En la Convención Constitucional conviven estos dos perfiles, los independientes de ayer y los de hoy aparecen como muestras claras de un cambio relevante en las formas en que la ciudadanía entra en la política. Pero el nuevo tipo de independiente deja importantes interrogantes. Primero, no sabemos si mantendrán su condición de independientes o si formarán algún tipo de partido político novedoso y con vocación electoral de cara a los comicios de fin de año. De la Lista del Pueblo ya han manifestado el deseo de participar en la próxima elección parlamentaria y no descartan la presidencial. De ser así, veríamos que los independientes pueden constituir una nueva fuerza partidaria de vocación contrahegemónica incluso en la propia izquierda y podrían ser bien diferentes a lo que fue la aparición de los partidos del Frente Amplio. Sin embargo, inmediatamente perderían la condición de independientes que los eligió, señalando solamente una manera de entrar al sistema político, pero no de ejercer su función de manera muy diferente a los políticos profesionales.
La elección de abril de 2021 será probablemente estudiada por mucho tiempo. No hay otra, al menos desde la vuelta a la democracia, que contenga tantas variables complejas que la alejan de lo cotidiano, incluso más que el plebiscito del 2020. Al margen de las ganancias y pérdidas para los sectores políticos dominantes –que pueden ser transitorias–, sin duda la irrupción de los independientes es un fenómeno de alto interés, puesto que han alcanzado nada menos que el 65% de los escaños (sin contar escaños para pueblos originarios). En consecuencia, vale la pena analizar este fenómeno en su significado más profundo, pues su irrupción va más allá del descrédito de los partidos políticos y el éxito de las candidaturas independientes refleja cambios relevantes en los fundamentos del gobierno representativo en este siglo.
El fenómeno de los independientes en política no es del todo nuevo. Desde hace al menos dos décadas comienzan a entrar gradualmente en la política apadrinados en pactos y listas de partidos, siendo las figuras mediáticas y artistas los perfiles predilectos incluso para cargos en el Ejecutivo. La candidatura “ciudadana”, independiente, representaba la de un político no profesional (que no vive de la política) y sin militancia formal en una tienda política, pero sin duda alguien perteneciente a las redes externas de un partido. Por otra parte, la integración de los independientes era una muestra de apertura de los partidos hacia la ciudadanía, al igual que las instituciones del Estado se abrieron a la participación ciudadana. Significó una inclusión otorgada y conducida desde arriba para adaptarse a la crisis de legitimidad de las instituciones políticas.
Los independientes de hoy muestran otras características relevantes. Además de no ser políticos profesionales y provenir de espacios “ciudadanos”, la condición de independiente cobra relevancia sobre todo cuando se es antipartidos (tradicionales), pero más precisamente por ser antiestablishment. Si un independiente pertenece a las élites, su condición de no profesional de la política puede parecer irrelevante frente a aquellos que se posicionan como una nueva fuerza contrahegemónica.
En coherencia con esto, la irrupción de los independientes hoy se produce por una presión desde abajo y/o desde fuera de las instituciones políticas. La novedad ya no es la apertura de los partidos sino la capacidad de los independientes de abrir la puerta de la política por ellos mismos, sin mediadores, a pesar de jugar en un sistema electoral que les resulta desfavorable. Ello obliga a distinguir entre los independientes por cupo en partidos y aquellos que se organizaron en listas propias que obtuvieron 29% y 34% de los escaños, respectivamente.
En la Convención Constitucional conviven estos dos perfiles. Los independientes de ayer y los de hoy aparecen como muestras claras de un cambio relevante en las formas en que la ciudadanía entra en la política. Pero el nuevo tipo de independiente deja importantes interrogantes. Primero, no sabemos si mantendrán su condición de independientes o si formarán algún tipo de partido político novedoso y con vocación electoral de cara a los comicios de fin de año. De la Lista del Pueblo ya han manifestado el deseo de participar en la próxima elección parlamentaria y no descartan la presidencial. De ser así, veríamos que los independientes pueden constituir una nueva fuerza partidaria de vocación contrahegemónica incluso en la propia izquierda y podrían ser bien diferentes a lo que fue la aparición de los partidos del Frente Amplio. Sin embargo, inmediatamente perderían la condición de independientes que los eligió, señalando solamente una manera de entrar al sistema político, pero no de ejercer su función de manera muy diferente a los políticos profesionales.
En este sentido, la idea de que la democracia representativa no funcione sin partidos políticos, se fundamenta menos en el carácter colectivo de la política y en la capacidad que tienen los partidos para unificar demandas en un programa ideológicamente coherente. Esto, porque en la práctica es muy difícil que independientes puedan conseguir cuotas de poder relativamente estables sin constituirse o estar asociados a un partido. Esta última posibilidad sería una clara constatación del destino de las fuerzas nuevas en política. Por otra parte, también puede suceder que, producto de los mismos acuerdos y necesidad de agrupar voluntades entre diferentes bancadas, por falta de coherencia y gran diversidad de posturas, terminen diluyéndose en otros grupos más estructurados, siendo absorbidos por quienes “conocen el oficio” de manera profesional, o sea, los partidos ya instalados.
En cualquiera de estas posibilidades u otras que puedan surgir, los independientes son portadores de una crítica y un anhelo: levantan una crítica a la democracia como la hemos conocido hasta ahora, de la relación de independencia entre representantes y representados, un cambio en los fundamentos de la democracia liberal. En sus prácticas organizativas y con sus “bases” muchos se plantean más bien como portavoces antes que gobernantes, más como comisionados que como representantes y en ello radica la posibilidad de una mutación de talla mayor a la concepción moderna de democracia, donde los representantes tienen autonomía de los representados para tomar un sinfín de decisiones. A pesar de lo interesante de estas tendencias, no necesariamente conducen al paraíso democrático, pero sin duda las alternativas para los cambios están más abiertas de lo que imaginamos.