Esta década puede ser el momento en que buena parte de los países de la región asuman la conformación de nuevos pactos sociales. Eso supone que se construyan mayorías ciudadanas que respalden ese proceso. No faltarán los que, a falta de mayor elaboración, busquen explicarlo todo con la poco rigurosa teoría del péndulo. Si miramos al mapa político próximo de, a lo menos, Sudamérica, tendremos que en Brasil asoma Lula; en Colombia, Petro; y en Perú, en pocos días, la segunda vuelta definirá si regresa el fujimorismo o si el profesor Castillo se convierte en presidente. Para las elecciones chilenas aún falta (noviembre) y todo está por verse, pero es claro que el Gobierno de Piñera no le entregará el mando a uno de su mismo signo. Los presidentes Duque y Piñera sufren la maldición de Cúcuta y poseen los mayores índices de desaprobación.
La región latinoamericana atraviesa por una de sus coyunturas más dramáticas. La pandemia persiste y, según las cifras, en ella se encuentran, proporcionalmente, algunos de los países más castigados del planeta.
Pero no es todo, también la región experimenta en varios países agudos procesos sociales y políticos. No todo se explica por la pandemia. El 2019, Ecuador, Chile y Colombia vivieron convulsos estallidos sociales. La sociedad peruana en sus regiones se resistía a diversos proyectos extractivistas que contaban con el aval de los gobernantes limeños, al tiempo que se indignaba con la corrupción de sus elites. Los argentinos vivieron a lo largo de ese año un derrumbe económico, una inflación aguda y una devaluación peor, el año terminó con la derrota de Macri y una deuda impagable con el FMI. Las primarias y las elecciones sirvieron de válvula de escape y así emergió el gobierno de Alberto Fernández. Brasil y México vivían los primeros momentos de Bolsonaro y AMLO, en que cada uno en su estilo canalizó la protesta social acumulada.
Venezuela prosiguió en crisis y expulsando migrantes que empezaron a saturar la capacidad de recepción en los países cercanos. En Centroamérica, entre su eterna crisis y la amenaza de las maras, surgieron las caravanas de migrantes rumbo al Norte, en la convicción de que era preferible ser ilegal en EE.UU. que ciudadano con plenos derechos en sus países. Bolivia tuvo su propia explosión, mientras que Paraguay quedaba rodeado de vecinos convulsionados. No todo era tan difícil, como siempre, el republicano Uruguay y la democrática Costa Rica eran reales bastiones de estabilidad en la región.
En ese momento, llegó el virus. En marzo del 2020 apareció el primer caso en Brasil, a las pocas semanas, cuarentenas, desplome económico y miedo fue el coctel cotidiano para la mayoría de las familias latinas. Según la Cepal, el 2020 las exportaciones cayeron un 13% y las importaciones en un 20%. La contracción económica regional fue la mayor en 120 años y se acercó a un 8%. Por su parte, el Banco Mundial estimó la caída del PIB regional en un 6,7%, excluyendo a Venezuela. En ese cuadro recesivo, la rabia acumulada se mezcló con la incertidumbre laboral y la amenaza sanitaria. Como es comprensible, las sociedades buscaron protección y los ojos se volvieron hacia el Estado.
Pero la mayoría de las economías latinoamericanas en décadas precedentes habían procedido a reorganizarse siguiendo la receta de la apertura, la desregulación y las privatizaciones. Uno de los resultados más notorios fue el achicamiento del Estado junto al traspaso al sector privado de muchas de sus funciones, especialmente en materia de educación, salud y previsión. Por cierto, la instalación de gobiernos de corte socialdemócrata o izquierdistas morigeró a ratos ese proceso, mediante una redistribución vía presupuesto, pero ello descansó en gran medida en el incremento de los recursos fiscales que proveyó el boom de las materias primas a comienzos de siglo.
