En el curso de una larga vida, en la que Humberto Maturana usó la bases de la ciencia biológica para elaborar teorías sobre el conocimiento, que tuvieran un impacto en la comprensión del entendimiento humano, el fallecido biólogo dejó una herencia intelectual abrumadora, cuyos alcances abarcan la filosofía, epistemología, psicología, neurociencias, antropología, sociología, educación, pedagogía, didáctica, ética y la política. Sobre esto último y de acuerdo a su pensamiento, la «democracia es una obra de arte», que requiere de un compromiso ético. «En la cultura que miente se valora la imagen y no la simple presencia del otro. Lo que se necesita es un compromiso ético en función del mundo en que se quiere vivir, y tiene que ser expresado en términos del deseo de convivencia que sirva de referencia para corregir los errores de la vida cotidiana».
Habiendo publicado 9 años antes uno de sus libros fundamentales, De Máquinas y Seres Vivos, junto a su exalumno y fraterno colaborador, Francisco Varela, en 1981 en un congreso en Zúrich, Suiza, Humberto Maturana sorprendió a la comunidad científica mundial cuando afirmó: «No existe información, una enfermedad en sí no existe. El conocimiento de la verdad es imposible”.
El alcance de sus dichos fomentó un revolución científica que tuvo impacto en las más amplias áreas del conocimiento. Desde las ciencias biológicas, Maturana elaboró una teoría del conocimiento que logró permear las capas de la filosofía, epistemología, psicología, neurociencias, antropología, sociología, educación, pedagogía, didáctica, ética y política.
Por esos años, y en el ocaso de su vida, el británico Gregory Bateson –célebre pensador del siglo XX que también cruzó diversas disciplinas, como psicología, antropología, lingüística y ciencia social, para teorizar sobre el conocimiento y la comunicación de manera determinante, incluso, para el estudio de la salud mental con su famosa teoría del «doble vínculo»–, en una suerte de epifanía, sugirió que para continuar sus revolucionarios estudios ahora se debía mirar hacia Chile: «El centro de estos estudios está ahora en Santiago de Chile, bajo un hombre llamado Maturana», sentenció.
Hace poco menos de 60 años, Humberto Maturana era un joven biólogo que comenzaba a hacer clases en el otrora Instituto de Ciencias, hoy Facultad de Ciencias de la Universidad de Chile. Entonces tenía algo más de 30 años y ya lo obsesionaba intentar dar respuesta a preguntas imposibles.
En una entrevista concedida a El Mostrador en 2013, con motivo de los 40 años de su famosa teoría de la «autopoiesis», recordó: «Yo me creía capaz de responder todas las preguntas, pero hubo una que me hizo un alumno en 1960 que no supe responder».
En esa clase Maturana estaba hablando de los primeros seres vivos en el mundo y calculó que la vida había comenzado hacía 2.800 millones de años. Entonces el alumno preguntó: «¿Qué comienza hace 2.800 millones de años, de modo que usted me dice ahora que los seres vivos comenzaron entonces?».
Al no saber qué responder, el biólogo invitó al estudiante a que regresara el próximo año y que para entonces le tendría una respuesta. Si regresó o no, nunca supo, pero desde se momento comenzó a madurar la respuesta sobre el origen de los seres vivos y por la que se demoró, no uno, sino diez años.
Maturana sentía que ya tenía la respuesta, pero le faltaba el concepto. Como su especialidad es la biología sistémica, el biólogo aventuró su teoría en términos moleculares. «Los seres vivos son sistemas de dinámicas cíclicas, cerradas en sí mismas, como redes de autoproducción de los componentes moleculares que las constituyen». En palabras simples, sería algo así como que los seres vivos se hacen a sí mismos, se autoproducen, de modo tal que el resultado de estos sistemas cíclicos de producción molecular es el mismo ser vivo.
El concepto que finalmente terminó por definir el proceso nació de una conversación anecdótica con un literato, Juan de Dios Bulnes. «Él me contó que su tesis había sido sobre el dilema del Quijote, que era si debía dedicarse a la producción (poiesis) de cuentos de caballería o a la praxis, la caballería misma. Esa es la palabra que yo necesito, me dije, ‘poiesis’, porque los seres vivos se producen a sí mismos. ¡Autopoiesis!».
¿Si los seres vivos son sistemas cíclicos cerrados que se autoproducen y el sistema nervioso lo es también, qué es lo que nos hace entender las cosas, qué hace que la gente pueda convivir, si la percepción no depende tanto de lo que está afuera sino de lo que ocurre en nuestro interior? Para Maturana la clave finalmente se arma en el lenguaje.
Esta función que se da en el lenguaje no responde a un conjunto de símbolos codificados mediante un consenso. Para Maturana lo fundamental es la acción del lenguaje y la interacción, es decir, la convivencia que se da en los seres humanos en el lenguaje. Y como se trata de una acción, no de un conjunto simbólico, el biólogo prefiere hablar de lenguajear.
