La Convención Constitucional debe revisar la actual institucionalidad monetaria, redactando una nueva Ley Orgánica para el Banco Central que reemplace a aquella surgida en dictadura y mantenida en el periodo 1990-2021. Una nueva Carta Orgánica debe acotar el poder de un organismo cuyas autoridades están tan blindadas y alejadas del poder ciudadano, que lo transforman en un ente de difícil inserción en una sociedad democrática. Por supuesto, se deben retener aspectos positivos del banco, como son la capacidad técnica, conocimiento y dedicación de sus funcionarios, de distintos niveles. También sería positivo rescatar su tradición histórica, inaugurada en 1925-26, de acoger dentro del banco a los gremios, la sociedad civil y los sindicatos, tendencia que sufrió un grave retroceso con el quiebre de la democracia en 1973 y que se mantiene hasta la actualidad.
Gabriel García Márquez, en su famosa novela El general en su laberinto, relataba, con inigualable maestría, el ocaso del general Simón Bolívar tras desplegar su acción libertadora en América del Sur. La novela es un testimonio literario de cómo los días de gloria de personas e instituciones no son eternos, entrando muchas veces a un inexorable ocaso. En Chile, hay instituciones y personas que parecen estar llegando también a su “ocaso”. Un caso pertinente es el llamado “Banco Central independiente”, cuya estructura institucional actual es herencia directa e intocada de lo dispuesto por el régimen militar de Pinochet en 1989, su último año, a través de su Carta Orgánica que rige hasta hoy.
Los bancos centrales son monopolios de la creación de dinero, entidades generalmente distantes y con un gran poder discrecional. Por ende, son vistas con escepticismo por aquellos que aspiran a tener economías competitivas y sociedades genuinamente democráticas. En contraste, la mitología actual es que estamos en presencia de un bastión de la estabilidad monetaria, un verdadero baluarte que debiera permanecer inmutable a los nuevos vientos de cambio que soplan en el país. Se argumenta el gran éxito que es tener en la actualidad una inflación anual de 3 por ciento (mejora, sin duda, respecto al registro histórico), aunque la simple matemática financiera indica que, a esta tasa de crecimiento de los precios internos, el peso chileno pierde cada década cerca de un tercio de su poder de compra en bienes de consumo, debilitando su rol de reserva de valor y afectando principalmente a los que viven de un salario o ingreso fijo.
En esta columna reseñaremos brevemente el rol del Banco Central en el último siglo, sus mutaciones institucionales hasta llegar a su actual forma institucional, preservada sin alteraciones en los últimos treinta años. Finalmente, identifica áreas de reforma y transformación a ser consideradas por la Convención Constitucional que lleven a un Banco Central renovado y funcional para la nueva etapa que se inicia Chile.
En los primeros 115 años de la vida independiente de Chile, entre 1810 y 1925, el país comenzó su desarrollo económico sin un Banco Central. Hubo amplios ciclos de prosperidad económica que no requirieron de un monopolio monetario que extrajera un señoreaje a los tenedores de dinero (diferencia entre el valor del dinero y el costo de producirlo). En gran parte del siglo XIX el sistema monetario prevaleciente era bimetálico y la creación de dinero estaba condicionada a la disponibilidad de oro y plata, metales que se acuñaban según una relación de intercambio fijada por la Casa de Moneda. Entre las décadas de 1860 y 1890 circulaban los billetes emitidos por los bancos comerciales –el “billete bancario”– y el público escogía aquellos que les parecían más solventes.
Al mismo tiempo, surgió el “billete fiscal” cuando el Estado tuvo que financiar la Guerra de España, la Guerra del Pacífico y la Guerra Civil de 1891 de la Armada contra el Presidente Balmaceda. En estos episodios, y otros, se declaraba la inconvertibilidad de los billetes en metálico. Después de un experimento fallido de adopción del patrón oro entre 1895 y 1898, se prohibió le emisión de nuevos billetes bancarios y se decretó que solo los billetes fiscales podían circular en la economía. Después de varias propuestas en las dos décadas siguientes, se crea en 1925 un Banco Central, siguiendo las recomendaciones de la misión extranjera –contratada por el Presidente Arturo Alessandri Palma– encabezada por el “doctor monetario”, el profesor de la Universidad de Princeton Edwin Kemmerer.
