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Conflicto en La Araucanía: el miedo a la autonomía Opinión

Conflicto en La Araucanía: el miedo a la autonomía

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El tema pasa del conflicto Mapuche pasa por confiar en la capacidad de los actores locales para ejercer un creciente gobierno sobre sus vidas y territorios y establecer las bases para que ello ocurra. Y entender que solo a través de esos actores se puede transitar hacia la plurinacionalidad: hasta ahora los empresarios han sido renuentes a entender que la economía se vive en sociedad. Ante la inminencia del cierre de la faena o frente a los tráficos que convierten incendios y robos en ganancias, el reconocimiento es la garantía más cierta de sostenibilidad. Para que ello ocurra, no obstante, es menester restituir y desarrollar una genuina responsabilidad empresarial, generadora de empleos dignos y de resguardos ambientales, sujeta al Az Mapu, la sabiduría ancestral. Junto con ello es necesario avanzar en una institucionalidad que garantice la autonomía política, jurídica y administrativa local, y asegure, estableciendo un marco para las relaciones interculturales,  condiciones de seguridad y bienestar en el territorio.


No es el conflicto Mapuche, es el problema de un Estado que se constituye y se desarrolla sobre la base de una diversidad cultural que desconoce y que le resulta ingobernable. Ello invita a examinar algunos de los marcos de referencia a través de los que se leen las relaciones entre la institucionalidad pública y el conglomerado de colectivos que caen bajo su jurisdicción. En este contexto el tema de las autonomías y el temor que su ejercicio suscita en las clases dirigentes ocupa una posición fundamental, especialmente si se considera que en los actuales contornos del territorio nacional habitan poblaciones que no hace mucho fueron sometidas a una jurisdicción que le era por completo ajena. Tales son los casos de la chilenización de Arica y  Tarapacá, la anexión de Rapa Nui, el exterminio de los pueblos australes y la ocupación militar del Wallmapu en la segunda mitad del siglo XIX. 

El modelo imperante es, sin duda, colonial. La inspiración de las clases gobernantes no es otra que la de una metrópoli que se autodefine como superior y que emprende una descabellada gesta modernizadora sobre los pueblos sometidos a su imperio. Pero, naturalmente, esta contradicción no agota la explicación de los asuntos no acabados, postergados u omitidos en la construcción de este Estado, ocupando un lugar central la relación con el pueblo Mapuche. Lo Mapuche infiltra lo chileno (como también lo chileno permea lo Mapuche). Se evidencia en las palabras, en la piel,  pero de ello se reniega. La renuncia a lo indígena y a lo mestizo, ha tenido la doble tarea de asegurar los privilegios en manos de las elites y, al mismo tiempo, de gobernar las subjetividades: lo mestizo se convierte en estigma y el estigma en vergüenza. Y así transitó una parte importante de la historia chilena contemporánea. 

El estigma asociado a lo indígena pesa en lo cotidiano y engendra resentimiento. Las relaciones interculturales se dan en un marco de una singular conflictividad larvaria, dispuesta a eclosionar cuando la circunstancia histórica así lo permite. Este estigma es invisible para una población chilena que no ha vivido bajo una ocupación extranjera. Para el pueblo Mapuche, en cambio, el castigo por su diferencia y la obligatoriedad compulsiva de aprender los símbolos de la nación vencedora ha sido la tónica de su vida. Sin embargo, en el Wallmapu se conoce al chileno (wingka) como extranjero, y como peñi o lagmien a su habitante.

El gobierno de los territorios indígenas se ha ejercido, pues, sobre la base de una definición equívoca: el de una nación soberana. Ello permitió que gobernadores, políticos y misioneros obraran como si sus interlocutores pronunciaran un mismo verbo.  El curita que llevaba galletas a los niños y niñas de una agradecida familia no sabía que, tras su partida, las galletas eran arrojadas al fuego: la abuela entendía que venían envenenadas, como me lo comenta la niña de esta historia. La toxicidad occidental infiltrada a través del dinero, de las prédicas, de los compromisos electorales, no tardaba en ser instrumentalizada para propósitos contrarios que los pregonados por el misionero. La línea divisoria entre Mapuche y no-Mapuche pudo de este modo recrearse en cada instancia histórica en que, bajo condiciones de sometimiento, se vivió en el país.

La recreación de fronteras se da en contextos culturales, históricos y regionales heterogéneos. Aunque por muchos – tanto adversarios como adherentes – imaginada como una sociedad unitaria, lo que históricamente mejor ha caracterizado al pueblo Mapuche en sus interacciones con las sociedades conquistadoras ha sido lo contrario: la fragmentación, la ductilidad y la diversidad son parte de una comunidad que se reconoce con una misma identidad pero expresada de múltiples modos, lo que sin duda, desconcierta a los wingka de lado y lado. Sus dirigentes pueden transitar por vías tan distintas como las del autonomía radical, pasando por las vías institucionales, hasta la adhesión de algunos a las clases empresariales. Pero la identidad del ser Mapuche no escapa a ninguna de estas expresiones.

