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Desigualdad: su historia lejana y reciente y el proceso constituyente Opinión

Desigualdad: su historia lejana y reciente y el proceso constituyente

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Javier E. Rodríguez Weber
Por : Javier E. Rodríguez Weber Programa de Historia Económica y Social Facultad de Ciencias Sociales -Universidad de la República del Uruguay
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Ningún cambio institucional, ninguna política pública, tiene garantizado el éxito de antemano. Pero sí existe algo así como una garantía de fracaso. La pésima distribución del ingreso que empobrece a la mayoría de los chilenos –en particular a los de ingresos medios–, ha corroído el sistema político y alimenta el malestar ciudadano, difícilmente mejore si no se remueven los pilares sobre los que se asienta. Esos que, instaurados en los años ochenta –hace más de treinta años– mediante una serie de reformas amparadas por la represión, la censura y el terror, han construido un país en que, más allá de sus avances, la educación y la ignorancia, el trabajo y el descanso, el cuidado y el respeto, la salud y la enfermedad, y hasta el ir a la cárcel o recibir cursos de ética, dependen –en una medida inaceptable para una democracia– de la cantidad de ceros que tenga uno en su cuenta bancaria.


En dos columnas publicadas recientemente en El Mostrador, Pablo Paniagua analiza el rol de la desigualdad en la actual coyuntura de Chile, así como en su historia. En la primera, sostiene que, en la medida que la distribución del ingreso ha mejorado en el período reciente, no puede sostenerse que haya causado el malestar que condujo al estallido social de octubre de 2019. Se trata, en mi opinión, de un análisis erróneo. Afirmar que el paro cardíaco sufrido por un hombre que en los últimos diez años redujo su peso de 170 a 140 quilos, nada tiene que ver con su obesidad, porque esta venía disminuyendo, carece de sentido. De igual forma, la leve mejora observada en la distribución, alcanzada a un ritmo extremadamente lento, en ningún modo invalida el hecho de que la mayoría de los chilenos, y en particular su clase media, sufren las consecuencias de una desigualdad elevada. De ahí que es razonable suponer que esta es una de las causas fundamentales de la coyuntura actual.  En la medida que he desarrollado este argumento en otras notas, publicadas en Ciper, en la revista NEXOS de México y en el periódico uruguayo La Diaria, no abundaré en este punto. Mi objetivo es discutir las conclusiones que Paniagua extrae de la lectura que realiza, en su segunda nota, de la historia de la desigualdad en Chile. 

A partir de bibliografía diversa, entre ella mi propio trabajo (que elogia, lo que agradezco), Paniagua realiza una serie de afirmaciones: que la alta desigualdad es un rasgo de larga duración tanto en Chile como en Latinoamérica, que la misma ha mejorado o empeorado en distintos momentos y bajo diferentes modelos de desarrollo, y que un Estado fuerte no garantiza per se una mejora en la distribución. Se trata de afirmaciones corroboradas por la evidencia y que, en el último caso, cuenta además el sustento del sentido común. Sin embargo, el argumento que elabora a partir de ellas no solo me parece discutible, sino equivocado.

Paniagua sostiene que, dado lo anterior, el modelo de crecimiento que ha seguido Chile desde los años ochenta no tiene relación con la elevada desigualdad del país, cuyas causas ubica en factores institucionales y culturales anclados en la larga historia del continente. De allí deduce que un cambio profundo en las instituciones y políticas económicas –como el que podría abrirse con la nueva Constitución– no es lo que se requiere para hacer de Chile un país más próspero y justo.

Sin embargo, una cosa es sostener que un fenómeno, como una desigualdad elevada, es un rasgo de larga duración, y otra concluir que por tanto el período reciente es irrelevante. Por el contrario, la situación actual de Chile es un resultado directo del deterioro rápido y profundo que sufrió la distribución del ingreso durante la dictadura encabezada por el general Pinochet. Una situación que se mantuvo en el tiempo, y que apenas ha mejorado, como resultado de las características del modelo económico instaurado entonces y sostenido luego. Paniagua elude este problema al comparar la medida actual de distribución con la de 1990, cuando quizá era el país más desigual del mundo. Desconoce, así, el salto producido entre 1975 y 1987.