Kemmerer y sus colaboradores propusieron, con la aprobación del Parlamento chileno, establecer un Banco Central junto a la Contraloría General de la República, una nueva Ley de Bancos y que Chile entrara nuevamente el patrón oro, régimen monetario que duraría de facto hasta 1931 y de jure hasta 1932, años en que la Gran Depresión mundial azotó con fuerza a la economía chilena. Kemmerer ya estaba creando banco centrales en otros países, como Perú, Colombia, Ecuador, las Filipinas y otras naciones. El Banco Central que nacía solo podía destinar el 30 por ciento de sus colocaciones al fisco y el resto iba a bancos comerciales y empresas. Su capital podía ser suscrito por particulares y su directorio incorporó representantes gremiales, ministros de Estado y un representante de la Confederación del Trabajo de Chile. Años más tarde, el banco fue enteramente estatizado y su directorio nombrado por los gobiernos de turno. También formaban parte de las decisiones estratégicas los gerentes de sus áreas funcionales (cambios internacionales, política monetaria, política financiera).
El Banco Central convivió con periodos de inflación crónica superior al 20 por ciento promedio anual a partir de la década de 1940. Las mayores aceleraciones inflacionarias tuvieron lugar en la década de 1950, durante el Gobierno del general Carlos Ibáñez del Campo, y en los 1970, tanto en la administración del Presidente Allende como en la dictadura militar de Pinochet. ¿Podemos decir que el Banco Central era el “causante final” de la inflación en esos periodos? Sí influía al proveer dinero para cubrir necesidades de financiamiento del fisco en una dinámica exacerbada por espirales de salarios, precios y devaluación cambiaria en un contexto de pugnas distributivas y shocks externos. Tampoco se esperaba que por sí solo el Banco Central fuera capaz de estabilizar la alta inflación. Los costos de estabilizar no eran menores y esa tarea no la podía asumir solo una institución. El ente emisor jugaba en un tablero más amplio de variadas opciones de política económica y de conflictos políticos sin fácil resolución.
La actual Carta Orgánica Constitucional que rige al Banco Central de Chile hasta hoy (31 años después del término del régimen militar) corresponde a la Ley 18.840, promulgada el 4 de octubre de 1989 por la Junta Militar de Gobierno. La Carta Orgánica de 1989 define como mandato principal del banco la estabilidad de precios y la normalidad de los pagos internos y externos. Al mismo tiempo, libera al Banco Central de la tarea de garantizar el pleno empleo de los trabajadores y no menciona compromiso alguno orientado a evitar impactos sobre la desigualdad de sus decisiones monetarias y cambiarias.
Esta carta partía de un diagnóstico monetarista en que la causa final de la inflación era un crecimiento excesivo del dinero. Si se corta el flujo monetario –no mas créditos al fisco– se garantizaría la estabilidad de precios. La realidad muestra que esa receta no es tan simple y que, aun sin financiación monetaria al fisco, el peso chileno ha perdido sostenidamente su poder de compra desde 1989. Esta visión monetaria fue adoptada también como carta de navegación para el Banco Central por parte de los diversos gobiernos, de centroizquierda y de derecha, que sucedieron el régimen de facto.
La carta de 1989 ademas definió al instituto emisor como una institución del Estado de carácter independiente o autónomo. Para aislar su dirección de posibles presiones políticas, se creó un régimen especial –no existente entre 1925 y 1989– en que los miembros del Consejo del banco eran nombrados por 10 años y de carácter prácticamente inmovibles e irrevocables por el soberano (el pueblo). Sus remuneraciones, aunque su nivel no explicitado en dicha ley orgánica constitucional, han alcanzado valores equivalentes a 20, 30 o más veces el salario promedio que se paga en Chile. Si el lector, a esta altura, se pregunta por qué se han fijado tan altas estas remuneraciones para estos servidores públicos, la respuesta es que se usa como referente cuánto perciben los ejecutivos en el sistema financiero. La lógica es evitar que estos expertos monetarios pudieran llegar a preferir, en el evento que se les ofreciera el cargo de consejero del Banco Central de Chile, declinar la oferta y tomar un puesto de gerente en un banco comercial.
