Las protestas sociales en América Latina levantan varias interrogantes. ¿Continuarán aumentando y cuáles son sus causas? ¿Estarán siempre acompañadas de violencia y qué origen tiene esa violencia? ¿Qué reformas son prioritarias para afianzar la gobernabilidad democrática? Si una causa principal es la desigualdad, el trato discriminatorio y la penuria que sufren muchos habitantes de territorios abandonados, entonces la respuesta es fortalecer la capacidad de Estado, coordinado con la comunidad, para satisfacer las necesidades básicas. El distanciamiento de la ciudadanía de sus representantes exige organizar nuevas formas de participación ciudadana, consultas, paneles, consejos económicos y sociales y espacios de diálogo regulares que permitan escuchar propuestas, anticipar los problemas y buscar soluciones con la sociedad civil.
Los casos de Chile y Colombia ofrecen la oportunidad de efectuar un análisis comparado de las similitudes y diferencias de las protestas sociales acaecidas en 2019 y 2021, respectivamente, explorar sus causas, y proponer medidas que permitan superar las desigualdades que las originan.
Las protestas sociales en América Latina levantan varias interrogantes. ¿Continuarán aumentando y cuáles son sus causas? ¿Estarán siempre acompañadas de violencia y qué origen tiene esa violencia? ¿Qué reformas son prioritarias para afianzar la gobernabilidad democrática?
En ambos países se mencionan causas similares.
La desigualdad como causante de la ira y el descontento social. Grupos abandonados sin protección del Estado, sin resguardo de sus derechos socioeconómicos básicos como la educación, la salud, la vivienda y la seguridad, van acrecentando la tensión entre el pueblo y una elite que goza de una situación muy superior.
Una institucionalidad poco flexible que va exacerbando la reacción social. A su vez, los partidos políticos han perdido capacidad de mediar entre la sociedad y el Estado para satisfacer esas aspiraciones. La democracia representativa no basta. Los mecanismos institucionales no están preparados para escuchar, deliberar, encauzar y concordar metas de futuro.
Los Estados de América Latina carecen de capacidad para ejecutar políticas públicas universales y eficaces.
Activadas por jóvenes, las redes sociales convocan a amplios grupos de la sociedad, acrecientan el potencial de movilización y la demanda de cambios.
La frustración y la ira han recrudecido con la pandemia. El aislamiento y la vulnerabilidad económica, los espacios reducidos agudizan las diferencias entre los que tienen acceso a los bienes básicos y los que carecen de ellos.
La vulnerabilidad de sectores medios, que temen recaer en la pobreza, despierta inseguridad e ira, emociones que se agregan a las de los jóvenes.
Ambos países carecen de suficientes espacios formales de diálogo social y de consulta ciudadana.
Se pueden destacar varios rasgos similares:
Todos estos procesos vienen de atrás, no han surgido de la noche a la mañana.
Los jóvenes son un factor preponderante para activar estas protestas, a las cuales se van sumando grupos con otras demandas.
Los Estados son débiles y las élites son cerradas, y por ambas razones tienden a retardar las medidas correctivas. El ritmo de expansión de los movimientos sociales es más rápido que la velocidad de reacción de las instituciones.
Las grandes movilizaciones ocurren por periodos cortos, no tienen conducción central, congregan a grupos diversos con distintos planteamientos, carecen de líderes con quienes negociar o programas a los cuales atender.
Los presidentes de Colombia y de Chile acusaron inicialmente a un enemigo externo. En Colombia hubo quienes difundieron teorías como la denominada “revolución molecular disipada”. Estas teorías han resultado sin fundamento.
Ambas explosiones sociales fueron gatilladas por hechos puntuales, que actuaron como una chispa que encendió una pradera seca, sobre una situación acumulada por años. Así fue el caso de los 30 pesos de aumento del precio del Metro en Chile, menos de 5% de aumento de la tarifa existente, y el proyecto de reforma tributaria resentida por sectores medios en el caso colombiano.
