En toda la historia constitucional del país, siempre ha habido una pugna entre derechos e intereses privados en lo público, que ha privilegiado la dominación sobre las personas y la simple administración en la economía, suponiendo que todos son iguales. Así, la Constitución de 1980, mirada desde los sujetos constitucionales, fue pensada como iure imperii, es decir, con una supremacía restrictiva del Estado de los derechos y libertades políticas de los ciudadanos. Al revés, en materia económica, el Estado se dotó solo de poder de administración, poniendo en situación de igualdad a los sujetos económicos en un mercado abusivo, concentrado y sin poder regulatorio estatal, que buscara equidad política, transparencia y reglas de competencia en los mercados. Es exactamente lo que André Hauriou denominó “un estatuto negativo del individuo”. En ello está el origen de una economía ultraconcentrada, el Estado subsidiario, la ausencia de derechos garantizados e, incluso, la invisibilidad de sujetos constitucionales como los niños y adolescentes o los adultos mayores, las discriminaciones de género y la crisis de confianza democrática, que en gran medida terminó en el estallido social hace dos años.
Finalmente, la Convención Constitucional pasó a la elaboración del articulado de fondo de la nueva Constitución. Pocos esperan un debate pacífico en los primeros meses, no solo por la complejidad de los temas sino también por la coincidencia temporal con la elección Presidencial y la renovación del Congreso, en un ambiente político altamente fragmentado y con tendencias a la polarización.
La regla esencial de prudencia sería tratar de no mezclar los debates, pero ello parece imposible de cumplir. La volatilidad del electorado opera como un imán para los mensajes fuertes, la descalificación y la trinchera ideológica, a objeto de ganar votos.
En nuestro sistema político actual, de muy amplia pluralidad de representaciones, lo escaso son los acuerdos de base o reglas comunes, que brinden solidez a las alianzas políticas. Eso, que vale tanto para los trabajos de la Convención como para las elecciones de noviembre, tiene la particularidad electoral negativa de que los principales adversarios corresponden a sectores políticamente cercanos, posibles aliados en una segunda vuelta electoral presidencial, pero que por ahora, en medio de la anomia, pueden abruptamente cambiarse de candidato. Por lo tanto, siendo el sistema político un todo complejo y plural, su dinámica electoral debe leerse, primero, como fragmentación –los votos que requiero los tienen los candidatos de mi sector– y, luego, como radicalización extrema, sin que haya acuerdos o reglas básicas de gobernanza.
En este escenario, los candidatos presidenciales se comportan como si el próximo mandato e incluso sus reglas legales de ejercicio, no estuvieran marcados como un período de transición política. Lo que, en cualquier circunstancia, tanto desde el punto de vista de la normalidad institucional como de la estabilidad política del país, obliga a actos colaborativos y de prudencia entre los bloques políticos adversarios, y no a una “aspiración programática total” con exclusión de los otros. No tener conciencia de eso amenaza de polarización y radicalidad política al país, y presionará todo lo que se discuta y se haga en la Convención Constitucional.
El período de elaboración normativa que esta inicia, empieza con un extremo desprestigio de la mayoría de las instituciones del Estado. En parte producto de las malas administraciones de la última década, de los escándalos de financiamiento ilegal de la política y del uso corporativo del Estado en beneficio de intereses privados. Por lo mismo, inevitablemente un insumo teórico seguro de ese debate será la desaparición del presidencialismo regio y centralista aún vigente, y cambio de régimen político, hacia uno que contenga funcionalmente un regionalismo efectivo de base electiva.
De lo anterior derivará una discusión sobre el Congreso Nacional y la mantención de las dos cámaras actuales o el paso al unicameralismo; una revisión pormenorizada de la autonomía y profesionalidad del Poder Judicial, con la eventual creación de un Consejo Nacional Superior de la Magistratura; la mantención o eliminación del Tribunal Constitucional, un debate acerca de toda la institucionalidad penal, sobre los organismos de control y, naturalmente, respecto a los derechos sociales y políticos.
Ese debate deberá compatibilizar contenidos de las siete comisiones en que se organizó la Convención, sin que exista hoy una regla de hermenéutica acordada, que permita la articulación transversal de lo aprobado en cada una de ellas, ni principios claros de sistematización. Esto último sería estratégico para generar un acercamiento temático paulatino y coherente a un texto final.
En términos generales, y sin seguir la nomenclatura de las siete comisiones de la Convención, lo central en una Constitución son sus definiciones doctrinarias o contenido dogmático; la organización de Estado y de Poderes Constitucionales, incluyendo los órganos superiores autónomos, que debe producir balance y control en el funcionamiento estatal; la organización de gobierno y régimen político; el sistema de elección y renovación de autoridades; y los derechos y libertades de la ciudadanía, mirados los ciudadanos como sujetos constitucionales frente a las competencias de los Poderes Públicos y órganos del Estado.
En toda la historia constitucional del país, siempre ha habido una pugna entre derechos e intereses privados en lo público, que ha privilegiado la dominación sobre las personas y la simple administración en la economía, suponiendo que todos son iguales. Así, la Constitución de 1980, mirada desde los sujetos constitucionales, fue pensada como iure imperii, es decir, con una supremacía restrictiva del Estado de los derechos y libertades políticas de los ciudadanos. Al revés, en materia económica, el Estado se dotó solo de poder de administración (iure administracionis), poniendo en situación de igualdad a los sujetos económicos en un mercado abusivo, concentrado y sin poder regulatorio estatal, que buscara equidad política, transparencia y reglas de competencia en los mercados. Es exactamente lo que André Hauriou denominó “un estatuto negativo del individuo”.
En ello está el origen de una economía ultraconcentrada, el Estado subsidiario, la ausencia de derechos garantizados e, incluso, la invisibilidad de sujetos constitucionales como los niños y adolescentes o los adultos mayores, las discriminaciones de género y la crisis de confianza democrática, que en gran medida terminó en el estallido social hace dos años.
Es la hora de hacer emerger, pese a las dificultades del escenario, la racionalidad política que exprese lo que Luigi Ferrajoli denomina constitucionalismo social de derechos.