Han pasado 59 años desde la elección de 1962, sin embargo, su sino trágico circunda el horizonte político peruano, amenazando con disolver ya no solo la maltrecha gobernabilidad peruana, sino también la propia convivencia nacional. Las heridas de una campaña sembrada por las descalificaciones personales, acusaciones de corrupción y la explosión racista de las redes, no alcanzaron a cauterizarse cuando vino una avalancha de denuncias por un supuesto fraude, esgrimido por la fujimorista Fuerza Popular, sin olvidar la reaparición uniformada, con una sediciosa apelación de militares en retiro.
Las elecciones de junio de 1962 en Perú arrojaron como primera mayoría al candidato del Partido Aprista Peruano, Víctor Raúl Haya de la Torre, con 33% de los sufragios, seguido muy de cerca por el centrista Fernando Belaúnde Terry de Acción Popular, con el 32%, y al final al candidato de derechas, Manuel Odría, con el 28%.
La ley peruana de la época exigía más de un tercio para ganar en primera vuelta y Haya de la Torre estuvo a punto, pero al no lograrlo la decisión definitiva pasaba al Congreso recién electo. Era posible que el líder aprista entrara al Palacio Pizarro como Jefe de Estado. Sin embargo, militares comprometidos con la Alianza para el Progreso ofrecida por J. F. Kennedy, tenían otros planes de reformas, aunque sin virajes abruptos a la izquierda, por lo que su opción era Belaúnde. Al tiempo que este último alegaba un fraude en su contra, las jefaturas castrenses advirtieron al gobierno de turno de Manuel Prado con el derrocamiento si era confirmado Haya de la Torre.
Los uniformados no contaban con que no sólo el aprismo daría un paso al costado sino que el propio Belaúnde, por lo que finalmente el gobierno recayó en el tercero, Manuel Odría. Los militares ejecutaron el golpe y organizaron al año siguiente nuevos comicios condicionados para garantizar que Haya de la Torre no fuera electo. En consecuencia, Belaúnde llegó al poder, sin embargo, el aprismo y el odriísmo obstruyeron al Ejecutivo desde el Congreso, provocando otra crisis de gobernabilidad que concluyó con un nuevo golpe de Estado el 3 de octubre de 1968, implantando el denominado Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas Peruanas, dirigido por Juan Velasco Alvarado.
Han pasado 59 años desde esa elección de 1962, sin embargo, su sino trágico circunda el horizonte político peruano, amenazando con disolver ya no solo la maltrecha gobernabilidad peruana, sino también la propia convivencia nacional. Las heridas de una campaña sembrada por las descalificaciones personales, acusaciones de corrupción –con procesos en curso en el caso de Keiko Fujimori y del jefe del partido en que compitió Pedro Castillo, Vladimir Cerrón– y la explosión racista de las redes, no alcanzaron a cauterizarse cuando vino una avalancha de denuncias por un supuesto fraude, esgrimido por la fujimorista Fuerza Popular, sin olvidar la reaparición uniformada, sector que se mantuvo al margen de las crisis del 30 de septiembre de 2019 por la disolución del unicameral por el presidente Martín Vizcarra, y la destitución del mismo por el nuevo Congreso el 10 de noviembre de 2020. Un grupo de oficiales en retiro de las Fuerzas Armadas dirigió una misiva al Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas, en la que se solicitaba a las cúpulas castrenses intervenir el proceso político peruano. Sin embargo, lo que más llamó la atención de la sediciosa apelación fue que varios de los firmantes declararon posteriormente no haber consentido el escrito e, incluso, figurando cuatro muertos entre las rúbricas.
[cita tipo=»destaque»]La situación en Perú alcanza ribetes regionales en Sudamérica, donde unos bloques políticos cada vez más polarizados aguardan la definición del JNE acerca de la invocación del fraude en las actas, para salir de las tablas que dejó el triunfo conservador en Uruguay y Ecuador, matizando las victorias del progresismo del Frente de Todos en Argentina y del Movimiento al Socialismo (MAS) en Bolivia. Así, como si fuera una nueva “Batalla de Ayacucho”, la resolución del tribunal de elecciones peruano revelaría un símbolo anticipatorio del rumbo de los próximos comicios en Chile, Brasil y Colombia.[/cita]
En un ensayo publicado en mayo por el literato peruano José Carlos Agüero, se referían las dificultades producidas al discernimiento político por la masiva instalación de las sensaciones de confrontación nacional y angustia existencial, a partir de la sucesión de 5 presidentes en los últimos cinco años, y de la letalidad de la pandemia. Aunque desde el título se preguntaba «¿Cómo votan los muertos?», en alusión a las víctimas y familiares de los fallecidos por el COVID-19 atravesados por el dolor de la pérdida, y a pesar de que reconocía que cualquiera de los finalistas que asumiera la investidura lo haría desde la imperfección de sus proyectos, el autor invitaba seriamente a votar sin la coacción de la fobia.
