Democratizar el país implica necesariamente reconocer la existencia de la corrupción sistémica y atacar los mecanismos de reproducción de ella y de la influencia oligárquica. En ese sentido, no hay que darse muchas vueltas para comprender dónde está la centralidad en esta materia: redistribuir la riqueza. Los caminos para ello son múltiples: reforma tributaria progresiva, negociación sindical ramal, reconocimiento y pago del trabajo doméstico y de cuidados, revisión del derecho de propiedad, crecimiento de los salarios mínimos, nacionalización de recursos naturales, entre otros que pueden ser indagados con el mismo fin.
Al día de hoy no cabe ninguna duda que como país estamos atravesando una de las crisis políticas más profundas de las últimas décadas. Reforzada por la crisis económica y la situación sanitaria, estamos probablemente acercándonos a un punto de inflexión en nuestra historia política. Pero ¿qué es lo que está en crisis?
Muchos nos asombramos probablemente con las declaraciones de Antonio Errázuriz (presidente de la CChC) despotricando contra el tercer retiro, porque los “obligaría a mejorar los ingresos de los trabajadores” (¡¿no sería eso algo bueno?!) o de Ricardo Ariztía plateando que las personas, dados los bonos del Gobierno, ya no querrían salir a trabajar, porque, bueno, “es el estilo y la idiosincrasia del trabajador chileno”. Pero la realidad es que estas opiniones no solo son las mismas que el empresariado ha sostenido sistemáticamente durante décadas, sino que además son aquellas con las que ha gobernado Chile durante ese mismo período. Y es esto, precisamente esto, lo que hoy está en crisis.
El fenómeno de la oligarquización de las sociedades es algo que ha concentrado el interés de muchos académicos y académicas a nivel global. Si bien las tendencias oligárquicas son una característica intrínseca (aunque subterránea) de las democracias liberales, la consolidación del neoliberalismo llevó estas tendencias al primer plano. Aquello que antes se veía como una amenaza, hoy en realidad es un signo de nuestro tiempo: corrupción sistémica, lobby, monopolios comunicacionales, concentración inédita de la riqueza y aumento de la desigualdad a niveles propios de las sociedades premodernas, son algunos de los elementos que lo caracterizan.
[cita tipo=»destaque»]Sin embargo, en tiempos normales y a diferencia de lo que vemos hoy, a los oligarcas no se los ve en primera línea (los livings de sus casas son sin duda más cómodos). En general, en la medida que exista un ordenamiento jurídico estable y una garantía y resguardo del derecho de propiedad, no necesitan gobernar directamente. Así, su influencia política no solo pasa desapercibida, sino que a partir de la constitucionalización de la igualdad formal, la omisión de las jerarquías socioeconómicas reales y la extensión de la democracia electoral (aún en su baja intensidad), pareciera que no gobernaran en absoluto: el régimen oligárquico se ve como una democracia.[/cita]
La idea es bastante intuitiva, cuando hablamos de oligarquía hablamos de un régimen político en el que los ricos utilizan la influencia que su riqueza les permite para servir a intereses privados a expensas del interés público. Estos intereses privados tienen que ver básicamente con la defensa de esa propia riqueza y las condiciones para su continua acumulación. La oligarquización de las sociedades no es algo que ocurra exclusivamente en sociedades “atrasadas”, sino que se trata de un fenómeno al que estarían asistiendo los propios países “avanzados”. La democracia liberal se muestra impotente frente al poder de la riqueza, y el resultado práctico es el desarrollo de regímenes políticos en los cuales las políticas que allí se desarrollan son sistemáticamente favorables al capital.
¿Y quiénes son estos oligarcas? En los términos del debate actual, podríamos decir que son los llamados “superricos”, el gran empresariado y sus portavoces políticos. Jeffrey Winters, uno de los académicos que reabrió a nivel global el debate sobre la oligarquía, plantea en su libro Oligarchy que son “actores que manejan y controlan concentraciones masivas de recursos materiales, que pueden ser desplegados para defender o aumentar su riqueza personal y las posiciones sociales exclusivas que poseen”. No es muy difícil pensar quiénes representan a estos actores en nuestro país.
Con todo esto en mente, hay que decirlo directamente: la democracia en Chile, la democracia de las últimas décadas hasta el día de hoy, si se me permite el oxímoron, ha sido una democracia oligárquica.