En un contexto de crisis social, de deslegitimación de las instituciones públicas y de denuncia de las múltiples discriminaciones de las que son víctima importantes segmentos de la población, la diferencia cultural robustece su cuerpo político. El despliegue del ser Mapuche en la arena política se favorece gracias a condiciones históricas como lo pudieron ser la Reforma Agraria, la transición a la democracia o el programa Orígenes, pero mucho más incendiario ha sido el efecto causado por las empresas forestales que, junto con las hidroeléctricas (y, también, aunque a menor escala, las salmoneras), cercenaron parte del Wallmapu, privando, además, a sus habitantes del acceso a sus recursos básicos.

La rabia no puede escapar al análisis: cada acto, cada gesto de desprecio, cada signo de arrogancia pesa en la memoria de los subalternos. La indigencia intelectual de la clase empresarial, la miopía política de los dirigentes y la actitud auto complaciente de la sociedad chilena desfondaron los procesos interculturales de modo que, al llegar la hora del conflicto, la institucionalidad se encuentra privada de recursos para encararlo. En ausencia de espacios políticos de expresión, el caudal de ira acumulada corre por canales diversos que van desde una fingida obediencia hasta la insurrección. 

El contexto de crisis social en el lado chileno de la frontera estimula la identificación de una población enardecida por la desigualdad con las luchas y causa Mapuche (en conjunción con una gran variedad de otras demandas) y profundiza las querellas históricas. La radicalidad del contexto polariza las posiciones y surgen tanto esencialismos amenazantes como condescendencias paternalistas, ambos conducentes a caminos sin salida. Unos reclaman el imperio del Estado para imponer sobre el territorio la Ley y el Orden, otros llaman a desalojar a las forestales del Wallmapu, mientras un sector de la ciudadanía evita pronunciamientos críticos relativos al oprimido. 

Pero, conviene insistir aquí, este es un conflicto de Estado y, por lo tanto, compromete a toda la población, Mapuche, chilena y a las demás identidades culturales. El conflicto plantea la posibilidad de aprender a construir un Estado plurinacional en el marco de la redacción de una nueva Constitución.  Sin embargo, la tarea que queda por delante no es menor. Este primer paso solo puede proveer de un cimiento para la construcción de edificios cuya inexistencia preserva la intemperie política, jurídica y social en la que ha transcurrido la interculturalidad. 

Una vez declarada la plurinacionalidad deviene la pregunta: “Y ahora, ¿qué?” 

Conviene, pues,  reflexionar acerca de la tarea que sigue. Es preciso asumir que, en lo inmediato, el problema no tiene solución. Lo que se requiere por lo pronto es gestionar el conflicto y avanzar en torno a un reconocimiento sustantivo de la diferencia. Reconocer es, en sentido estricto, renunciar a los privilegios que se han granjeado sobre la base del despojo: abdicar de la soberanía ejercida sobre territorios ajenos, renunciar al gobierno sobre aquellos a quienes un gobierno igualmente ajeno se ha impuesto, y devolver los territorios mal habidos. Pero reconocer también supone juicio crítico, capacidad de interlocución y de propuestas: no es posible ni deseable restaurar un país sino que hay que construirlo. La implementación de un reconocimiento sustantivo pasa por desmantelar los posicionamientos que reproducen la desigualdad: paternalismo (creer sea que ha de prevalecer la verdad propia por sobre la de los otros o sea que la salvación del otro está en las manos propias), el desprecio (suponer al otro incapaz de asumir la tarea), la desconfianza (constituir el engaño en la moneda de cambio) y el resentimiento (proyectar indiscriminadamente en el otro el daño recibido). 

En el núcleo de los temores de las clases dirigentes está aquel que engendra la lucha por la autonomía, concepto que se asocia rápidamente a secesión, balcanismo y confrontación. Para ellos,  la autonomía solo es motivo de preocupación cuando sus intereses se ven amenazados. De hecho, durante buena parte de estos últimos dos siglos probablemente la mayoría de las comunidades rurales vivieron una autonomía de facto producto de la ausencia del Estado. En un contexto en que los reclamos por autonomía cobran visos de realidad, se exacerba el temor sea por perder la heredad mal habida, sea por la conciencia culposa de quienes han abusado de sus privilegios, sea por la profunda suspicacia hacia al otro. De la orilla contraria de la frontera no falta la propensión revanchista que exige rápidamente recuperar lo propio, al tiempo que retribuir la violencia 20

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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