De acuerdo a la lógica maturaniana, en la convivencia que se da en el lenguaje entre los seres humanos estriba la clave para entender cómo la experiencia es la que nos va dirigiendo en la vida, según cada circunstancia. Para entender esta nueva conceptualización, el profesor acuñó el concepto de «deriva natural», que se une a la evolución de las especies. Para el pensador, el vivir en convivencia y el conocer están siempre a la deriva, al igual que el navegante de un velero que ha perdido el motor de la nave, las velas y los remos y se halla a merced de las corrientes.
«Los organismos realizan su vivir en la tangente que va apareciendo momento a momento en el deslizarse en un entorno sin que ellos sepan para dónde van”. La sobrevivencia en el ejemplo dado, entonces, tiene que ver con las decisiones que se toman sobre la base de las experiencias. De modo que, si está a la deriva pero conoce la dirección y velocidad que toman las corrientes, podría calcular la hora y el destino.
La contribución de Maturana a esta nueva epistemología, para ciertas corrientes de la psicología y su aplicación en psicoterapia, resulta fundamental. Junto con el austriaco Konrad Lorenz, es uno de los primeros científicos de la biología que propusieron que el conocer es un fenómeno biológico.
En el libro Las Contribuciones de Humberto Maturana a las Ciencias de la Complejidad y la Psicología, del mexicano Alfredo Ruiz, se propone que, en la lógica del biólogo chileno, la misma vida debe ser entendida como un proceso de conocimiento. En tal sentido –explica Ruiz– debe ser «caracterizado como un sistema explicativo ontológico unitario de la vida y de la experiencia humana».
En el pensamiento de Maturana, la mente es un fenómeno que pertenece a la dinámica relacional del organismo. En su mirada, la mente, como fenómeno relacional, surge pues en la relación entre organismos y el medio. Desde esa óptica, también sostiene que, debido a que el sistema nervioso cambia a lo largo del crecimiento, se torna posible que «en nuestra soledad humana podemos tener experiencias que podemos distinguir como experiencias mentales porque ellas tienen sentido en nuestro dominio de relaciones como seres», creados en el lenguaje.
Junto a su trabajo estrictamente biológico, que lo llevó –antes de su entrada definitiva al campo del entendimiento humano– a ser postulado al Premio Nobel de Medicina, tras registrar por primera vez la actividad de una célula direccional de un órgano sensorial, junto al científico Jerome Lettvin del Instituto Tecnológico de Massachusetts, la investigación de Maturana lo condujo a impactar sustantivamente en el campo de la educación.
Luego de la publicación de su libro El árbol del conocimiento, en coautoría también con Varela, sus teorías tuvieron repercusiones claves en diversos aspectos del proceso educativo, fundamentalmente acerca de cómo las expectativas de quien observa intervienen en su evaluación del conocimiento que tiene un tercero sobre un determinado tema.
“La evaluación de si hay conocimiento presente o no, se da siempre en un contexto relacional, en el que los cambios estructurales que las perturbaciones gatillan en un organismo aparecen para el observador como un efecto sobre el ambiente. Es con respecto al efecto que el observador espera cómo valora los cambios estructurales que se gatillan en el organismo”, escribe en su obra de 1984.
“Desde este punto de vista, toda interacción de un organismo, toda conducta observada, puede ser valorada por un observador como acto cognoscitivo. De la misma manera, el hecho de vivir (…) es conocer en el ámbito de existir. Aforísticamente: vivir es conocer”, agrega el académico.
La democracia es una obra de arte. Así reza el título de uno de los tantos libros que dejó Maturana. Desde la posición del autor, es dable analizar la democracia desde la biología del amor. «El amor es la emoción más intensa de todas; es el dominio de las conductas en las cuales el otro surge como legítimo otro en condiciones seguras. No es una virtud, no necesita mayor entendimiento, son las condiciones en las que el otro surge en condiciones seguras de otro, en combinación con uno», expresa.
En este ensayo, que se estudia en diversas universidades, Maturana se refiere a las formas de relación naturales en la vida del ser humano, que hemos matado en una cultura de guerra y discordia.
Para mejorarse –plantea– hay que abandonar la negación sistemática de sí mismo y de los otros. «Nuestra fragilidad proviene de la falta de respeto y porque nos avergonzamos de ser amorosos. La felicidad es no tener nada que ocultar, no tratar de defender imágenes, haber vencido las apariencias, las máscaras, la competencia. La experiencia en la cultura actual es poco feliz porque busca una apariencia que no se logra, trata de satisfacer expectativas de otros con el esfuerzo ajeno», señala.
«En la cultura que miente se valora la imagen y no la simple presencia del otro. Lo que se necesita es un compromiso ético en función del mundo en que se quiere vivir, y tiene que ser expresado en términos del deseo de convivencia que sirva de referencia para corregir los errores de la vida cotidiana».
Para Maturana, así es la democracia.