En materia de desigualdad económica, su persistencia por siglos no se puede explicar por el modelo de desarrollo capitalista que Chile emprendió hace 30 años, ni tampoco por la ausencia de gasto social o por un sobreconservadurismo en el plano fiscal, como muchos pretenden enarbolar. Más bien hemos evidenciado dos verdades que deberían ser consideradas en el debate constitucional: primero, que el ciclo de crecimiento económico (1990-2013) ayudó a disminuir dicha desigualdad y a mejorar la movilidad social, a tal punto que la concentración de la riqueza bajo “el modelo” no era mucho más alta que durante la “vía chilena al socialismo”. Y, segundo, que la última década de expansión del gasto social no ha contribuido a disminuir la desigualdad, en gran parte debido a que nuestro Estado ha crecido sin responsabilidad, ya que este no se ha profesionalizado ni se ha hecho más eficiente en sus políticas públicas.
Hemos evidenciado en este mismo medio ciertos aspectos de nuestra desigualdad económica que resultan fundamentales para tener un debate razonable dentro de la futura Convención Constitucional que se nos avecina. Sin duda la desigualdad en nuestro país es uno de los temas más mencionados en el debate nacional, por lo que debemos tomárnosla muy en serio y con altura de miras, para así avanzar con acuerdos en vez de con polarización. En la primera parte de esta columna, publicada en El Mostrador la semana pasada, expuse dos puntos que no debemos desestimar; a saber, que la desigualdad en Chile es alta, pero en los últimos 30 años ha disminuido –y no aumentado como creen algunos—, gracias a que el crecimiento económico se tradujo en mejoras para todos y dichas mejoras recayeron en mayor proporción sobre los sectores más necesitados (Valdés, 2018; Urzúa, 2018) y que Chile no es el país mas desigual de la región, además de que nos ubicamos cerca del promedio regional. En síntesis, ni muy mal ni muy bien en materias de desigualdad económica dentro de nuestra desigual región.
Ahora bien, una vez que nos hemos despojado de aquellos dos mitos superficiales en torno a la desigualdad, en esta segunda columna veremos más a fondo otros dos elementos clave respecto a la discusión de la desigualdad. Primero, su elemento persistente y condición histórica y, segundo, su relación con el tamaño del Estado y la política pública.
Primero, debemos reconocer que América Latina es una de las regiones del mundo con la mayor desigualdad de ingresos y que esta es histórica y crónica (PNUD, 2017). Lamentablemente, Chile es parte de aquella triste realidad regional. No obstante, esta desigualdad crónica e histórica difícilmente puede explicarse por la mera presencia de algunas modernizaciones lideradas por el capitalismo y por el libre mercado en Latinoamérica. De hecho, son pocos los países de la región que han abrazado seriamente el libre mercado y las reformas impulsadas por la libertad económica y el libre comercio. Sin embargo, tanto los países capitalistas como los no tan capitalistas de América Latina obtienen resultados muy similares en las clasificaciones de desigualdad.
Es decir, los países de Latinoamérica representan un clúster o un conjunto anómalo caracterizado por altos niveles de desigualdad económica y social, independientemente del modelo de desarrollo adoptado por los diversos países. En otras palabras, existe una persistencia de enormes disparidades sociales y económicas en América Latina en distintas épocas, con diversos modelos de desarrollo y bajo diferentes regímenes políticos. La desigualdad económica en Latinoamérica pareciera ser una condición de larga data, enraizada en la historia, instituciones y en la cultura del continente, más que en el modelo adoptado en las últimas décadas (Eyzaguirre, 2019; Gootenberg, 2004).
Esto sugiere que la causa subyacente de la desigualdad crónica en Latinoamérica no la encontramos necesariamente en el proceso modernizador capitalista que impulsaron Chile y algunos otros países de la región, sino que más bien pareciera ser un subproducto persistente y de largo plazo de ciertos patrones culturales y étnicos e instituciones extractivas establecidas durante los procesos de colonización y de dominio por parte de los agentes colonizadores (Dell, 2010). Así, pareciera existir un rol persistente y significativo de las instituciones históricas y el impacto de la historia colonial y formas culturales arraigadas de un país en su desempeño y desigualdad económica hoy (Acemoglu y Robinson, 2012).
