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Tecnología política y nuevas constituciones o cómo hacer la cosa pública con palabras Opinión

Tecnología política y nuevas constituciones o cómo hacer la cosa pública con palabras

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Las constituciones pueden servir para una variedad de objetivos, no siempre democráticos, sino que también pueden ponerse al servicio de monarquías, imperios y regímenes discriminatorios. Las constituciones son, nos recuerda Colley, “las creaciones frágiles y de papel de seres humanos falibles. Dondequiera que existan, solamente funcionan bien en la medida que los políticos, los tribunales y la población respectiva tengan la capacidad y la voluntad de hacer esfuerzos sostenidos para pensar sobre ellas, revisarlas cuando sea necesario y hacerlas funcionar”.


Hace alrededor de siete décadas, el filósofo John L. Austin dictó su célebre conferencia titulada “Cómo hacer cosas con palabras”, en la que identificó que el lenguaje no solamente sirve para describir hechos, expresar emociones o prescribir comportamientos, sino que también puede cumplir la función “performativa” de constituir realidades culturales allí donde no existían, como por ejemplo, cuando alguien proclama “los declaro marido y mujer” o cuando alguien jura o promete desempeñar fielmente un cargo público como solemnidad para su investidura.

¿Qué hay de la República o la “cosa pública”? ¿Puede ser también hecha con palabras? En parte, sí. Por supuesto, toda comunidad política requiere de la concurrencia de una serie de factores materiales y espirituales para poder ser forjada y mantenida: una historia compartida, comunidad de intereses y valores, territorio, trabajo duro y a menudo derramamiento de sangre en guerras y revoluciones. Pero también hacen falta las palabras para constituir a la cosa pública. Dicho de otro modo, también se necesitan constituciones.

Esta es la tesis presentada por la historiadora Linda Colley en su más reciente libro titulado The Gun, the Ship, and the Pen (Profile Books, 2021). Oriunda de Reino Unido, donde la cultura de las constituciones escritas es prácticamente inexistente, esta historiadora de la Universidad de Princeton confiesa estar fascinada por los procesos de redacción constitucional que se pueden observar en todos los rincones del planeta desde mediados del siglo XVIII. Aunque estamos aún a la espera de la edición en castellano, se trata de una obra altamente recomendada para los convencionales constituyentes encargados de redactar una nueva Carta Fundamental para Chile.

[cita tipo=»destaque»]No se trata aquí de venerar el pasado de manera irreflexiva, sino más bien de esforzarnos por rescatar nuestras mejores tradiciones. Como alguna vez dijo Mahler, la tradición no es la adoración de las cenizas, sino la preservación del fuego. O según apuntó Vicente Pérez Rosales en sus Recuerdos del Pasado: “Para mí lo bueno no envejece, ni dejo ahora de acatar lo nuevo siendo bueno, con todo el ardor de mis primeros años”. Es de esperar que ahora nuestros nuevos constituyentes sepan mantener encendidos el fuego y el ardor del constitucionalismo chileno con toda su rica historia.[/cita]

Su tesis principal, encapsulada en el título de la obra, consiste en que ha sido gracias al fenómeno de la “guerra híbrida” (esto es, librada tanto en tierra como por mar) que se han producido y acelerado la gran mayoría de los procesos de redacción constitucional de los últimos 250 años. Si bien la autora no siempre se hace cargo de explicar la diferencia entre causalidad y mera correlación en los eventos que documenta, lo cierto es que su argumento principal resulta bastante persuasivo: en tiempos de crisis para una comunidad (como, por ejemplo, la década de 2010-2020 que se ubica en la línea de falla de múltiples erupciones políticas en Chile y el mundo), las constituciones escritas son verdaderas piezas de “tecnología política”, albergando la promesa de que “las cláusulas y palabras en ellas contenidas traerán consigo una nueva y mejorada realidad. Las nuevas constituciones ofrecen o pueden aparentemente ofrecer, el prospecto de transformaciones positivas y emocionantes”, apunta Colley.

La revista histórica de Colley incluye los casos más emblemáticos de experimentación constitucional, como la Constitución de Estados Unidos o las constituciones revolucionarias y napoleónicas en Francia, pero también casos menos conocidos como Córcega, Haití, las Islas Pitcairn, Tahití, Hawái, Túnez y Japón. Todavía más, la autora dedica especial atención al desarrollo del constitucionalismo en Hispanoamérica, lugar que es descrito como “un motor y arena de creatividad constitucional desde la década de 1810”.

Colley relata cómo incluso un notable jurista y filósofo de la época, el británico Jeremy Bentham, se abocó a la tarea de escribir a los líderes de las emergentes naciones americanas para ofrecer sus servicios como legislador y redactor de nuevas constituciones. Como señala Joaquín Trujillo Silva en su monumental monografía sobre Andrés Bello, particularmente célebre entre nosotros es la misiva supuestamente enviada por Bentham al entonces Director Supremo Bernardo O’Higgins, ofreciendo su pluma para redactar un “cuerpo legal armónico y completo”, para lo que el inglés veía como un “campo virgen para la legislación”.

