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Afganistán: el muro en el que se estrellan los imperios ANÁLISIS

Afganistán: el muro en el que se estrellan los imperios

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Gilberto Aranda B.
Por : Gilberto Aranda B. Profesor titular Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile.
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El recuerdo del proyecto de George W. Bush y los neoconservadores de Estados Unidos para crear un “Gran Medio Oriente” termina de desplomarse, junto a la sorpresa de la administración Biden, que fue incapaz de prever la velocidad del asalto final talibán. Se trata del triunfo de una milicia organizada en torno a una fe radical y en lucha permanente. La política de las identidades llevada al paroxismo.


La estructura de la historia en espiral de filósofos como Giambattista Vico, aquella que rivaliza con el continuo lineal del cristianismo y su versión secular de la progresión histórica moderna, pareció concretarse en la abrupta evacuación de funcionarios y marines de Estados Unidos de su embajada en Kabul el día de ayer, junto con la huida de diplomáticos occidentales, más cientos de miles de desplazados que huyeron hacia la India y Pakistán, en una nueva tragedia humanitaria.

Muchos recordaron la entrada a Saigón por el Ejército Popular de Vietnam y el Viet Cong el 30 de abril de 1975. Sin embargo, la imagen más bien se asemeja a una nueva estación en la dilatada historia de las sucesivas presencias imperiales provenientes del Oeste en el país de Asia Central, todas derrotadas por el escenario afgano: un intrincado paisaje de llanuras, desiertos y altas montañas que, al estar situado en el centro de Asia, lo convierte en un rompecabezas geopolítico.

Su geografía humana es un verdadero mosaico, en el que son apreciables diferencias cromáticas y de textura. Los pashtunes, alrededor del 40% de la población, comparten origen con los habitantes del norte de Pakistán, cultivando el más precoz “proyecto nacional afgano” en el siglo XX, coexistiendo con tayikos, uzbekos, hazaras (únicos shiíes), más grupos de baluchis, brahuis y nuristanís. En esa diversidad el Islam, que se introduce recién en el siglo IX d. C., funciona como un factor aglutinante de carácter supraétnico y supratribal, proveedor de un relato de cohesión social.  

El primer “conquistador” del Oeste sería Alejandro Magno de Macedonia, quien en el 327 a. C., en su camino hacia los reinos de la India, cruzó dicho territorio, después disputado entre sus sucesores seléucidas y los bactrianos de Asia Media y los indios de Punjab. No obstante, serían las invasiones modernas las que dejarían una huella más profunda: desde los británicos que, en el “Gran Juego” contra los intereses zaristas para proteger la perla de su corona, La India, sostuvo en el siglo XIX las 2 guerras anglo-afganas: la primera entre 1839 y 1842, y la segunda de 1878 a 1880. La estructura política ultramarina más extensa de la historia humana no fue capaz de derrotar a los afganos. Entre ambas se selló el carácter de Afganistán de “Estado colchón o amortiguador”, es decir, con la función de evitar o impedir que los imperios ruso y británico colisionaran directamente.

En la última etapa de la Guerra Fría, ya con Afganistán transformada en República, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas intentó nuevamente una campaña sobre dicho país entre 1979 y 1989, movidos por el temor a un potencial incremento de la resistencia en sus repúblicas islámicas y la extensión de una rebelión en la zona. Se trataba de una invasión fuera de su esfera de influencia de países socialistas, con lo que parecía continuar el derrotero de la época de Pedro el Grande.

Pero Afganistán mostró nuevamente que, más que un pantano donde los ejércitos extranjeros zozobran, era un remolino al cual es relativamente fácil ingresar aunque muy difícil salir y menos sin costos. Y aunque hubo diversas resistencias, la figura del muyahidín, esto es, un “combatiente por la fe”, se hizo célebre. El saldo humano fue 1 millón de muertes afganas y al menos 10 mil rusos. También emergió la asistencia militar y económica de Estados Unidos a los muyahidines, y la colaboración de la CIA en la operación Viento Sagrado (1984) con un luchador saudí, Osama bin Laden, con quien rompió en 1985, lo que no impidió que en 1991 este formara Al Qaeda. Dos años antes, los soviéticos habían evacuado el país. 

