La Convención Constitucional tiene mucho poder –nada menos que el de dictar su propio reglamento y, más aún, el de aprobar y proponer al país una nueva Constitución–, pero carece de competencia para alterar las normas previamente aprobadas para ella. Crear o producir nuevo derecho, entonces, pero en el marco de un derecho previamente dado en cuanto a la existencia, nombre, conformación, elección y denominación de sus integrantes, plazo de trabajo y mayorías para adoptar acuerdos de la Convención. Es a eso a lo que estamos llamados. “¡Cosas de abogados!”, podría exclamar alguien, despectivamente. Lo único que podría responderle sería que no olvidara que una Constitución Política es también un texto jurídico.
Las constituciones que ha tenido nuestro país se han llamado “Constitución Política de la República de Chile”. Se trata, entonces, de textos de ese carácter –políticos–, y esto no solo en cuanto a su origen, sino también en cuanto a sus instituciones, contenidos y consecuencias. Pero las constituciones de los países tienen también un carácter jurídico y, por tanto, se expresan en un texto normativo que ocupa la más alta jerarquía dentro del ordenamiento jurídico vigente en un lugar y tiempo determinados. Es por esto que se alude a ellas con la expresión “Ley Fundamental”, como una manera de diferenciar a las constituciones de las leyes ordinarias o comunes que aprueba el Congreso Nacional, de las políticas públicas que adoptan los distintos y sucesivos gobiernos, de las resoluciones administrativas de las autoridades a nivel nacional, regional y comunal, y de las sentencias de los jueces.
Todas las autoridades que están detrás de cada una de tales manifestaciones del poder –Presidencia de la República, Congreso Nacional, Administración del Estado, Poder Judicial– deben ejercer sus respectivas competencias en el marco de la Constitución vigente, reconociendo su superior jerarquía y subordinándose a ella. Una Constitución no sustituye a tales autoridades, lo que hace es identificarlas y regularlas; no las priva de sus competencias para dictar otras normas, lo que hace es otorgarles esas competencias y sujetar tales normas a las superiores de la Carta Fundamental. En este sentido, el derecho es autopoiético, o sea, es un orden que regula su propia creación.
La Convención Constitucional va a producir un documento de tipo político, aunque, a la vez, sustentado en un texto de carácter jurídico. En tal sentido, la Convención va a realizar un acto de producción de derecho, de un nuevo derecho constitucional para el país, y, para hacerlo, tendrá que aplicar derecho. ¿Cuál? Aquel derecho que se incorporó a la actual Constitución por medio de la reforma que, en diciembre de 2019, autorizó el actual proceso constituyente y determinó desde el nombre hasta la composición de la Convención, pasando por la manera de elegir a sus integrantes, denominación de estos y quórum para adoptar las nuevas normas constitucionales. Así las cosas, los constituyentes escribiremos una nueva Constitución desde una hoja en blanco, pero no por ello desde cero: tendremos que reconocer y aplicar en nuestro trabajo las normas de la reforma constitucional antes aludida, sin perjuicio de acordar, en ese mismo marco, las de nuestro reglamento interno.
Toda creación de derecho es a la vez aplicación de derecho, y la nueva Constitución, con ser claramente una creación de derecho, será también, y lo está siendo ya, una aplicación de derecho, del derecho que relativo a ella y a su trabajo se aprobó por medio de la mencionada reforma constitucional. Eso lo saben muy bien los constituyentes con formación jurídica, y es un avance que cualesquiera hayan sido las ambigüedades que pudieron mostrarse en el tiempo de campaña, haya ahora un cierto consenso sobre el particular. La Convención Constitucional tiene mucho poder –nada menos que el de dictar su propio reglamento y, más aún, el de aprobar y proponer al país una nueva Constitución–, pero carece de competencia para alterar las normas previamente aprobadas para ella.
Como se ve, una situación muy distinta de la ocurrida con la Constitución de 1980. La dictadura que tomó el poder en nombre de restablecer el imperio de la Constitución de 1925, no tardó en prescindir por completo de dicha Carta Fundamentaly, tanto desde una hoja en blanco como desde cero, o sea, sin reconocer ninguna norma previa, en pasar a adoptar una nueva Constitución, cuyos redactores no tuvieron otras directivas que no fueran los deseos de la entonces Junta Militar de Gobierno y de su capitán general. En cuanto al plebiscito que la “validó”, tuvo todas las características de los que impulsan las dictaduras: sin registros electorales, sin partidos políticos, sin oposición organizada, sin apoderados de esta en el recuento de votos, y sin libertad de reunión ni de prensa.
La nueva Constitución no responde a un esquema como ese, porque provendrá de una instancia y reglas ya aprobadas, pocas, es verdad, y tanto mejor, pero que dicha instancia no podrá desconocer. Crear o producir nuevo derecho, entonces, pero en el marco de un derecho previamente dado en cuanto a la existencia, nombre, conformación, elección y denominación de sus integrantes, plazo de trabajo y mayorías para adoptar acuerdos de la Convención.
Es a eso a lo que estamos llamados y no a retrotraernos a 1810 o cualquier otro momento fundacional de ruptura, en un caso con la monarquía española, y en el otro –1980– con el orden constitucional establecido por la Constitución de 1925. La nueva Carta Magna reemplazará a la actual, pero, a la vez, encuentra su punto de partida en esta.
“¡Cosas de abogados!”, podría exclamar alguien, despectivamente, ante razonamientos como los hechos en esta columna, y lo único que podría responderle sería que no olvidara que una Constitución Política es también un texto jurídico.