El carácter oligárquico de nuestra democracia y el modo en el que los ricos, producto de su riqueza, han sido capaces de influir en la contingencia política tiene múltiples expresiones, las que vistas en su conjunto deben entenderse como una forma de corrupción sistémica (el concepto es de Camila Vergara). Algunas de estas expresiones operan en el registro simbólico, como el hecho de que todos los presidentes rindan cuenta de manera periódica a Enade, pero jamás lo hayan hecho frente a organizaciones de trabajadores. Otras, han sido la simple y vulgar compra de políticos, como el caso de Jaime Orpis recién condenado por corrupción, o los grandes casos de financiamiento irregular a la política (SQM/Soquimich) de los que fuimos testigos hace unos años –que estos casos hayan terminado en clases de ética para los culpables, también es una muestra de la influencia y el daño oligárquico a las instituciones–.
Pero quizás la forma más efectiva y sutil de la influencia oligárquica puede verse en cada una de las reformas estructurales que se intentó llevar a cabo desde los 90 hasta la fecha, en las que la influencia oligárquica operó de forma tal, que al Congreso los partidos llegaron siempre jugados con anticipación.
Solo por poner un ejemplo, este fue el caso de las tres reformas importantes del Gobierno de Bachelet y la Nueva Mayoría (Laboral, Educacional y Tributaria), justamente el Gobierno que se decía menos concertacionista de la transición. Todas ellas terminaron siendo un fracaso respecto de las transformaciones que prometían y fue así, justamente, producto de la influencia oligárquica que estaba naturalizada como la forma de Gobierno.
En el caso de la reforma tributaria, estos mecanismos terminaron quedando a la vista de todos. Como mostró Francisca Skoknic en un reportaje para Ciper, el protocolo de acuerdo con el que se terminó desarmando por completo la propuesta originaria y que fue firmado por un grupo negociador de oficialismo y oposición en el Senado, en realidad no fue redactado ni negociado por los senadores. O sea, la famosa “cocina” de Zaldívar no fue sino una verdadera pantomima de la cocina real. Lo que ocurrió en verdad fue una negociación realizada en la casa de Juan Andrés Fontaine (representante del Grupo Luksic), con la presencia de su hermano Bernardo Fontaine (representante del Grupo Matte) y llevada adelante por el propio ministro de Hacienda del momento (Arenas). Es decir, la política del Gobierno fue sacar adelante una reforma tributaria negociando literalmente en el living de los representantes de los superricos. El daño oligárquico a la democracia no puede ser más evidente.
Sin embargo, en tiempos normales y a diferencia de lo que vemos hoy, a los oligarcas no se los ve en primera línea (los livings de sus casas son sin duda más cómodos). En general, en la medida que exista un ordenamiento jurídico estable y una garantía y resguardo del derecho de propiedad, no necesitan gobernar directamente. Así, su influencia política no solo pasa desapercibida, sino que a partir de la constitucionalización de la igualdad formal, la omisión de las jerarquías socioeconómicas reales y la extensión de la democracia electoral (aún en su baja intensidad), pareciera que no gobernaran en absoluto: el régimen oligárquico se ve como una democracia.
En Chile, el régimen constitucional oligárquico que ha ordenado la sociedad desde 1980 permitió que todo esto ocurriera. Hoy esto se ha resquebrajado y podemos verlos defendiendo el orden vigente en la esfera pública. La crisis actual entonces, lejos de ser algo negativo, en realidad debe verse como una oportunidad: podríamos estar asistiendo al ocaso de la República Oligárquica.
La irrupción del pueblo implicó un mandato de democratización que, para tomárselo en serio, requiere que primero asumamos el carácter oligárquico del orden político actual. Democratizar el país implica necesariamente reconocer la existencia de la corrupción sistémica y atacar los mecanismos de reproducción de ella y de la influencia oligárquica. En ese sentido, no hay que darse muchas vueltas para comprender dónde está la centralidad en esta materia: redistribuir la riqueza. Los caminos para ello son múltiples: reforma tributaria progresiva, negociación sindical ramal, reconocimiento y pago del trabajo doméstico y de cuidados, revisión del derecho de propiedad, crecimiento de los salarios mínimos, nacionalización de recursos naturales, entre otros que pueden ser indagados con el mismo fin.
En esta coyuntura histórica es importante tener claro que redistribuir poder implica necesariamente redistribuir la riqueza y cambiar sustantivamente sus lógicas de acumulación, de modo que esta pierda relevancia como vehículo de la influencia política. He ahí uno de los grandes desafíos que las fuerzas transformadoras enfrentan en lo que viene, solo así la irrupción del pueblo va a permitir construir al fin para Chile un régimen político que pueda llamarse verdaderamente democracia.