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COVID-19: un infierno para la mayoría Opinión

COVID-19: un infierno para la mayoría

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Felipe Cabello Cárdenas
Por : Felipe Cabello Cárdenas MD Professor Department of Microbiology and Immunology, New York Medical College. Miembro de la Academia de Ciencias y de la Academia de Medicina, Instituto de Chile.
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El examen de las políticas sanitarias destinadas a combatir la epidemia promulgadas por las dos consecutivas autoridades de Salud, superficialmente de diferente estilo, revelan una palmaria ignorancia de los conceptos fundamentales de la microbiología y de la epidemiologia. Hacen caso omiso del concepto de “contagio vivo”. La ignorancia de este concepto elemental, se advierte en la elaboración de las fatales e incompletas cuarentenas dinámicas, en el levantamiento de las cuarentenas y cordones sanitarios en poblaciones con altos niveles de infección, en la ausencia de un cierre de fronteras para evitar la entrada de variantes del virus y en el fracaso en aislar a los infectados y a la mayoría de sus contactos.


La información en los medios y las redes sociales respecto de los sufrimientos físicos y síquicos ocasionados por la epidemia de COVID-19 en Chile, describen una progresión sostenida de enfermedad y de muerte y de angustias y desalientos, que llevan más de un año de cruel evolución. Indudablemente esta trágica situación es el resultado, de manera importante, de las serias limitaciones teóricas y prácticas que sustentan las fragmentarias e incoherentes medidas sanitarias con las cuales se ha tratado de enfrentar esta tragedia de salud pública, por estos largos 15 meses, y las cuales permanecen prácticamente sin modificación, a pesar de su demostrado fracaso en contener las infecciones y las muertes. Ilustrado esto último por su todavía ascendente curva, por el reparo que ellas recientemente han merecido de expertos mundiales y de la prensa internacional y por datos que muestran que Chile, teniendo el 0.24% de la población del mundo, aporta un exceso de mortalidad que corresponde a un 1,1% de la mortalidad global por COVID-19.

La manera caótica e incompetente de enfrentar la epidemia, que podría haber sido parcialmente justificada al comienzo de ella, a estas alturas de su desarrollo aparece como inexplicable y sin ninguna legítima justificación racional o técnica. La dinámica e incontenida diseminación viral a través de la población, con su estela de padecimientos materiales y psicológicos, ha creado para la mayoría de ella una situación de sufrimiento, comparable a la de un real infierno en la tierra. El análisis de esta situación recuerda un tanto a lo que Dante decía en el Canto III de su poema Infierno (Divina Comedia, 1320): “Por aquí se va, a la ciudad doliente; por aquí se va, al eterno tormento; por aquí se va, tras la maldecida gente”. Al entrar Dante al Infierno el Canto III dice: “Aquí todo prudente temor debe ser abandonado y toda cobardía debe ser extinguida”, y es este espíritu el que anima este breve análisis de esta maligna situación.

[cita tipo=»destaque»]Este descalabro epidemiológico, además, ha producido violencias dramáticas contra la ética médica y una trasgresión de prácticamente todos sus principios, respecto de los derechos de las poblaciones vulnerables que han sufrido mayoritariamente el impacto de la epidemia y que son la pluralidad del país. En este contexto, el llamado del ministro de Salud a que se juzgue con “magnanimidad” sus repetidos desaciertos, aparece como desafortunado y fuera de lugar, ya que esta generosa magnanimidad ha estado ausente de sus errados planes sanitarios que han provocado tanta enfermedad y muerte, prevenible e innecesaria. [/cita]

El examen de las políticas sanitarias destinadas a combatir la epidemia promulgadas por las dos consecutivas autoridades de Salud, superficialmente de diferente estilo, revelan una palmaria ignorancia de los conceptos fundamentales de la microbiología y de la epidemiologia, necesarios para lidiar con el virus de manera fructífera. Por ejemplo, ellas hacen caso se omiso del concepto de “contagio vivo”, que fuera desarrollado durante el Renacimiento italiano y que aduce que el material contagioso, en este caso el virus, es capaz de multiplicarse (vivo) en la persona infectada y trasmitirse a otra persona donde también se reproduce, generando una cadena amplificada de infecciones en la población.

La ignorancia de este concepto elemental, se advierte en la elaboración de las fatales e incompletas cuarentenas dinámicas, en el levantamiento de las cuarentenas y cordones sanitarios en poblaciones con altos niveles de infección, en la ausencia de un cierre de fronteras para evitar la entrada de variantes del virus y en el fracaso en aislar a los infectados y a la mayoría de sus contactos. Esta última limitación, también ignora el concepto de portador asintomático de la infección como fuente de ella y como responsable de la mantención de la infección en la comunidad, concepto epidemiológico cardinal que fuera formulado más de 100 años atrás.

