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Los mejores años de la Chani Opinión Crédito: Archivo

Los mejores años de la Chani

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Odette Magnet
Por : Odette Magnet Periodista y escritora, y ex agregada de prensa de las embajadas de Chile en Washington, D.C. y Londres y ex agregada de prensa y cultura en el Consulado General de Chile en La Paz, Bolivia.
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El miércoles 23, la balanza de la justicia se inclinó levemente, como si hubiese sido un milagro, hacia el lado de las víctimas y no de los victimarios. Una corte federal de Australia decidía extraditar a Adriana Rivas González (conocida como “la Chani”), por su participación en el secuestro agravado de siete chilenos –seis hombres y una mujer–, todos altos dirigentes en la clandestinidad del Partido Comunista. “Esos años fueron los mejores de mi juventud. No me arrepiento”, confesó en 2013 la exagente de la DINA que operó en el infierno del cuartel Simón Bolívar.


En innumerables ocasiones se detuvieron frente a esa mujer altiva, de piel de mármol, con la vista vendada y el corazón frío. Su figura ubicada en los pasillos de los tribunales, muda y solitaria. La acecharon, la maldijeron, le rogaron como a esos santos de los altares cristianos. Si hubiesen podido, le habrían prendido velas y prometido mandas.

Lo habían intentado todo. Ya habían perdido la cuenta del número de huelgas de hambre, las protestas en las calles, las horas interminables en los tribunales, las detenciones en las comisarías, las entrevistas con la prensa, los recursos de amparo. La angustia, el dolor, la solidaridad de unos, la indiferencia de otros. Los silencios. Las mentiras.

El miércoles 23, la balanza de la justicia se inclinó levemente, como si hubiese sido un milagro, hacia el lado de las víctimas y no de los victimarios. Una corte federal de Australia decidía extraditar a la exagente de la DINA Adriana Rivas González (conocida como “la Chani”), por su participación en el secuestro agravado de siete chilenos –seis hombres y una mujer–, todos altos dirigentes en la clandestinidad del Partido Comunista.

Conocido como Calle Conferencia II, el caso es, en realidad, la historia más siniestra, más brutal, entre las múltiples violaciones a los derechos humanos durante la dictadura. De pesadilla para unos, una misión para otros.

Las víctimas –Víctor Díaz, Fernando Ortiz, Fernando Navarro, Lincoyán Berríos, Horacio Cepeda, Héctor Véliz y Reinalda Pereira– fueron secuestradas, en mayo y diciembre de 1976, por agentes de la DINA, agrupados en la Brigada Lautaro, y conducidos al cuartel Simón Bolívar (en la calle Simón Bolívar 8800 de la comuna de La Reina, en Santiago). Nadie salió vivo de ahí. Entraron al infierno y nunca regresaron.

Rivas (68), con prisión preventiva en Sídney desde febrero de 2019, escuchó por teleconferencia el dictamen de la jueza Wendy Abraham. En Chile, las familias de las víctimas señalaron, con emoción, que “Australia ha enviado una señal al mundo: los derechos humanos deben ser respetados y los criminales deben enfrentar la justica y dar cuenta por sus actos”. La defensa de Rivas tiene 15 días (a partir de la entrega del fallo), para apelar de la sentencia, pero se estima improbable que lo haga.

El abogado Francisco Ugás, que representa a estas familias junto con el abogado Nelson Caucoto, dice que el fallo “es un mensaje muy claro para los criminales de lesa humanidad, diciéndoles a estos que serán perseguidos en donde se encuentren, y pese al transcurso del tiempo, para su posterior juzgamiento y sanción”. En Chile, Rivas arriesga una pena de entre 10 años y 1 día hasta presidio perpetuo.

Un acta del Ministerio del Interior chileno, citada en el fallo, establece que “es importante resaltar la crueldad de los crímenes” cometidos en el recinto. “Los presos fueron abandonados en mazmorras en muy malas condiciones de salud; fueron interrogados bajo tortura aplicando corriente eléctrica en diferentes partes del cuerpo”.

Una vez concluidos los interrogatorios, y después de haber tomado la decisión de matar a los detenidos, se les administraron inyecciones con lo que se cree podría haber sido cianuro. Posteriormente, las víctimas eran asfixiadas con bolsas plásticas y hechas desaparecer. El tiempo promedio de los detenidos allí era una semana, máximo dos.

El cuartel era un recinto pequeño, una casa de un piso con tres piezas, un gimnasio, dos vestidores que se utilizaban para interrogatorios y como celdas, una cafetería, una piscina y una pequeña granja invernadero. La Brigada Lautaro estaba compuesta por unas 25 personas cuando se trasladó por primera vez a esa base. Muchos de ellos cumplen hoy condena por otras causas de derechos humanos en las cuales ya hay sentencias ejecutoriadas.

