En un país en que los mecanismos de democracia representativa –como el nuestro– han sido distorsionados demasiadas veces por la «captura» de intereses económicos o culturales poderosos, se entiende el rechazo casi instintivo a mecanismos de democracia representativa. Pero si se aquilata que este proceso constituyente partió y finalizará con mecanismos de democracia directa (el plebiscito habilitante de octubre pasado, y el de ratificación, que tendrá lugar el próximo año), y que la elección de nuestros representantes en la Convención dio lugar a un cuerpo tan diverso como lo es la sociedad chilena, podríamos confiar en que nuestros valores y principios, así como nuestros intereses y preferencias, podrán ser deliberados por las y los convencionales que elegimos democráticamente, a lo que se añadirá el insumo que aportarán las organizaciones y las ciudadanas y ciudadanos que concurrirán a hacer sus propuestas a la Convención.
Una de las particularidades valiosas del proceso constituyente actualmente en curso, es el radical contraste que exhibe –en materia de participación ciudadana– respecto de las anteriores experiencias de cambio constitucional en Chile. En efecto, aun dejando fuera el grotesco caso de una Constitución (la de 1980), cuya elaboración se originó cuando la dictadura le encargó a un grupo de juristas afines que prepararan un anteproyecto entre cuatro paredes, las cartas de 1833 y 1925 no contemplaron ni plebiscitos habilitantes ni la elección democrática de los entes que las redactaron. Dicho esto, y en consonancia con las recomendaciones de las Naciones Unidas y de organizaciones internacionales especializadas en procesos constituyentes (como IDEA Internacional), existe consciencia entre las y los convencionales constituyentes respecto de la importancia de asegurar, durante la discusión y adopción de un nuevo texto constitucional, que existan amplios espacios para recibir aportes de la ciudadanía.
En este contexto –y luego de que se hubiera desestimado por la Comisión de Reglamento–, la Comisión de Participación Popular de la Convención propuso la idea de introducir lo que denomina el “plebiscito popular dirimente”, esto es, un mecanismo de participación ciudadana para adoptar normas que (no habiendo alcanzado el quórum de aprobación de 2/3) conciten el apoyo de al menos 3/5 de los convencionales, para así ser incluidas en el texto de nueva Constitución.
La propuesta contempla un solo plebiscito dirimente durante el proceso de elaboración del texto de nueva Carta Fundamental que, de realizarse, se llevaría a cabo antes del último mes de funcionamiento de la Convención. Luego de proponer reducir la edad para ejercer el voto en esta instancia (desde los 16 años), la Comisión de Participación Popular declara que: “Para la convocatoria a plebiscito deberán llevarse a cabo las reformas a los cuerpos normativos pertinentes”, requisito que ha sido interpretado por la mayoría de los convencionales como uno que exige una reforma constitucional previa aprobada por el Congreso Nacional –aunque, para otros convencionales, el introducir estos plebiscitos dirimentes sería algo que la Convención puede hacer unilateralmente–.
Más allá de que noción que la Convención podría introducir por sí misma un plebiscito dirimente es incompatible con el artículo 133 de la Constitución –que, en lo pertinente, señala que “La Convención no podrá alterar los quórum ni procedimientos para su funcionamiento y para la adopción de acuerdos”–, ya que, al incorporar un mecanismo que permite obviar el requisito de contar con 2/3 de los convencionales constituyentes para introducir normas en el texto de la nueva Constitución, incurriría nítidamente en la prohibición establecida por la norma mencionada más arriba, aun si los plebiscitos dirimentes fueran debidamente autorizados por una reforma constitucional introducida por el Congreso Nacional, la iniciativa presenta problemas, como veremos a continuación.
En una era en que la democracia representativa se encuentra bajo un fuerte cuestionamiento, no es de extrañar que la apelación permanente a mecanismos de democracia directa, como los plebiscitos, sea tan atractiva. La posibilidad de que las preferencias –no mediadas por representantes— del electorado zanjen todo tipo de asuntos públicos aparece, para muchos, como algo infinitamente más democrático que la toma de decisiones por parte de órganos representativos susceptibles de ser «capturados» (por intereses económicos o de otra índole). Dicho esto, la utopía de un sistema democrático en que la ciudadanía es constantemente convocada a decidir sobre asuntos públicos ya fue planteada –hace más una generación, a comienzos de los años noventa– por el candidato presidencial estadounidense Ross Perot, quien, en los albores de la masificación de la internet, declaró que su país estaba ad portas de establecer un sistema en que cada semana o mes se plantearía a los millones de electores de ese país una pregunta que podría responderse desde la tranquilidad de sus hogares, por el simple expediente de teclear sí o no desde sus ordenadores. Si bien su propuesta de «teledemocracia» no suscitó mayor adhesión entre los votantes, el creciente descontento con la democracia representativa en muchos países ha vuelto a poner a la democracia directa en el centro del debate sobre la mejor forma de adoptar decisiones colectivas.
Dado este escenario, puede ser útil recordar lo planteado hace más de una generación por Sherman J. Clark (1999), quien alertó respecto del peligro del recurso exagerado a los mecanismos de democracia directa, enfatizando que la desigual inclinación a participar en ellos por parte de diferentes grupos sociales, así como los distintos grados de información sobre temas públicos que exhiben, obliga a pensar muy bien cuándo es aconsejable echar mano a mecanismos de democracia directa, y cuándo no. Puesto en otras palabras, en sociedades de masas como las contemporáneas, una democracia vigorosa parece demandar una combinación de mecanismos representativos/deliberativos con mecanismos participativos.
El problema planteado es particularmente relevante en el caso de la adopción de una norma tan fundamental como una carta constitucional, cuya discusión y acuerdo requiere una aproximación sistémica, que se resiste a la simplificación que otros asuntos públicos sí permiten. Así, por ejemplo, el referido Clark sostuvo que los plebiscitos fuerzan a plantear preguntas binarias a los electores, impidiendo la expresión de prioridades entre diferentes temas y, en especial, hacen difícil que se interprete la intensidad de algunas de sus posiciones. En contraste con los plebiscitos, continuaba este autor, la democracia representativa “facilita el uso efectivo del poder político, al permitir que los votantes expresen tanto sus preferencias por un solo tema, como sus prioridades entre temas (…), ya que la representación permite, e incluso exige, que los votantes hablen no solo de lo que quieren, sino también lo que más quieren”.
En un país en que los mecanismos de democracia representativa –como el nuestro– han sido distorsionados demasiadas veces por la «captura» de intereses económicos o culturales poderosos, se entiende el rechazo casi instintivo a mecanismos de democracia representativa. Pero si se aquilata que este proceso constituyente partió y finalizará con mecanismos de democracia directa (el plebiscito habilitante de octubre pasado, y el de ratificación, que tendrá lugar el próximo año), y que la elección de nuestros representantes en la Convención dio lugar a un cuerpo tan diverso como lo es la sociedad chilena, podríamos confiar en que nuestros valores y principios, así como nuestros intereses y preferencias, podrán ser deliberados por las y los convencionales que elegimos democráticamente, a lo que se añadirá el insumo que aportarán las organizaciones y las ciudadanas y ciudadanos que concurrirán a hacer sus propuestas a la Convención. Todo lo cual sugiere que el proceso constituyente en marcha combina, razonablemente bien, mecanismos de democracia participativa y deliberativa.