Es imperativo cambiar, pues el mero crecimiento primario exportador ha dejado de ser una opción de crecimiento y de desarrollo. Ya ni las exportaciones primarias ni el país pueden crecer a los ritmos de hace décadas, ni a los ritmos que se necesitan en el presente, sin entrar en el terreno de lo tecnológico y lo competitivo y sin tener horizontes de mediano y largo plazo. El país ha cambiado, el mundo ha cambiado, las necesidades sociales y económicas han cambiado y se necesita que cambien también los tratados internacionales que el país firme a futuro, de modo de convertirlos en herramientas al servicio de nuevos modelos de desarrollo y no ya al mero servicio del desarrollo primario exportador.
Chile es uno de los países, por lo menos en el ámbito latinoamericano, que más tratados de libre comercio ha firmado con otros países del planeta. Entre los grandes de este mundo, tenemos tratados de libre comercio con Estados Unidos, con China, con la Unión Europea y con Japón. También los tenemos con el Mercosur, con México, con Centroamérica y con casi la totalidad de los países de la América del Sur. Todos esos tratados de libre comercio se han firmado durante los últimos 30 años, es decir, en el período de recuperación democrática. Pinochet, por el grado de aislamiento y de repudio internacional que generaba, no estaba en condiciones de firmar tratados de ninguna naturaleza con nadie.
En los gobiernos de la Concertación recae la responsabilidad fundamental de haber promovido y firmado la mayoría de esos acuerdos, pero cada uno de ellos era necesariamente ratificado posteriormente por el Parlamento, sin lo cual, en nuestra institucionalidad, ningún tratado internacional puede entrar en vigencia. Es, por lo tanto, una responsabilidad del conjunto del país político y económico el haber concurrido a firmar y ratificar estos acuerdos.
¿Por qué se generó tan alto grado de consenso nacional en torno a esos acuerdos? ¿Para qué han servido esos acuerdos? ¿El balance que se puede hacer de ellos es positivo o negativo? Una primera respuesta a esas muchas interrogantes es reconocer que esos tratados de libre comercio sirvieron a Chile para crecer económicamente. En estos 30 años de democracia las exportaciones han sido la herramienta fundamental de nuestro crecimiento económico, y esas exportaciones han crecido en alta medida apoyadas en los tratados de libre comercio que se firmaron. En 1990, las exportaciones del país alcanzaron a los 8.522 millones de dólares, y en el año 2020 fueron de 73.485 millones de dólares.
Un incremento de más de 700 %. Eso no habría sucedido sin las preferencias establecidas en los tratados comerciales firmados y ratificados en esos 30 años. Pero se trata de un tipo particular de crecimiento. Al abrir nuestro comercio exterior, y al ganar mercados externos para nuestros productos, hemos podido vender más cobre, más frutas, más maderas, más salmones, que lo que hubiera sucedido sin la firma de dichos tratados.
Eso era lo que podíamos ofrecer al mundo, lo que el mundo estaba dispuesto a comprarnos y lo que permitía que la producción, medida por la vía del PIB, creciera en el país. Firmados los acuerdos y dejado el resto al imperio de las fuerzas del mercado, no hemos podido vender cualquier cosa, sino esas mercancías que constituían y siguen constituyendo los bienes en los cuales Chile tiene ventajas comparativas, que están dadas en alta medida por la generosidad de la naturaleza. Al mismo tiempo, los acuerdos comerciales han significado que hemos tenido que abrir nuestros mercados para que entren, sin aranceles, los productos manufacturados –mecánicos, químicos, eléctricos, computacionales, etc.–, con lo cual quedaba comprometida la capacidad de producir internamente esos bienes de mayor contenido tecnológico.
A las fuerzas que asumieron la conducción del país a la caída de la dictadura les interesaba vitalmente crecer, pues eso generaba legitimidad y estabilidad política a su gestión gubernamental y generaba recursos para emprender diferentes programas sociales relacionados con la reducción de la pobreza. Los acuerdos comerciales internacionales eran una vía bastante prometedora para conseguir esos objetivos. Se pensaba, además, que no era posible en esos delicados momentos históricos por los que atravesaba el país caminar por la vía de lo nuevo y de lo riesgoso. También empujaba en esa dirección la fuerza de las ideas dominantes en los círculos académicos y políticos del mundo entero, incluidos los organismos internacionales, que postulaban que el libre comercio nacional e internacional, generaba las mejores condiciones para el bienestar y el crecimiento de los países. Posteriormente, los éxitos de la vía por la cual se caminaba –o la no irrupción o visualización de todas sus limitaciones y problemas– impedía pensar en cambios, pues nadie se juega por cambiar lo que se supone está funcionando bien. Además, no se suman fuerzas sociales y políticas favorables al cambio cuando todavía se vive con la ilusión de que se camina por la senda correcta.
¿Era inescapable hacer lo que se hizo? Era inescapable tratar de vender más cobre, más madera y celulosa, más frutas y más salmones. Lo que era evitable era que los ingresos que todas esas producciones generaban no se canalizarán hacia la generación de capacidades competitivas, es decir, promover la producción de otros bienes y servicios que permitieran competir en el mercado internacional contemporáneo. En otras palabras, se careció de un Estado promotor, regulador y emprendedor que tuviera horizontes productivos, de mediano o de largo plazo, de carácter tecnológico y competitivo. En alta medida, la Constitución vigente impedía y sigue impidiendo que el Estado asuma roles de esa naturaleza en el terreno económico y, por ello, se espera que eso cambie con la nueva Carta Fundamental que está en vías de redactarse.
Emprender caminos de esta naturaleza tiene indudablemente riesgos, pues es caminar por terrenos no transitados por el país en las últimas décadas y emprender tareas que tendrán muchos antagonismos en el plano nacional e internacional. Pero es imperativo cambiar, pues el mero crecimiento primario exportador ha dejado de ser una opción de crecimiento y de desarrollo. Ya ni las exportaciones primarias ni el país pueden crecer a los ritmos de hace décadas, ni a los ritmos que se necesitan en el presente, sin entrar en el terreno de lo tecnológico y lo competitivo y sin tener horizontes de mediano y largo plazo. El país ha cambiado, el mundo ha cambiado, las necesidades sociales y económicas han cambiado y se necesita que cambien también los tratados internacionales que el país firme a futuro, de modo de convertirlos en herramientas al servicio de nuevos modelos de desarrollo y no ya al mero servicio del desarrollo primario exportador.