Esta gira por el Biobío ha servido, entre otras cosas, para fortalecer los vínculos. En los buses, en las comidas, al final de la jornada, convencionales de todas las bancadas conversaron con tiempo, bajaron barreras, se rieron juntos y descubrieron, como sucede cuando nos encontramos, que las coincidencias eran muchas, seguramente más que las discrepancias. Si en el discurso público reinan las diferencias, en el privado es al revés. Dudo que alguno de los constituyentes que haya participado con buena voluntad en esta salida a la región del Biobío pueda despreciar la experiencia vivida. No solo escuchamos y convivimos con lo que sucede más allá de nuestros ámbitos acostumbrados, sino que además tuvimos ocasión de acercarnos entre nosotros, limar desconfianzas, deconstruir estereotipos y valorizar la inmensa responsabilidad que recae sobre nuestros hombros. Finalizadas las jornadas, es cierto, muchas veces nos quedamos conversando en torno a una botella de vino. No es verdad que haya habido desmanes. Cada uno de los miembros de la Convención ya no es simplemente él o ella, ni son sus caprichos lo importante, sino la capacidad de representar con la mayor dignidad, atención y respeto posibles a esos millones de compatriotas que esperan los tengamos siempre al centro de nuestras preocupaciones.
A eso de las 15.30hrs del lunes comenzaron a llegar los convencionales al aeropuerto de Pudahuel. El movimiento de gente era como antes de la pandemia. Realizamos el check in en las últimas ventanillas a la derecha, mientras una fotógrafa nos apuntaba con el zoom desde un costado. La votación del domingo impactó en la Convención. En la fila sólo se hablaba de eso. Felicité a Gutiérrez y a Barraza por los resultados del PC en las parlamentarias, pero el ambiente no estaba para festejos. El triunfo de Kast y la votación de Parisi tenían a la mayoría anonadada.
La Convención fue electa durante el clímax del estallido social y ahora el péndulo tocaba la campana del orden. “Tenemos que bajar varios cambios”, me dijo una convencional, “yo hablé con el Nico Nuñez, el de la guitarra, y acordamos vestirnos más formal”, comentó otra. Acto seguido, agregó: “tú también deberías”.
Durante el viaje, el “acuso de recibo” salió permanentemente a colación: que debemos tender a los acuerdos, que la ciudadanía está cansada tras una revuelta, una pandemia, conflictos en el norte, tiroteos y muertes en el sur, precios que se disparan, delitos cada vez más violentos, redes altisonantes y discursos furiosos.
El proceso constituyente, por su naturaleza, es otro factor de incertidumbre. Unos lo odian desde su gestación y desean su fracaso, los cínicos lo desprecian y sus cómplices aprietan los ojos como rezando para que funcione. Estos últimos suelen acercarse a nosotros para darnos ánimo, agradecer el esfuerzo y transmitirnos que no estamos solos. Muchos preguntan “¿cómo vamos?”, y al menos yo, suelo responder “navegando, no siempre por mares calmos, pero avanzando”. Si para ellos es una incógnita, para nosotros, los constituyentes, es una obligación conducir este barco a buen puerto. Hay quienes tienen causas personales o grupales que consideran más importantes, pero aquellos conscientes de que nos embarga una tarea común somos cada vez más.
Esta gira por el Biobío ha servido, entre otras cosas, para fortalecer esos vínculos. En los buses, en las comidas, al final de la jornada, convencionales de todas las bancadas conversaron con tiempo, bajaron barreras, se rieron juntos y descubrieron, como sucede cuando nos encontramos, que las coincidencias eran muchas, seguramente más que las discrepancias. Si en el discurso público reinan las diferencias, en el privado es al revés.
Subimos al avión como si fuera un paseo de curso. Abundaron las selfis con convencionales haciendo morisquetas desde los asientos de atrás. Quienes avanzaban por el pasillo lo hacían golpeando hombros, echando tallas, preguntando “¿en qué hotel te tocó?”
Llegamos a Concepción al final del día. Andrés Cruz, convencional de la zona, invitó a un asado en su casa a los miembros del Colectivo Socialista. Sus amigos más cercanos lo prepararon y sirvieron. Mario Vargas, de Osorno, guitarreó y cantó a los Quilapallún, Rafaella Carrá, Charly García, Chico Trujillo y los Ramblers. Parecía saberse todas las canciones del mundo. La Adrianita Cancino cantó a Chavela Vargas; Baradit, La Copa Rota. En el Frente Amplio tuvieron una recepción parecida. Ellos sufrieron el remezón electoral con mucha más fuerza que el resto. La candidata de los socialistas, demócrata cristiana, había perdido, pero apenas esperaban otra cosa. Varios no votaron por ella. Una parte, entre la que me cuento, lo hizo por Gabriel Boric. Ahora estaban todos con él.