La noción aparentemente abstracta del “contagio vivo”, fue materializada durante el siglo XIX con la cuantificación de las infecciones producidas en la población y el análisis estadístico de ellas, lo cual permitió identificar las fuentes de infección humanas y ambientales, neutralizarlas y con ello bloquear su trasmisión, incluso antes de que los microorganismos fueron identificados como el “contagio vivo”, causantes de ellas. La ausencia de estos relevantes conceptos cuantitativos en la lucha contra la epidemia en Chile, se demuestra en el fracaso en identificar a la mayoría de los infectados (sintomáticos y asintomáticos) y sus contactos para contrarrestarlos como fuentes de infección, a través de su aislamiento.

Los parámetros cuantitativos usados para determinar el número de infectados y de fallecidos solamente través de PCR, las cuales continúan realizándose de manera limitada, resulta también en una visión que minimiza el real impacto sanitario del virus en la población, pero que es funcional a la imagen ilusoria de que la autoridad estaría controlando la diseminación viral. A mediados del siglo XX, avances en microbiología permitieron, además, cuantificar la producción de virus a nivel de las células infectadas de los individuos y, también, calcular el número de los virus necesarios para producir una infección.

En este contexto y con limitaciones, dado aún lo desconocido de este virus, se ha determinado que una persona infectada tiene aproximadamente de 1 a 100 billones (100 000 000 000) de virus en su cuerpo, de los cuales elimina al toser, estornudar y respirar, una ínfima fracción. Pero como, aproximadamente, solo se necesitarían de 1 000 a 3 000 virus para infectar a otra persona, esto explica parcialmente la alta infecciosidad de las personas infectadas y la fácil diseminación viral, ya que una persona infectada en un sitio cerrado (bus, metro, escuela, gimnasio, restaurante), elimina suficiente virus para potencialmente infectar a decenas de personas simultáneamente. Estos números también explican la facilidad con que el virus genera variantes que pueden escapar de la protección vacunal y la necesidad de prevenirlas, manteniendo bajos niveles de infección viral en la población.

La revisión cuidadosa de las continuas e intemperadas declaraciones y de los cambiantes planes epidemiológicos de los dos ministros de Salud que han lidiado con la epidemia, revela que ellas distan de estar basadas en estos principios científicos básicos. La ausencia de una vertebración científica en estos planes, se hace patente por sus negativos resultados y, además, por la vacuidad de las despistadas e ilógicas fanfarronerías del exministro y por los balbuceos enigmáticos y vacilantes de la actual autoridad, que revelan insolvencia para enfrentar este complejo problema epidemiológico.

Este abandono de la ciencia ha resultado en un manejo de la epidemia que ha generado, como dice el Dante, un “sitio de que hice ya advertencia, donde verás las gentes dolidas, que perdieron el don de la inteligencia” y que es un Infierno. Este infierno, además de apreciarse por el número de enfermos y de muertos que afecta a un número creciente de familias, es diariamente ilustrado en las redes sociales por los relatos angustiosos de amplios segmentos de la población temerosos de ser infectados y de morir, de perder el trabajo debido a la infección o a las inefectivas cuarentenas, de no tener que comer y de devenir en situación de calle, al no poder pagar el arriendo o las cuotas del préstamo habitacional.

La conjunción de una peste como el COVID-19, que ha generado un aumento del desempleo y de las ollas comunes para paliar el hambre, además de la metáfora del Infierno, hace recordar, también, a tres de los cuatro Jinetes del Apocalipsis: la peste, el hambre y la guerra. El COVID-19, que se ha diseminado en el país como resultado de erróneas políticas sanitarias, le ha traído a la mayoría de la población la miseria, el hambre y el Estado ha propuesto como una solución importante para esto la guerra, representada por el Estado de Excepción Constitucional y la continua represión policial y del Ejército, de irrelevante rol para controlar la epidemia.

Este descalabro epidemiológico, además, ha producido violencias dramáticas contra la ética médica y una trasgresión de prácticamente todos sus principios, respecto de los derechos de las poblaciones vulnerables que han sufrido mayoritariamente el impacto de la epidemia y que son la pluralidad del país. En este contexto, el llamado del ministro de salud a que se juzgue con “magnanimidad” sus repetidos desaciertos, aparece como desafortunado y fuera de lugar, ya que esta generosa magnanimidad ha estado ausente de sus errados planes sanitarios que han provocado tanta enfermedad y muerte, prevenible e innecesaria.

El señor ministro parece también olvidar que la ética médica ha sido construida para proteger a los individuos y las poblaciones que sufren el peso de erradas acciones médicas y no para beneficiar a los médicos que las ejecutan, y que sus llamados a la magnanimidad, escandalosamente subvierten y deforman grotescamente los objetivos de esta disciplina médica.

*A la memoria del Dr. Alejandro Goic G., gran médico, superior maestro y tenaz guardián de la práctica ética de la medicina.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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