De hecho, la persistencia histórica de la desigualdad se ve también reflejada en las estimaciones empíricas realizadas por Flores, Sanhueza, Atria y Mayer (2019), respecto a la evolución de la concentración de la riqueza en Chile. Los autores estiman que la concentración en el 1% más rico reporta una caída entre 1990-1995; pero un aumento posterior sitúa la cifra del año 2015 casi en el mismo nivel que la de 1995. Es decir, la desigualdad en la concentración de la riqueza se ha mantenido casi constante en la última década y ha retrocedido levemente respecto a los años 90. Además, en el mismo estudio los autores reconocen que la concentración de la riqueza en Chile siempre ha sido alta si la analizamos entre las dos series históricas 1964-1973 y 1990-2017. Así, la concentración de ingresos del 1% más rico durante el período 1963-1973 era cercana al 13% promedio; mientras que, durante el proceso de modernización capitalista chileno, después de 1990, la concentración del ingreso experimentó una considerable caída ‒desde sus niveles más altos durante la dictadura con 17% en 1981‒, llegando a niveles cercanos al 14.4% en el 2013 (Flores, et al., 2019). Es decir, Chile no era mucho más desigual en el 2013 ‒en plena modernización capitalista‒ que en el año 1971, en plena vía chilena al socialismo.
Todo lo anterior ha sido confirmado por el análisis histórico de Javier Rodríguez (2017), quien ha construido una base de datos importante respecto a la evolución de la distribución del ingreso en Chile desde 1850 hasta el 2009, ofreciéndonos la más larga y detallada visión respecto al fenómeno. Rodríguez destaca que, aunque con fluctuaciones y ciclos distintos, la desigualdad en la distribución de los ingresos en Chile, desde 1850 hasta ahora, siempre ha sido alta. De hecho, el coeficiente de Gini estimado por Rodríguez siempre supera el valor de 0,45, lo que corresponde a una alta desigualdad según los criterios internacionales.
Esta evidencia permite afirmar que la desigualdad en Chile siempre ha sido alta, independientemente del modelo económico de desarrollo adoptado y que los períodos positivos de reducción de la desigualdad no fueron lo suficientemente decisivos como para alterar esta enraizada tendencia. Además, Rodríguez (2017) señala que los mejores momentos, tanto en la reducción de la desigualdad como en la distribución de los ingresos en Chile, fueron los periodos 1873-1903 y 1938-1970. Lo interesante de esto es que, en ambos casos de reducciones de la desigualdad, Chile tenía modelos de desarrollo diametralmente opuestos, con un rol del Estado en materias socioeconómicas totalmente diferentes entre sí: bastante pasivo y no intervencionista en el primer periodo y muy activo e intervencionista en el segundo ciclo.
En suma, la evidencia estadística, histórica e institucional de distintos estudios confirma nuestra intuición inicial: Chile y Latinoamérica poseen una profunda y enraizada desigualdad que no pareciera relacionarse con el proceso de modernización capitalista. En otras palabras, somos desiguales de manera estructural y cultural y no por culpa del tan vilipendiado modelo. Luego, como primera conclusión, podemos reconocer que la desigualdad económica en Chile siempre ha sido alta, sin importar el modelo económico que el país ha adoptado en los últimos treinta años. Más bien, los orígenes de dicha desigualdad parecieran remontarse a rezagos de instituciones coloniales y ciertas prácticas extractivas y culturales que poco y nada tienen que ver con los mercados o con el capitalismo que Chile ha adoptado (Eyzaguirre, 2019; Dell, 2010). Más bien, la evidencia sugiere que el proceso modernizador chileno, desde 1990 hasta la fecha, ha contribuido a disminuir levemente aquella enraizada e histórica desigualdad.