Trujillo afirma que el Bentham de este anecdótico episodio se nos presenta claramente como un vendedor de milagros, cuya audacia e ignorancia llegan a dar pudor. Y es que durante aquellos primeros años de ensayos constitucionales Chile ya contaba con un nutrido cuerpo jurídico de Derecho Indiano, además de cierta experiencia en reglamentación constitucional. Todavía más, como también señala Colley, el constitucionalismo chileno de la década de 1820 presenta algunas continuidades con la Constitución de Cádiz de 1812. Producto de las Cortes reunidas en esa ciudad ibérica en 1810, con la participación de delegados provenientes de todo el imperio español, incluyendo Sudamérica y las Filipinas, esta nueva Constitución española se caracterizó por ser un documento que procuraba diseñar una monarquía limitada y una ciudadanía multiétnica más inclusiva. En términos de su influencia ideológica y a pesar de que nunca fue completamente implementada, Colley caracteriza al texto de Cádiz como una verdadera “game-changing constitution”.

Colley concluye que debemos ser cautos frente a lo que se puede esperar de un nuevo texto constitucional. En tanto herramientas de tecnología política, las constituciones pueden servir para una variedad de objetivos, no siempre democráticos, sino que también pueden ponerse al servicio de monarquías, imperios y regímenes discriminatorios. Las constituciones son, nos recuerda Colley, “las creaciones frágiles y de papel de seres humanos falibles. Dondequiera que existan, solamente funcionan bien en la medida que los políticos, los tribunales y la población respectiva tengan la capacidad y la voluntad de hacer esfuerzos sostenidos para pensar sobre ellas, revisarlas cuando sea necesario y hacerlas funcionar”.

Todos estos antecedentes sobre la historia constitucional de Chile y el mundo que se pueden encontrar en la reciente obra de Colley, nos remiten a la discusión sobre la temida “hoja en blanco”, ahora que nuestro país se encuentra ad portas de comenzar una nueva aventura constitucional. En realidad, no parece haber cosa tal como una tabula rasa cuando se trata de redactar una nueva Constitución en 2021. Ello no solamente debido a que la propia reforma constitucional de 2019 ha fijado ciertos “márgenes e interlineado” para el nuevo texto, incluyendo el deber de respetar el carácter de República del Estado de Chile, su régimen democrático, las sentencias judiciales firmes y ejecutoriadas y los Tratados Internacionales ratificados por Chile y que se encuentren vigentes (art. 135, inciso final de la actual Constitución). En adición a esto, y siguiendo la doctrina francesa del “bloque de constitucionalidad”, se puede decir que existe una tradición constitucional en Chile cuyo contenido y principios han de informar el texto de una nueva Carta Fundamental.

Este “bloque de constitucionalidad chileno” incluye la larga trayectoria de textos constitucionales de nuestra historia, comenzando con los primeros reglamentos y ensayos, pasando por las constituciones más estables como las de 1833 y 1925, hasta llegar a la actual Constitución de 1980. Existen disposiciones del actual texto constitucional que vale la pena preservar, tales como la afirmación de su artículo primero, consistente en que las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos (directamente inspirada en el artículo primero de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948) o el reconocimiento de tales derechos fundamentales como un límite al ejercicio de la soberanía, en su artículo 5º, inciso segundo.

El respeto por los derechos de las personas es de larga y venerable data en el derecho hispánico y es, quizás, uno de los legados más importantes de nuestra historia constitucional en sentido lato. Tal respeto se remonta hasta la Carta Magna Leonesa de 1188, la cual ya consagraba un cuerpo de derechos 27 años antes que la más afamada Carta Magna Inglesa y que ha sido reconocida por la Unesco como el origen del parlamentarismo europeo. La Carta Magna Leonesa es nuestro legado y también debería formar parte de nuestro bloque de constitucionalidad, algo que nuestros nuevos convencionales constituyentes no deben olvidar.

No se trata aquí de venerar el pasado de manera irreflexiva, sino más bien de esforzarnos por rescatar nuestras mejores tradiciones. Como alguna vez dijo Mahler, la tradición no es la adoración de las cenizas, sino la preservación del fuego. O según apuntó Vicente Pérez Rosales en sus Recuerdos del Pasado: “Para mí lo bueno no envejece, ni dejo ahora de acatar lo nuevo siendo bueno, con todo el ardor de mis primeros años”. Es de esperar que ahora nuestros nuevos constituyentes sepan mantener encendidos el fuego y el ardor del constitucionalismo chileno con toda su rica historia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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