El poder del gobierno pro ruso resistió hasta 1992, luego de lo cual se abrió una etapa de luchas tribales que fue aprovechada por los talibanes (o estudiantes), quienes desde sus bases en Peshawar y Kandahar, financiadas por Pakistán y Arabia Saudí, consolidaron su poder en Afganistán hacia 1996. El discurso anticorrupción, el decadentismo, y la fatiga de una población deseosa de estabilizar la situación después de casi dos décadas de reyertas intestinas, fortaleció el liderazgo de las autoridades tradicionales religiosas, con el Mullah Omar a la cabeza. Se trató de un régimen religioso de corte radical –aunque más bien una tergiversación del mensaje islámico, a mi entender–, que en materia de género impuso la práctica de purdah, una costumbre que nace en la sección septentrional del subcontinente indio y cultivada entre musulmanes e hindúes locales, que determina la reclusión y aislamiento de las mujeres respecto de los hombres que no fueran sus parientes directos.

Dicho registro impuso la burka para evitar que la piel del cuerpo femenino pudiera ser vista en público, o la prohibición a las mujeres para estudiar y trabajar fuera de la casa, e incluso consintió el matrimonio familiarmente concertado para una niña una vez que tuviera su primera menstruación. Se trató de una estricta separación de género en que lo público y comunitario social está reservado a los varones y lo familiar privado es el campo permitido para que las mujeres se desenvuelvan, apartándose de la trayectoria de uno de los primeros países que había aprobado el sufragio femenino en fecha tan temprana como 1919. Para una mujer salirse del esquema talibán podría significar la dilapidación.

La caída de las Torres Gemelas marcó un nuevo punto de inflexión. Bajo el primer nombre de “Justicia Infinita”, acompañando del discurso de la Guerra contra el Terror, Estados Unidos acometió una campaña de bombardeos, primero, seguida de infiltración de comandos y tropas para perseguir a las células de Al Qaeda, y derribar todo lo que impusiera en su objetivo. Han pasado 20 años, y un retiro gradual en el número de tropas, primero con Obama, seguido por Trump después, decantó en un Presidente Biden que reconoció que completaría la salida de la zona. Se dio un plazo de 30 días, pero los talibanes sorprendieron una vez más por la celeridad con la que tomaron la capital afgana.

La pregunta es qué hay detrás de estos movimientos. Para comenzar, conversaciones con China para que Beijing reconozca el nuevo poder en Kabul. También anuencia pakistaní con su antiguo aliado, distanciado al elegir prestar cobertura aérea e información de inteligencia a Washington en época de Bush Jr. Adicionalmente, la cautela rusa que sabe que debiera mantener al islamismo radical lejos de sus fronteras, para evitar insuflar la llama islamista en el Cáucaso, por ejemplo. Y, por cierto, un Qatar que durante años prestó refugio a altos dirigentes de la milicia talibán y que rápidamente los puso en el teatro de operaciones. 

No se puede ignorar que el emirato que los talibanes intentan establecer –categoría que deriva de la palabra “Emir” o “el que ordena”, asimilado a un jefe regional que teóricamente responde a un califa–, tendrá entre sus principales adversarios de la región a Irán, con el que comparte una extensa frontera, y es otro Islam revolucionario, además de tener entre sus contendientes a la casa Saud instalada en Riad. Simultáneamente, la línea política está claramente más cerca de Al Qaeda Central, como deriva de la postergación de la construcción de un califato para una fase ulterior, y sus filiales en la península Arábiga, el Magreb y el Grupo Al Khorasan, antagonizando con el Daesh y sus aliados en Yemen, África y el Sudeste Asiático.

El recuerdo del proyecto de George W. Bush y los neoconservadores de Estados Unidos para crear un “Gran Medio Oriente” termina de desplomarse, junto a la sorpresa de la administración Biden, que fue incapaz de prever la velocidad del asalto final talibán. Se trata del triunfo de una milicia organizada en torno a una fe radical y en lucha permanente. La política de las identidades llevada al paroxismo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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