Cabe notar que los miembros del Consejo en los últimos treinta años han correspondido, invariablemente, a profesionales avalados ya sea por la Concertación de Partidos por la Democracia o por los partidos de la derecha política, dos referentes que fueron muy castigados en la última elección popular de los días 15 y 16 de mayo.
Dada la forma en que se designan las autoridades máximas del Banco Central, cabe preguntarse en qué sentido es válido hablar de la independencia del banco central. La autonomía es más bien operativa respecto del Ministerio de Hacienda. Con la Carta Orgánica de 1989 se establece la prohibición de que el ente emisor compre directamente bonos del Estado, pagando por estos instrumentos con emisión monetaria. Esta emisión, a su vez, seria usada por el fisco para financiar gastos públicos. La regla sagrada desde 1989 ha sido que el instituto emisor no financia a los ministros de Hacienda (hasta ahora, mujeres ministras de Hacienda o presidentas del Banco Central no ha habido). No obstante, una modificación legal de septiembre del 2020 permite, en situaciones excepcionales, que el Banco Central compre bonos públicos en el mercado secundario.
Los defensores del modelo actual argumentan que esta prohibición ha conducido a una menor inflación en las últimas dos a tres décadas. Un aspecto metodológico relevante para evaluar la actual institucionalidad monetaria es no confundir causalidad con correlación. Es posible que los “logros históricos” de reducir la inflación en las últimas décadas se deban simplemente a que hoy vivimos en un mundo de menores expectativas inflacionarias y en que los bancos centrales se benefician, para acreditarse sus logros, de la existencia de una sistemática contención salarial asociada a la globalización y al debilitamiento del poder de los sindicatos. Es la antigua pero siempre presente “inflación de costos”, morigerada principalmente por la represión salarial más que por una supuesta sabiduría de las elites monetarias.
Una particularidad de la banca Central en el periodo neoliberal es su gran sensibilidad a lo que piensan los mercados financieros y el gran empresariado. En Chile, las charlas del Banco Central casi siempre se realizan en encuentros empresariales. Rara vez leemos que las autoridades del instituto emisor fueron a reunirse con sindicatos de trabajadores o que fueron invitados a exponer y conversar con los movimientos sociales. Sin embargo, estos actores reciben el impacto de las decisiones que se toman en este poderoso y lejano organismo monetario que ciertamente afectan el empleo, el costo de la vida, el valor del crédito y otras variables.
La Convención Constituyente debe revisar la actual institucionalidad monetaria, redactando una nueva Ley Orgánica para el Banco Central que reemplace a aquella surgida en dictadura y mantenida en el periodo 1990-2021. Una nueva Carta Orgánica debe acotar el poder de un organismo cuyas autoridades están tan blindadas y alejadas del poder ciudadano, que lo transforman en un ente de difícil inserción en una sociedad democrática. Por supuesto, se deben retener aspectos positivos del banco, como son la capacidad técnica, conocimiento y dedicación de sus funcionarios, de distintos niveles. También sería positivo rescatar su tradición histórica, inaugurada en 1925-26, de acoger dentro del banco a los gremios, la sociedad civil y los sindicatos, tendencia que sufrió un grave retroceso con el quiebre de la democracia en 1973 y que se mantiene hasta la actualidad.
La Convención Constitucional debe revisar si se justifica tener un costoso Consejo Directivo como el actual, si el mandato del Banco Central debe seguir obviando el logro del pleno empleo, la equidad social y la sustentabilidad ambiental. Hoy el Central prepara las cuentas nacionales pero estas, por lo que se conoce, no incluyen una contabilidad ambiental de amplio acceso que permita saber cuánto es la depreciación del capital natural y cuánto debe ahorrar la sociedad para preservar este capital natural.
En definitiva, se necesita un Banco Central reformado y democratizado, sacándolo de su laberinto actual, para para que sea consistente en substancia y estilo con un Chile justo, estable, equitativo y democrático, que está tratando de emerger siguiendo las demandas de las grandes mayorías nacionales.