La pobreza y la violencia, aunque nos cueste reconocerlo, son fenómenos políticos. Por supuesto que condeno la violencia, he caminado por décadas buscando espacios de diálogos, he formado generaciones de jóvenes en el marco de las relaciones interculturales, pero, aunque yo o cualquier otra persona vocifere a los cuatro vientos la condena a la violencia, esta no terminará. Qué más quisiera yo, como lingüista, que nuestras palabras solitarias lograran tamaños efectos, pero no es así, nuestra convivencia tiene una estructura de negaciones y violencias. Cambiarla, superar la pobreza, el racismo solo se logrará bajo el más amplio diálogo político sobre las profundas razones de sus existencias.
El país se encuentra en un umbral, y en ese sitio penumbroso pueden emerger posibilidades que respondan a los grandes desafíos o reacciones que solo nos hunden todavía más en los fracasos anteriores. Es un umbral que, de hacerlo bien, promete una salida hacia el futuro, pero también hay posibilidades de no lograr salir del ayer sobre todo si se repiten las políticas racistas de ocupación del Wallmapu.
En el territorio mapuche, por décadas se ha recrudecido una violencia que pareciese no tener horizonte de salida, y hoy hay quienes buscan profundizar esos errores, afincarse en el ayer, hacer lo que se ha hecho por años, sabiendo que aquellas acciones nada bueno han traído para la construcción de los diálogos interculturales.
Desde los años 1992 las políticas del Estado se han dirigido hacia el pueblo mapuche en dos direcciones: focalización de la pobreza y políticas de seguridad o militarización. Tanto los gobiernos de la Concertación como los de la Derecha han utilizado exactamente la misma fórmula; han existido momentos donde el Ministerio de Desarrollo Social tiene la hegemonía del debate, y cuando fracasa, atento se encuentra el Ministerio del Interior para incorporar más gasto en seguridad. Esta formula fracasó, y en la actualidad es incompatible con los grandes debates que debemos darnos como sociedad plurinacional.
La pobreza y la violencia, aunque nos cueste reconocerlo, son fenómenos políticos. Por supuesto que condeno la violencia, he caminado por décadas buscando espacios de diálogos, he formado generaciones de jóvenes en el marco de las relaciones interculturales, pero, aunque yo o cualquier otra persona vocifere a los cuatro vientos la condena a la violencia, esta no terminará. Qué más quisiera yo, como lingüista, que nuestras palabras solitarias lograran tamaños efectos, pero no es así, nuestra convivencia tiene una estructura de negaciones y violencias. Cambiarla, superar la pobreza, el racismo solo se logrará bajo el más amplio diálogo político sobre las profundas razones de sus existencias.
No tengo tiempo para extenderme, pero los mapuche no éramos un pueblo pobre, sino que fuimos un pueblo empobrecido por los efectos del despojo de nuestras tierras. Y más de un siglo de atropellos logran explicar (considerando que explicar no es justificar) las rabias de un sector de nuestro pueblo.
Entonces, ¿es posible superar este embrollo de siglos con más militares? Por supuesto que no. La militarización del territorio mapuche solo traerá más tristeza y dolor.
¿Qué podemos hacer entonces? Pues, son tiempos interesantes los que nos toca habitar, no los desaprovechemos. No son muchos los instantes en la historia los que tenemos para dialogar amplia y profundamente sobre nuestras heridas colectivas y buscar caminos de sanación. Uno de estos caminos en la Convención Constitucional, por ello es necesario que allí hablemos de ciudadanías interculturales, de autonomías, de plurinacionalidad y territorio. Pero el desafío es todavía mas grande.
Para asumir estas grandes tareas históricas, un primer elemento fundamental que debe despejarse de todo discurso político es el siguiente: los mapuche no somos los enemigos internos del país. Por el contrario, somos otro de los pueblos de esta comunidad política, un pueblo prexistente al propio Estado, que buscamos nuestro reconocimiento como tal, para desde allí avanzar en redistribución del poder y de las condiciones para la existencia digna de todos los pueblos.
Desde mi actual posición, solicito humildemente buscar nuevos caminos, no repetir fórmulas fracasadas, no profundicemos los dolores y las tristezas, intentemos mirarnos y encontrar en nuestras diferencias senderos de amplios diálogos humanos y políticos. Son tiempos de grandes conversaciones, no de cálculos mezquinos y cortoplacistas, por el pasado que debemos mirar y por el futuro que las nuevas generaciones nos exigen construir.