Contrariamente a los que algunos afirman, los años de la dictadura, lejos de ser prósperos, fueron extremadamente convulsos en términos económicos. El país transitó dos crisis profundas (en 1975 y 1982) cuyo peso cayó desproporcionadamente sobre los sectores de menores ingresos; personas que aún sufren las consecuencias en sus magras jubilaciones. Y la recuperación, cuando llegó, benefició, también en forma desproporcionada, a los sectores de altos ingresos. Esta redistribución radical del ingreso, producto de un “barajar y dar de nuevo” tramposo por la situación institucional, fue cristalizada por la serie de reformas económicas que sentaron las bases del modelo, particularmente la privatización de vastas áreas de la vida económica y social y los obstáculos puestos a la negociación laboral y la sindicalización. Lo que resulta destacable, no es que la distribución haya mejorado con el advenimiento de la democracia, sino lo poco que lo hizo y lo lento de sus avances. Incluyo la reducción de la pobreza, que habría sido mucho más rápida si al crecimiento se le hubiera sumado la reducción de la desigualdad, una conclusión que se apoya no solo en la comparación con otras experiencias, como la uruguaya entre 2005 y 2012, sino en la aritmética.

Es verdad que la larga duración también importa. De hecho, bajo el régimen oligárquico de principios del siglo XX, el Estado chileno impulsó una redistribución regresiva de características similares a la provocada por la dictadura de Pinochet y mantenida, en lo fundamental, por los gobiernos democráticos que le siguieron. De modo que es cierto, como sostiene Paniagua, que un Estado fuerte en ningún modo garantiza una mayor igualdad, porque muchas veces esa fuerza se pone al servicio del objetivo opuesto. Y es que, lo que ha perdurado en Latinoamérica y Chile, es una relación privilegiada entre el Estado y la élite económica que permite a la segunda apropiarse de una porción muy elevada de lo que el conjunto de chilenas y chilenos producen con su conocimiento y esfuerzo. Una relación cuyos orígenes podemos rastrear hasta el período colonial y que tuvo en el régimen hacendal un elemento clave no solo en la región del valle central, sino también en La Araucanía y cuyas consecuencias aún vemos hoy, cuando dueños y gerentes de empresas mineras o forestales, bancos, AFP, Isapres, cadenas de farmacias o de retail, han sustituido al patrón de fundo como símbolo y encarnación del poder económico y social.

El entramado institucional en que se asienta el poder de la élite alimenta y es alimentado por ciertos rasgos del proceso productivo, en particular una especialización económica basada en la producción de bienes intensivos en recursos naturales poco elaborados, que constituyen, con aquel, el otro determinante estructural de la desigualdad. Junto a otros factores, esto deriva en una estructura productiva heterogénea, en la que amplios sectores de trabajadores solo acceden a empleos informales y de baja calificación, los que, además de proveerles de magros ingresos mientras trabajan, los empobrece cuando llega el momento de jubilarse. Una situación desesperante que se ha visto agravada por la pandemia.

Pero la historia de la desigualdad –o de cualquier otra cosa– no solo está signada por la continuidad, también es cambio. Así, el proceso de democratización producido luego de 1939, que debilitó la relación entre élite política y económica y obligó a la derecha a “compartir el poder”, para usar la feliz expresión de Sofía Correa Sutil, fue uno de los factores fundamentales en la mejora de la distribución del ingreso, los salarios, y el índice de desarrollo humano –particularmente en sus componentes de educación y salud–, que muestran las estadísticas históricas a partir de aquel año.

Si bien estos avances se detuvieron cuando la desigualdad aún era elevada, al alcanzar el límite que imponían los rasgos de la estructura productiva a los que aludimos antes y que la industrialización sustitutiva de importaciones no había conseguido remover en su totalidad, lo que los revirtió no fue la situación económica –que en todo caso les ponía un techo– sino la nueva orientación política. Otra vez el cambio político y su reforma del modelo económico, esta vez impuesta en dictadura y sostenida por una democracia de baja intensidad, asentada en un régimen institucional que ha venido perdiendo el aliento hasta quedar exánime. Por ello, el proceso de cambio que se abrió en octubre de 2019 y que tiene en la Convención Constitucional un componente cardinal, puede dar lugar, si chilenos y chilenas así lo desean –y todo parece indicar que lo hacen– a un país más próspero y justo, así como a un régimen democrático más vigoroso.

Ningún cambio institucional, ninguna política pública, tiene garantizado el éxito de antemano. Pero sí existe algo así como una garantía de fracaso. La pésima distribución del ingreso que empobrece a la mayoría de los chilenos –en particular a los de ingresos medios–, ha corroído el sistema político y alimenta el malestar ciudadano, difícilmente mejore si no se remueven los pilares sobre los que se asienta. Esos que, instaurados en los años ochenta –hace más de treinta años– mediante una serie de reformas amparadas por la represión, la censura y el terror, han construido un país en que, más allá de sus avances, la educación y la ignorancia, el trabajo y el descanso, el cuidado y el respeto, la salud y la enfermedad, y hasta el ir a la cárcel o recibir cursos de ética, dependen –en una medida inaceptable para una democracia– de la cantidad de ceros que tenga uno en su cuenta bancaria.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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