Segundo, y relacionado con la evidencia expuesta, podemos reconocer que tener un Estado intervencionista y abultado no es una condición ni necesaria ni suficiente para disminuir la desigualdad económica. El hecho de que Chile era prácticamente similar en su concentración de la riqueza entre el ciclo político intervencionista 1963-1973 y el ciclo político pro mercado 1990-2013 es paradigmático de lo anterior. De la misma forma, basta con ver alrededor de nuestro vecindario para darnos cuenta de que tener un Estado grande e intervencionista no necesariamente ayuda a erradicar la desigualdad. Brasil, por ejemplo, posee un Estado y una burocracia del tamaño de los países europeos, no obstante, tiene una desigualdad incluso más elevada que la nuestra, a pesar de tener elevados impuestos e innumerables programas de gasto público y social. La evidencia histórica en Chile y la evidencia comparada en Brasil nos ayudan a entender entonces que tener un Estado grande y en expansión, no necesariamente ayuda a resolver nuestros problemas de desigualdad.
Relacionado con el rol del Estado en disminuir la desigualdad, en Chile existe el mito de que hemos priorizado la billetera fiscal y la responsabilidad del gasto público por sobre la ayuda social y por sobre las necesidades de la gente. Lo anterior es falso y no se condice con la evidencia. De hecho, en los últimos treinta años el gasto social en el país ha crecido de forma acelerada, con una tasa real de expansión anual promedio de un 8,3%, mientras que nuestro PIB ha crecido a la mitad de dicha velocidad (4,6% promedio). Así, nuestro gasto social se ha expandido a una velocidad que casi dobla a nuestro crecimiento. Este gasto social en aumento debe evaluarse además junto con la expansión del Estado chileno.
Cabe destacar, entonces, que en Chile la burocracia del Estado es hoy enorme y es además ineficiente y anticuada (CEP, 2017). Chile es hoy el país con más ministerios de la OCDE (24 en total). Por ejemplo, el Congreso Nacional empleaba a menos de 350 personas en 1990 y hoy a casi a 3 mil. Al 2018, según estadísticas del INE, alcanzamos un millón de empleados públicos, con un crecimiento del número de funcionarios de un 26,3% en solo cinco años. Podemos ver que el Estado ha crecido considerablemente y no parece extraño que este haya alcanzado hoy su mayor envergadura en 30 años.
No obstante, a pesar de este doble efecto de una expansión del gasto social y una expansión considerable del Estado, la desigualdad en Chile no ha disminuido lo suficiente en esta última década. Más aún, dicha desigualdad ha disminuido menos entre el 2013-2021 —bajo un Estado y gasto social en evidente expansión—, que bajo el ciclo 1990-2013, donde teníamos un tamaño del Estado liviano, pero con un gran crecimiento económico que impulsaba la movilidad social.
Como segunda conclusión, entonces, podemos establecer que tener un Estado grande, intervencionista y “solidario” no pareciera ser el camino más adecuado para disminuir nuestra enraizada desigualdad. Asimismo, más burocracia estatal y más gasto social —por parte del Estado central— no ayudarían a reducir la desigualdad económica, si dicho gasto social no va acompañado de buenas políticas públicas focalizadas y de un Estado eficiente y profesional. Sin crecimiento económico, complementado con una modernización del Estado y una reforma profunda a su burocracia y gestión, por más impuestos, redistribución y ayuda social que inventemos, la desigualdad seguirá enraizada como lo ha sido siempre en nuestra historia.
En definitiva, como hemos visto en esta segunda columna, en materia de desigualdad económica, su persistencia por siglos no se puede explicar por el modelo de desarrollo capitalista que Chile emprendió hace 30 años, ni tampoco por la ausencia de gasto social o por un sobreconservadurismo en el plano fiscal, como muchos pretenden enarbolar. Más bien hemos evidenciado dos verdades que deberían ser consideradas en el debate constitucional: primero, que el ciclo de crecimiento económico (1990-2013) ayudó a disminuir dicha desigualdad y a mejorar la movilidad social, a tal punto que la concentración de la riqueza bajo “el modelo” no era mucho más alta que durante la “vía chilena al socialismo”. Y, segundo, que la última década de expansión del gasto social no ha contribuido a disminuir la desigualdad, en gran parte debido a que nuestro Estado ha crecido sin responsabilidad, ya que este no se ha profesionalizado ni se ha hecho más eficiente en sus políticas públicas.