundamental para la vida de los ecosistemas, desde aquellos que no podemos ver a simple vista, como las bacterias, los cientos de variedades de hongos hasta los ácaros, nematodos, lombrices, insectos y los animales vertebrados. ¡Un suelo sano es una fiesta de la diversidad! Para que se entienda, hay más biodiversidad bajo el suelo que encima de él: en UN SOLO GRAMO de suelo sano se pueden encontrar millones de células bacterianas, más de 100 metros de hifas fúngicas y miles de especies de microorganismos –de los cuales, solo conocemos en profundidad el 5%–. Hay más organismos vivos en una cuchara de suelo sano que seres humanos en la Tierra.
Estos microorganismos, junto a los componentes de la microfauna, forman la llamada microbiota del suelo. La actividad y diversidad de la microbiota condiciona la fertilidad del suelo, la estabilidad y funcionamiento de ecosistemas naturales y los agroecosistemas. En ninguna parte de la naturaleza se puede encontrar esa abundancia de especies como las que vemos en estas comunidades subterráneas. La diversidad microbiana genera una multiplicidad de relaciones beneficiosas que son determinantes para garantizar la salud de los ecosistemas.
Todos los organismos del suelo trabajan armoniosamente entre sí, forman un complejo sistema interdependiente y brindan una infinidad de servicios para sostener la vida en la Tierra. Gracias a la inmensa biodiversidad de hongos y bacterias, las plantas logran adquirir sus nutrientes y pueden crecer sanas.
Los microorganismos contribuyen a remediar la contaminación, sirven para controlar las plagas, enfermedades y parásitos, para descomponer materia orgánica, para mejorar la estructura material del suelo –un suelo sin lombrices, por ejemplo, puede perder hasta un 90% de su capacidad de absorción del agua–, son fuente de medicamentos naturales y ayudan a la purificación del agua.
Por todo esto, se dice que es el ecosistema más complejo y fundamental del planeta. Es, literalmente, una fábrica de vida, un gran organismo vivo.
De acuerdo con investigaciones de la FAO se pierden anualmente en el mundo 50.000 km2 de suelo fértil, una extensión similar a la de Costa Rica. Los suelos van perdiendo biodiversidad a ritmos acelerados como resultado, en gran medida, de la actividad humana.
Fruto de la deforestación, el pastoreo excesivo, los incendios de bosques, el uso de agrotóxicos, el cambio climático y prácticas agrícolas insostenibles, una tercera parte de los suelos agrícolas del mundo están degradados.
El coctel siniestro de erosión, pérdida de materia orgánica, pérdida de reservas de carbono, salinización y compactación, va convirtiendo a los suelos en desiertos. Según las Naciones Unidas, se prevé que para el año 2045 alrededor de 135 millones de personas en todo el mundo resulten desplazadas de los lugares que habitan en la actualidad como consecuencia de la desertificación.
Muchísimo es lo que podemos hacer para regenerar este ecosistema tan preciado. Un manejo saludable implica mantener una diversidad de cultivos, estimular el desarrollo de la microbiología, una labranza mínima o nula, fomentar la agroecología, la agroforestería y la ganadería regenerativa, evitar monocultivos, promover la adición de materia orgánica y abonos ecológicos, cultivos de coberturas, comenzar a compostar en los ámbitos familiares y espacios de trabajo, difundir conocimiento y concientizar sobre el suelo, sus funciones y las formas saludables –y rentables– de producir alimentos.
Necesitamos un cambio profundo de paradigma en nuestro sistema de producción agropecuaria. Es momento de cuestionar con firmeza los falsos modelos de desarrollo que anteponen las ganancias a corto plazo por encima de la salud de los ecosistemas. Debemos hacer esta transición a nivel global, y pasar de la actual agricultura química, de monocultivo y degradación de suelos, hacia un modelo agrícola holístico y regenerativo como camino de verdadera prosperidad.
La mejor manera de garantizar la seguridad alimentaria, lograr erradicar la pobreza y combatir la crisis climática, es apoyando sistemas agropecuarios resilientes que protejan la biodiversidad y fomenten la recarbonización de los suelos. Necesitamos políticas públicas que acompañen a los productores en esta transición y no dejen espacio a prácticas agrícolas insostenibles. En este sentido, me viene a la memoria una gran frase de Franklin D. Roosevelt que dice: “Una nación que destruye a su suelo, se destruye a sí misma”.