La élite política, ensimismada en su burbuja electoral, vive su competencia prometiendo reformas globales o soluciones milagrosas de Estado o de mercado, que la realidad del país desmiente de manera rotunda. El mayor riesgo hoy es que la violencia incubada, tanto en La Araucanía como en el resto de nuestras ciudades, termine por crear imágenes artificiales de poblaciones peligrosas, sean migrantes o mapuche, con incitación a la xenofobia irracional o la justificación de la limitación de libertades civiles de los ciudadanos. Esto podría llegar a barrer con el Estado de Derecho en Chile. Racionalidad y política son las recetas, para lo cual se requieren liderazgos democráticos moderados, los que –lamentablemente– hoy escasean en el país.
El clivaje de polarización que tiene la gobernabilidad en Chile, amenaza de fondo la estabilidad política, paz social y crecimiento económico de décadas pasadas. En parte, por la lentitud e ineficiencia del propio Estado para solucionar urgentes problemas sociales de desigualdad, abusos y falta de derechos, y en parte también por el maximalismo político de sectores que creen que el Estado todo lo puede o que el mercado es el mecanismo que corrige la falta de equidad. Hoy, la fragmentación política, crisis económica y necesidades sociales como variables sustantivas de ese proceso, mueven una definición electoral marcada por dos bloques diametralmente antagónicos, y en una atmósfera de creciente violencia política y delictual.
En ese contexto, la situación de La Araucanía ha llegado, lamentablemente, a un momento de maduración de su lógica de uso de la fuerza que estrecha las salidas de carácter político de la crisis. Ninguno de los actores, ni las organizaciones mapuche, ni el Estado y sus autoridades, ni el gran empresariado forestal, aceptaron que sus posturas estrechas, mantenidas por años, implicaban girar contra la cuenta de paz, bienestar y estabilidad que brindaba la democracia. Hoy el camino se hace más difícil, cuando el martirologio y la razón de Estado ponen las cosas en el camino binario del “por la razón o la fuerza”.
Con todo, resulta fundamental dejar sentado un concepto que la ambigüedad política del país nunca ha aclarado de manera meridiana. El Wallmapu mapuche (lado chileno), reconocido como tal, es un territorio dentro de la soberanía del Estado de Chile y no uno ajeno o fuera de ella. Por lo tanto, toda solución política, cualquiera que fuere, tiene ese marco de acción, que implica que es del interés nacional del país el respeto de su integridad territorial y la vigencia de sus leyes, sin perjuicio de las excepciones que se acuerden, en el marco de la autonomía del pueblo mapuche. Todo, sin privilegios que lesionen las definiciones esenciales del Estado de Chile y la igualdad entre todos sus ciudadanos.
La radicalización del conflicto en La Araucanía no ayuda a una salida racional y, por el contrario, presiona por acciones drásticas que terminarían limitando aún más los derechos y libertades de las personas, ya amenazadas en gran medida por torpezas del propio Estado, como por manifestaciones violentas que en ninguna democracia estable podrían aceptarse como un componente del ejercicio normal de demandas sociales o políticas. De hecho, la seguidilla de atentados y las declaraciones sobre resistencia armada mapuche, ponen una perspectiva insurreccional y de propaganda armada que radicaliza aún más las cosas y tornará más compleja la vuelta a la normalidad.
En este contexto, la renovación del Estado de Excepción de Emergencia solicitado por el Presidente de la República y aprobado por el Congreso Nacional, no puede verse como una solución, sino solo como un peligroso paliativo, que además entraña el riesgo de hacerse permanente si el uso de la fuerza se convierte en el recurso principal de gestión territorial.
Hay que poner el foco, también, en la ineficiencia de las instituciones policiales y de justicia en la zona mapuche, que nunca han entregado conclusiones claras de quiénes son los responsables directos de los hechos de violencia, lo que lleva a una injustificable criminalización de toda la población mapuche. Esto es grave, pues el carácter fallido de la investigación criminal y la justicia se vuelve inútil para orientar la acción del Gobierno y del Estado.
El peso negativo de lo que ocurre en La Araucanía puede acelerar el ambiente de polarización política, amenazando tanto la estabilidad de las instituciones como la paz social y la viabilidad de los cambios políticos que debiera traer el trabajo de la Convención Constitucional.
Un punto muy complejo podría ser que los brotes de violencia delictual que sobrepasan el control del Estado en ciudades y barrios del país, generando un ambiente de inseguridad urbana para toda la ciudadanía, se articulen con organizaciones mapuche radicales para buscar cobertura, y haga esto más complejos los riesgos de seguridad, ahora en las ciudades.
La elite política, ensimismada en su burbuja electoral, vive su competencia prometiendo reformas globales o soluciones milagrosas de Estado o de mercado, que la realidad del país desmiente de manera rotunda. El mayor riesgo hoy es que la violencia incubada, tanto en La Araucanía como en el resto de nuestras ciudades, termine por crear imágenes artificiales de poblaciones peligrosas, sean migrantes o mapuche, con incitación a la xenofobia irracional o la justificación de la limitación de libertades civiles de los ciudadanos. Esto podría llegar a barrer con el Estado de Derecho en Chile. Racionalidad y política son las recetas, para lo cual se requieren liderazgos democráticos moderados, los que –lamentablemente– escasean hoy en el país.