Con total impunidad, se cayó en la barbarie profunda. De día y de noche, los victimarios, poseedores de todo el poder, se despojaron de todo gesto de humanidad. Se les pudrió el alma. Usaron técnicas para la preparación del gas sarín. Un equipo de médicos verificaba el estado de salud de los presos para decidir si aún podían soportar la tortura. Los cadáveres fueron quemados en sus huellas dactilares y la cara con un soplete de soldadura dentro de la piscina vacía. Luego, los cuerpos eran puestos dentro de sacos, con cables amarrados a la altura del estómago. Algunos fueron lanzados al océano, otros a sitios eriazos, abandonados.

Han pasado 45 años.

“Nunca duele menos”, dice María Luisa, hija de Fernando Ortiz, un profesor universitario que tenía 54 años cuando lo secuestraron en una calle de Santiago. “Pero una aprende a seguir la vida con ese dolor, que no es solo la ausencia, el horror, la experiencia de la injusticia, el ocultamiento. También está el dolor de la impunidad social, de lo que no se quiere hablar y mientras no se habla sigue estando ahí”, acota.

Ortiz entró a la clandestinidad inmediatamente después del Golpe. Durante tres años fue tenazmente perseguido por los servicios de inteligencia.

Adriana Rivas tenía poco más de 20 años cuando ingresó a la DINA. Fue secretaria personal del general Manuel Contreras (jefe de la DINA, sentenciado a 289 años de prisión por secuestro, tortura y asesinato). Luego de realizar un curso de adiestramiento en la localidad de Rocas de Santo Domingo, se integró a la Brigada Lautaro desde su fundación en 1974, cuya misión era, inicialmente, brindar seguridad personal a Contreras y su familia. Posteriormente, la tarea consistiría en lograr la extinción de los miembros del Partido Comunista, y se transformó en parte de la rama operativa de la DINA.

La exagente ha negado en forma insistente ser miembro de la Brigada Lautaro, y aseguró que solo desempeñó “funciones de secretaría y administración”. Sin embargo, se fugó a Australia en 1978 y se radicó allá por largos años. Escalofriante saber que allá se empleó como niñera (nanny) en casas particulares en Bondi, un suburbio costero de Sídney. También hacía la limpieza en casas particulares. No tardó en integrarse a un equipo de fútbol y era cliente asidua de una panadería administrada por chilenos. La vida era buena.

[cita tipo=»destaque»]La exagente ha negado en forma insistente ser miembro de la Brigada Lautaro, pero Jorgelino Vergara, “el Mocito” del cuartel de Simón Bolívar, aceptó colaborar y contar todo lo que allí había visto. Y habló y habló. La información que entregó era espeluznante. En su larga declaración mencionó a Rivas y dijo que “Adriana era agente y realizaba acciones operativas (…). También me gustaría dejar constancia de que las mujeres en la sede estaban disfrazadas de secretarias, pero todas eran agentes operativas”. Según su testimonio, “la Chani” participaba en la tortura de los prisioneros. “Les pegaba con palos, los pateaba, los golpeaba».[/cita]

Como lo había hecho muchas veces desde su partida, regresó a su patria en el 2006. Pero esta vez no solo la esperaba su familia. Fue arrestada para ser interrogada en relación con su trabajo en la DINA. Procesada en febrero de 2007 por su participación en la muerte de Víctor Díaz, estuvo casi tres meses con prisión preventiva. Posteriormente se le otorgaría la libertad condicional, con orden de arraigo.

Mientras Rivas estaba en Chile, Jorgelino Vergara fue arrestado e inculpado por el asesinato de Díaz. Se le conocía como “el Mocito” dentro del cuartel de Simón Bolívar. Servía café, bebidas y sándwiches a los agentes, pero también llevaba la comida a los prisioneros, hacía ronda en la sala de guardia, y el aseo del recinto. En el 2010, aceptó colaborar y contar todo lo que allí había visto. Y habló y habló. La información que entregó era espeluznante.

En su larga declaración mencionó a Rivas y dijo que dentro de la Brigada Lautaro “Adriana era agente y realizaba acciones operativas (…). También me gustaría dejar constancia de que las mujeres en la sede estaban disfrazadas de secretarias, pero todas eran agentes operativas”. Según su testimonio, “la Chani” participaba en la tortura de los prisioneros. “Les pegaba con palos, los pateaba, los golpeaba y les aplicaba corriente eléctrica”, dijo para un documental de televisión.

Ese mismo año, Rivas se fugaría y, vía Argentina, regresaría a Australia. En una entrevista concedida el 2013 a la radio SBS de ese país, Rivas recordó con nostalgia su experiencia en la DINA. “Esos años fueron los mejores de mi juventud. No me arrepiento porque para mí era un trabajo, una oportunidad para sobrevivir”.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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