En ambos países las manifestaciones sociales pacíficas fueron acompañadas de violencia inusitada: saqueos, quema de bienes públicos, barricadas, elementos incendiarios, ataques a policías y comisarías. En Chile alcanzó estaciones del Metro, principal transporte público de Santiago, centros culturales, iglesias, universidades. ¿De dónde proviene esa violencia?, ¿se sustentan en ideologías anarquistas, son grupos delictuales apoyados en carteles de droga, o son acciones espontáneas de jóvenes marginales? No hay aún respuestas basadas en evidencia.
Ambos países carecen de equipos capacitados para anticipar, prevenir, recolectar inteligencia, corregir y tomar medidas a tiempo.
La magnitud fue mayor en el caso chileno. En Chile el fenómeno ocurrió en Santiago, la capital, de gran tamaño. En el caso colombiano surgió y se mantuvo esencialmente en la ciudad de Cali. La historia y la experiencia influyen en los comportamientos ciudadanos y las reacciones de los gobiernos. La prolongada presencia de grupos armados, sean paramilitares, FARC o ELN en Colombia, condiciona la forma de actuar y de reaccionar. En Chile no existen experiencias equivalentes, salvo la brutalidad en tiempos de dictadura.
Los carteles vinculados a la droga también pueden haber influido en la violencia. En Colombia es mayor que en Chile, aunque en este último país se ha extendido. En Colombia la economía ilegal es de mayor magnitud.
Es necesario diseñar y ejecutar diversas acciones para superar estos problemas:
Si una causa principal es la desigualdad, el trato discriminatorio y la penuria que sufren muchos habitantes de territorios abandonados, entonces la respuesta es fortalecer la capacidad de Estado, coordinado con la comunidad, para satisfacer las necesidades básicas.
El distanciamiento de la ciudadanía de sus representantes exige organizar nuevas formas de participación ciudadana, consultas, paneles, consejos económicos sociales y espacios de diálogo regulares que permitan escuchar propuestas, anticipar los problemas y buscar soluciones con la sociedad civil.
Comenzando por el sistema de salud, es indispensable articular progresivamente un nuevo pacto social, con calidad de la educación pública, construcción de viviendas y elevación de las pensiones. También urge un plan de empleo extraordinario, con capacitación, y un plan de digitalización, para que nadie quede desconectado y marginalizado.
Las empresas deben ser más sensibles a las necesidades de las comunidades. La participación de trabajadores en las discusiones sobre temas de productividad, medioambiente y aprendizaje de nuevas habilidades son tareas prioritarias. Igualmente, todo programa deberá considerar una participación creciente de mujeres en los distintos niveles de decisión políticos, económicos y sociales.
La solución a las demandas requerirá de una justa distribución de los frutos del crecimiento. Reformas tributarias de magnitud serán inescapables.
Los medios de comunicación social son esenciales para entregar información plural y educativa, promover la deliberación, no el odio ni la polarización. Prensa, radio, televisión y nuevas redes sociales tienen que proteger la veracidad y la privacidad.
Las policías deben ser educadas en el respeto a los derechos humanos. Es indispensable realizar una reforma de las policías, mejorar su relación con la comunidad, especialmente con los jóvenes, que a veces sufren agresiones desproporcionadas y trato discriminatorio. También se debe limitar la presencia de fuerzas militares en el resguardo del orden público.
Todas las reformas deben materializarse, ampliando los derechos ciudadanos, respetando la separación de los poderes del Estado, cuidando la autonomía del Poder Judicial y garantizando la perfecta limpieza de las elecciones. En otras palabras, el principio ordenador debe ser la gobernabilidad democrática. Las fuerzas políticas y sociales deben incorporar a nuevos actores sociales, constituir coaliciones y promover grandes acuerdos nacionales. El buen gobierno exige elaborar programas serios.