De este modo, al estallar la pandemia, la mayoría de los países de nuestra región carecían de servicios estatales capaces de atender la enorme demanda sanitaria que se produjo. A su vez, los mecanismos de previsión social estaban disminuidos y en gran parte privatizados. El crecimiento económico que se produjo en años previos, en muchas casos, fue acompañado de incremento del trabajo informal –casi el 50% en los países andinos– y un elevado endeudamiento de las familias por la vía de la expansión del crédito privado. Así, la cuarentena y el encierro encontraron a millones de trabajadores latinoamericanos sin ingresos formales, dependiendo del día a día, y la mayoría endeudados, especialmente con las cadenas del retail multinacional (varias chilenas entre ellas).
Es difícil delinear el final del túnel cuando la mayoría prosigue penosamente en el Callejón de la Amargura. La experiencia indica que en aquellos países donde el estallido de la crisis sanitaria, sumado al descontento social preexistente, coincidió con un proceso electoral, la energía se canalizó o se está encauzando por esa vía: Argentina, Ecuador, Perú. En otros, surgieron acuerdos de reformas institucionales profundas, como lo es el proceso constituyente chileno. En cambio, donde no existen mecanismos institucionales para procesar las demandas sociales y las elecciones se ven algo lejanas, el conflicto se instala, como es el caso colombiano hoy.
Lo evidente es que la mayoría de las sociedades latinoamericanas demandan mecanismos básicos de protección social que hoy, o son exiguos o simplemente no existen, o fueron desmantelados por la fiebre privatizadora. Construir una red básica de seguridad social modificará las bases del Estado subsidiario y privatizador imperante en la región. Obviamente, es un tema de prioridades políticas y sociales más que estrictamente técnico, como tal, debe ser definido a partir de la opinión ciudadana de cada país.
Esa discusión conduce a la definición del tipo de sociedad a la que aspira la mayoría, en especial el capítulo de derechos sociales. Por cierto, un régimen económico social que coloque en su centro la protección social de los ciudadanos genera una emanación tendencial hacia la calidad de la democracia. El liberalismo extremo que hemos conocido también ha desencadenado una amplia demanda de participación, trasparencia y control ciudadano que les ponga freno a la corrupción y a la reproducción de burocracias políticas, que copan las alturas del Estado en las cuales navegan y donde negocian entre sí.
¿Pueden las economías latinoamericanas sostener un Estado de Bienestar, por básico que sea? Obviamente hay países en mejores condiciones que otros, pero también se echan de menos mecanismos multilaterales eficientes y de solvencia profesional, que permitan construir instrumentos mínimos de concertación ante desafíos comunes para todos. ¿Ejemplo? Desde la negociación hasta la producción de vacunas para la región. Si una de las economías más pequeñas, como la cubana, es capaz de hacerlo, ¿por qué no pueden hacer lo mismo los países continentales más grandes? Unasur murió en estos años y Prosur nunca nació.
Así, esta década puede ser el momento en que buena parte de los países de la región asuman la conformación de nuevos pactos sociales. Eso supone que se construyan mayorías ciudadanas que respalden ese proceso. No faltarán los que, a falta de mayor elaboración, busquen explicarlo todo con la poco rigurosa teoría del péndulo. Si miramos al mapa político próximo de, a lo menos, Sudamérica, tendremos que en Brasil asoma Lula; en Colombia, Petro; y en Perú, en pocos días, la segunda vuelta definirá si regresa el fujimorismo o si el profesor Castillo se convierte en presidente. Para las elecciones chilena aún falta (noviembre) y todo está por verse, pero es claro que el Gobierno de Piñera no le entregará el mando a uno de su mismo signo. Los presidentes Duque y Piñera sufren la maldición de Cúcuta y poseen los mayores índices de desaprobación.
La construcción de Estados Benefactores a la latina, para no transformarse en barriles sin fondo, requiere de una estrategia de desarrollo que los soporte. En Sudamérica ayuda el incremento de la demanda y de los precios de sus productos de exportación, pero obviamente es necesario un impulso a la infraestructura, un incremento de la productividad, diversificar la oferta exportadora y, por cierto, un salto en recursos humanos. No solo eso, también obliga a mirar y actuar coordinadamente ante el crimen organizado y reformar el Estado para sanear las prácticas corruptas y clientelares. No es poco, tampoco es fácil y, menos, rápido. Pero son desafíos que hay que enfrentar.