Crecía entonces una medrosa desconfianza hacia Castillo, entre detractores e indecisos, incrementada por el programa del partido Perú Libre, con conceptos de la tradición marxista-leninista de la Guerra Fría (obsérvese, por ejemplo, el capítulo XVI, dedicado a la “mujer socialista”), combinado por las referencias al socialismo del siglo XXI de la ola rosada (con Rafael Correa y Álvaro García Linera, entre los más citados). Pocos repararon que este profesor de la educación primaria, sindicalista y evangélico, era un candidato más bien improvisado para la tienda de Cerrón. Castillo no participó en la definición programática –redactada en el estío de 2020, es decir, antes de la pandemia–, y su historia más bien remite a la negociación sindical, con un fuerte énfasis en el olvidado mundo andino. Vale decir, realmente no hay certidumbre respecto de cómo y con quiénes pretende gobernar. Incluso su economista asesor, Pedro Francke, quien trabajó antes con Alejandro Toledo y Ollanta Humala, salió a tranquilizar a mercados e inversionistas, prometiendo que no habría expropiaciones en lo inmediato.
La surrealista expresión del espanto al cambio –simbolizado a su vez por Castillo–, ínsita en la surrealista carta de los oficiales peruanos en retiro, puede ampliarse al imaginario del Perú como campo de lucha política nacional e internacional, misma función que cumplió la Venezuela “madurista” hacia fines de la década pasada, interrumpida por la serie de estallidos de octubre y noviembre de 2019 (Ecuador, Chile, Bolivia y Colombia) y la pandemia desde febrero de 2020.
Dicha dimensión alcanza ribetes regionales en Sudamérica, donde unos bloques políticos cada vez más polarizados aguardan la definición del Jurado Nacional Electoral del Perú (JNE) acerca de la invocación del fraude en las actas, para salir de las tablas que dejó el triunfo conservador en Uruguay y Ecuador, matizando las victorias del progresismo del Frente de Todos en Argentina y del Movimiento al Socialismo (MAS) en Bolivia. Así, como si fuera una nueva “Batalla de Ayacucho”, la resolución del tribunal de elecciones peruano revelaría un símbolo anticipatorio del rumbo de los próximos comicios en Chile, Brasil y Colombia.
Y aunque la semana pasada la Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE) ya emitió el resultado –con 50,125% de Pedro Castillo contra 49,875% de Keiko Fujimori–, queda aún pendiente la cuestión de las 1.300 actas impugnadas por la candidata. Su revisión es exigida con tal estridencia por curtidos políticos, como Lourdes Flores, que fueron seguidas por voces en el Congreso electo, pidiendo repetir los comicios. A este respecto no se puede olvidar que, aunque votar no es por sí solo la democracia, sí es parte sustancial de la misma. Desconocerlo equivale a corroer la institucionalidad de cualquier país, abriendo la caja de Pandora desde donde cualquier cosa puede salir.
Y así como los cordones sanitarios han sido poco efectivos para prevenir el crecimiento de formaciones posfascistas de la derecha nacional populista europea (Jan-Werner Müller, 2016), los vetos políticos –también aquellos en nombre de fraudes–, son nocivos para la calidad y textura de las democracias, dado que afectan negativamente a otros de sus pilares: el debate franco en el disenso y el diálogo para lograr acuerdos comunes.
La clausura de cualquiera de estas dinámicas por parte de agrupaciones políticas en nombre de una ortodoxia –pro o antisistema– o de un proyecto concebido como impoluto, suele conducir a callejones donde la fuerza termina imponiéndose. En su lugar conviene recordar la frase que Miguel de Unamuno espetara al general Millán-Astray el 12 de octubre de 1936, en el salón de honor de la Universidad de Salamanca: “Vencer no es convencer, y hay que convencer sobre todo”.