Los graves problemas de precarización, desigualdad e inseguridades en las sociedades contemporáneas, no pueden “dejarse para mañana” o solo en las manos del “mercado”, y las corrientes progresistas deben volver a “reconectar” con un mundo que abandonaron y que fue copado por fuerzas que, bien puede decirse, representan una versión renovada de los fascismos del pasado. Porque la historia muestra que el ciudadano común, puesto en la encrucijada (aunque sea falsa) de democracia o bienestar, muchas veces está dispuesto a sacrificar la primera, si se trata de asegurar esto último. Más conocimiento de la historia y menos recetas de tecnócratas (que se han equivocado sucesivas veces) es lo que necesitan muchos líderes del mundo de hoy.
Con el fin de la Guerra Fría en 1989, muchos teóricos de la globalización pronosticaron entonces una expansión universal de la democracia, como resultado de la prosperidad global que traerán las reformas económicas basadas en el ya conocido “Consenso de Washington”. Pero un informe que publica anualmente la prestigiosa revista The Economist, consigna que hoy son pocos los países en el mundo que califican como “democracias plenas”, y más bien lo que se observa es un auge de fuerzas autoritarias y neofascistas, que han cobrado creciente fuerza en diversas latitudes, incluyendo el mundo desarrollado.
Hace años, habría sido impensable que alguien como Trump hubiese gobernado en la principal democracia del mundo, mientras en Europa la extrema derecha ya gobierna en varios países de Europa del Este. Y otras potencias regionales, como Rusia, Turquía o Egipto, ya están en manos de líderes autoritarios. Mientras América Latina vive el mismo fenómeno, con los casos de Bolsonaro en Brasil, Bukele en El Salvador, Ortega en Nicaragua, Keiko Fujimori, que estuvo al borde del triunfo en Perú, y ahora Kast en Chile.
Y si bien factores locales son esenciales para entender estos retrocesos a formas autocráticas y autoritarias de Gobierno, existe también un sustrato, tanto económico como cultural, que subyace a estos procesos de regresión autoritarios. Hace ya varios años, intelectuales lúcidos comenzaron a hablar de un “lado oscuro de la globalización”, para graficar el malestar que se estaba incubando en diversas sociedades como resultado de un proceso que ha generado dinamismo y riqueza para algunos, pero que también ha dejado a muchos “perdedores” y ha incrementado la precariedad e inseguridades en el camino.
Ya en el 2012, el Foro Económico Mundial, en su informe sobre “Riesgos Globales”, señalaba a la creciente desigualdad social como un factor altamente desestabilizador, que amenazaba con “dar vuelta los avances conseguidos con la globalización, y provocar la emergencia de una nueva clase de Estados críticamente frágiles”.
Y lo que hemos visto precisamente en este último tiempo, es la reacción de esos “perdedores” que en muchas partes parecen ser los mismos: clases medias que sobreviven en condiciones precarias, jóvenes desempleados y sectores obreros que antes votaban por partidos de izquierda y progresistas, y que hoy lo hacen por diversos populismos autoritarios que usualmente buscan “blancos fáciles” para explicar el retroceso en las condiciones de vida que han experimentado estos grupos. El blanco preferido son los inmigrantes y trabajadores extranjeros, y la supuesta “competencia desleal” que vendría de la “mano de obra barata”. Y aprovechando la corrupción a gran escala que se verifica en diversas latitudes, estos liderazgos autoritarios (como siempre) prometen “barrer” con esas prácticas, cuando usualmente han sido parte y promotores de las mismas. Adicionalmente, prometen “mano dura” ante la creciente inseguridad en las ciudades, lo que termina en gruesos abusos policiales, pero con nula efectividad real de resultados.
Lo cierto es que, por primera vez desde la post Segunda Guerra, hay en el mundo Occidental hoy una percepción pesimista del futuro y esto pone a prueba como nunca la solidez de la democracia y sus instituciones. Un escenario, además, que se ve agravado por los efectos de la pandemia del COVID, que ha golpeado duramente las perspectivas económicas globales para los próximos años. Bueno es recordar al respecto cómo, en el siglo pasado, otras experiencias de globalización que fracasaron hicieron también colapsar la democracia y llevaron a grandes guerras mundiales. Fue la Gran Depresión de 1929 la que antecedió al auge del fascismo y el nazismo en Europa. Y tarde reaccionaron las democracias de entonces, cuando Hitler arrasó en las elecciones de 1933, y asumió como nuevo Canciller de Alemania.
Entonces como ahora, los partidarios de una “interdependencia global” pensaron que la creciente integración económica planetaria traería prosperidad y una suerte de “paz perpetua”, como alguna vez lo pensó el filósofo Kant. Pero esta interdependencia requiere también de países social y económicamente cohesionados, algo que ha sido descuidado por las élites y entes internacionales que han sido impulsores de este proceso. Un estudio global de Ipsos demostró, por ejemplo, que más del 66% de encuestados en 25 países cree que las principales decisiones económicas están diseñadas para favorecer “a los ricos”. Por otra parte, muchos partidos progresistas se han asociado a estas élites y han abdicado de defender al mundo del trabajo que ha sido marginado del progreso, en este período de liberalización global de las economías.
Lo cierto es que hoy pocos ganan elecciones defendiendo acuerdos comerciales, y los populismos autoritarios percibieron esto antes que otros. Trump es, en este sentido, un síntoma de algo que ya estaba ahí. La incertidumbre y el miedo ante un mundo que desaparece y que un demagogo promete reconstruir nuevamente, a partir de un discurso que apela a las pulsiones más primarias de los electores (Make America great again). Y como ya hemos visto, las políticas neoliberales no resuelven y más bien profundizan las desigualdades, pero siempre será posible buscar un “chivo expiatorio” a quien responsabilizar, con las graves consecuencias que para la convivencia democrática ello tiene. Todo esto, además, maximizado por el tremendo poder que tienen las redes sociales hoy y que son usadas con gran eficiencia por poderes autoritarios en diversas latitudes.
La lección de todo esto es que los graves problemas de precarización, desigualdad e inseguridades en las sociedades contemporáneas, no pueden “dejarse para mañana” o solo en las manos del “mercado”, y que las corrientes progresistas deben volver a “reconectar” con un mundo que abandonaron y que fue copado por fuerzas que, bien puede decirse, representan una versión renovada de los fascismos del pasado.
Porque la historia muestra que el ciudadano común, puesto en la encrucijada (aunque sea falsa) de democracia o bienestar, muchas veces está dispuesto a sacrificar la primera, si se trata de asegurar esto último. Más conocimiento de la historia y menos recetas de tecnócratas (que se han equivocado sucesivas veces) es lo que necesitan muchos líderes del mundo de hoy.