El oscuro procedimiento de designación del Fiscal Nacional, las reuniones que mantuvo con los senadores que debían votar su nominación, incluyendo a algunos directamente involucrados en los hechos, los diversos gestos que debió hacer para no ser rechazado y sus disputas con algunos de los fiscales más visibles en la persecución de los casos, lo han transformado a él –y por asociación a todo el Ministerio Público– en el gran responsable de la impunidad de los poderosos en unos casos que, para la mayoría de los chilenos, mostraron la trastienda de una política que hacía ya tiempo se había desconectado de los ciudadanos comunes.
Uno de los aspectos más dramáticos de la crisis institucional en la que nos encontramos dice relación con la deslegitimación del sistema de persecución penal encabezado por el Ministerio Público. Se ha confirmado y vuelto insoportable la percepción de que la expresión más dura del Estado, como es su capacidad de actuar por la fuerza contra una persona que supuestamente ha cometido un delito, está de algún modo controlada o digitada desde ciertos grupos políticos, económicos o sociales. Me temo que, de no restablecerse la confianza en una persecución razonablemente neutral e igualitaria, la gobernabilidad del país será muy difícil de reconstruir o se logrará sobre la base de una progresiva degradación, como la que hemos visto en muchos países de nuestro entorno.
Nos parece que los elementos fundamentales de dicha crisis fueron dos: por una parte, la operación destinada a lograr una generalizada impunidad en el escándalo de financiamiento ilegal de la política y corrupción que se inició en 2014; y, por otra, el estigma que ha marcado la gestión del actual Fiscal Nacional y que proviene del proceso en el que fue designado en 2015.
Si miramos lo que ocurrió con los casos de financiamiento ilegal desde una perspectiva conspirativa, se trataría de una operación casi perfecta. La mayoría de los involucrados en los hechos no ha sido procesado, no sabemos en cuántos casos ni siquiera conocemos los hechos, y en los que se realizó algún avance, este derivó en soluciones negociadas con bajo contenido punitivo, en abandonos de la persecución por falta de condiciones para continuarla, solo en un par de casos habrá juicios con decisiones definitivas y públicas sobre los delitos cometidos. Pero lo más notable es que quien aparece como principal perjudicado en su imagen es alguien que, en realidad, no tuvo demasiada influencia en el proceso, el Fiscal Nacional.
La causa principal de la impunidad fue la grotesca intervención política sobre el Servicio de Impuestos Internos (SII), perpetrada por dos gobiernos de signo opuesto con un apoyo unánime de la clase política y empresarial. Si podemos identificar una segunda causa importante, esta ha sido un estrechamiento de los criterios judiciales, que se han ido poniendo cada vez más estrictos en cuestiones como la exigencia de la autorización del SII, los desafueros de parlamentarios o el modo de interpretar los tipos penales tributarios.
En realidad, el Fiscal Nacional no ha tenido demasiada influencia sobre el resultado final de la persecución de estos delitos, en la mayoría de los casos la persecución se ha continuado hasta donde se ha podido y los malos resultados no son atribuibles al Ministerio Público sino en una proporción limitada.
Sin embargo, el oscuro procedimiento de designación del fiscal, las reuniones que mantuvo con los senadores que debían votar su nominación, incluyendo a algunos directamente involucrados en los hechos, los diversos gestos que debió hacer para no ser rechazado y sus disputas con algunos de los fiscales más visibles en la persecución de los casos, lo han transformado a él –y por asociación a todo el Ministerio Público– en el gran responsable de la impunidad de los poderosos en unos casos que, para la mayoría de los chilenos, mostraron la trastienda de una política que hacía ya tiempo se había desconectado de los ciudadanos comunes y había entrado en relaciones indecentes con grandes empresas y grupos de interés.
Como operación política, una obra maestra, se logra un objetivo muy impopular y las culpas recaen sobre alguien distinto de los beneficiarios. Desde el punto de vista institucional, un desastre, las relaciones corruptas entre la política y los grupos económicos no solo deslegitiman a los involucrados, sino que además contaminan al Ministerio Público y a todo el sistema de justicia.
La pregunta es: ¿cómo salimos de esto?
En mi opinión, existen dos cuestiones institucionales que resolver y que no resultan nada fáciles, tanto por su complejidad técnica como política.
La primera es el proceso de designación de las cabezas del Ministerio Público, Fiscal Nacional y Fiscales Regionales. El actual sistema replica los vicios de la designación de los ministros de las Cortes de Apelaciones y Suprema, también en crisis, y debe ser radicalmente abandonado.
Requerimos un sistema de designación de fiscales que produzca legitimidad tanto por su transparencia como por su capacidad de establecer vínculos con las comunidades a las que esos fiscales deben servir. La respuesta más obvia es la elección popular de los fiscales, como la que existe en Estados Unidos. El problema está en la posibilidad de que la persecución penal se politice.
En mi opinión, hay que buscar formas de selección de los fiscales que, sin ser elecciones populares, den lugar a un debate amplio acerca de la trayectoria de los candidatos y sobre las expectativas sociales acerca de la conducción de la persecución, junto con formas, posteriores a la elección, de rendición de cuentas de los fiscales frente a la comunidad.
La segunda cuestión consiste en dejar de hacer que el Ministerio Público responda por cuestiones que no controla, como es la persecución de los delitos tributarios. Actualmente existen varias normas que establecen límites a la facultad de dicho organismo para perseguir ciertos delitos, un ejemplo importante es la de los delitos vinculados a las prácticas monopólicas. Sería bueno que la nueva Constitución estableciera con claridad que la facultad de perseguir todos los delitos es del Ministerio Público y que leyes particulares no pueden establecer excepciones.
Por último, y a pesar de que se trata de una cuestión distinta, también es necesario distinguir con claridad las responsabilidades del Ministerio Público respecto de las de la policía. Actualmente, una gran fuente de deslegitimación del Ministerio Público es la existencia de una gran cantidad de casos donde no se logra identificar un sospechoso. Esa tarea es propia de la policía y es ella la que debiera responder ante la comunidad por los resultados de una actividad respecto de la cual los fiscales tienen muy poco que hacer.