Los constituyentes de la región hicieron de anfitriones. A la mañana siguiente se constituyó el pleno en el edificio de la gobernación, que antes fue la Estación Central de Ferrocarriles y donde está el mural de Gregorio de la Fuente con la Historia de Concepción, sus vientos, temblores, españoles de armadura, mapuche combativos, mujeres agachadas, huasos modosos, mineros del carbón y caballos histéricos de dolor, como los que Picasso puso en el Guernica. Muy realismo socialista, muy tiempos de revolución.
John Smok recordó las medidas sanitarias que debíamos cumplir y a eso de las 9.15 la presidenta Loncón tomó la palabra: “destacar que este es un momento valioso -dijo- seguido acá en Chile, pero también de mucha significancia para el avance de la discusión democrática del continente y del mundo”. A continuación, recordó que en la región donde nos encontrábamos habían comenzado el año 1605 las conversaciones entre la corona de España y los mapuche, en Paicaví, Lebu, Arauco, Santa Fe, Yumbel, Rere. “Este es un lugar de parlamento, de conversación”, dijo. Luego el vicepresidente Bassa especificó que esta vez las distintas comisiones sesionarían en siete localidades distintas: Laja, Los Angeles, Lota, Talcahuano, Tomé, Curanilahue y Coronel. En todos esos sitios recibiríamos audiencias de la misma manera y con la misma formalidad que hasta entonces veníamos haciéndolo en la capital. “Además, la comisiones tienen actividades programadas en Mulchén, Quilaco, Ralco, Lepoi, Arauco, Alto Biobío, Cabrero, San Rosendo y Santa Bárbara”. Un despliegue institucional nunca antes visto en la historia de Chile.
Los siguió el gobernador, Rodrigo Díaz. Aplaudió el futuro descentralizado que nos esperaba, resaltó la diversidad cultural de su región, su carácter industrial, la pobreza que los invadía, sus dramas medioambientales y el hecho de que nos encontrábamos en la cuna del rock. “Lo que cada uno quiere de esta constitución no será lo que quede, sino lo que converjamos en conjunto”, advirtió. Después vinieron siete exposiciones: sobre democracia directa, cómo ambientalizar el Derecho de Aguas con una gestión integrada de las cuencas, plurinacionalidad, víctimas de Arauco y La Araucanía (con fotos de cada una de los asesinados y asesinadas), Biobío sin mineras de Tierras Raras, el despojo de las forestales y su devastación ecológica en la provincia, y, finalmente, los desafíos de la protección patrimonial ejemplificados en la industria textil de Tomé, un testigo de las principales transformaciones socioeconómicas de Chile desde mediados del siglo XIX.
Nos agrupamos azarosamente para almorzar y mientras algunos atravesábamos los jardines de la Universidad de Concepción para participar de un conversatorio con académicas en su Casa del Deporte, se nos acercó una mujer con su hija. “¿Ustedes son constituyentes?”, preguntó, y cuando le respondimos que sí se lanzó a los brazos de cada uno para expresarnos lo importante que era para ella y para muchos de sus conciudadanos tenernos ahí. “De seguro les cuesta imaginar lo que significa para nosotros”, dijo, mientras su hija veinteañera, sonrojada de vergüenza, nos pedía perdonarla, “pero es que los admira tanto que decidió venir hasta acá sólo para verlos”.
Es verdad que cuesta entender desde la capital lo que significa para la gente de provincia el participar de la toma de decisiones centrales. La comisión de Derechos Fundamentales sesionó en Laja y, su alcalde, Roberto Quintana, al darnos la bienvenida en el liceo Abelardo Nuñez, en cuyo gimnasio nos reunimos durante los días sucesivos, hizo incapié en que nosotros estábamos protagonizando un capítulo de la Historia de Chile, y que cuando en el futuro otros lo leyeran, encontrarían entre sus páginas el nombre de Laja, porque habíamos pasado por ahí. Los alumnos del Adolfo Núñez pintaron sus deseos para el Chile del futuro en papeles de cartulina. “Un país que quiera a los animales” y “cuidemos el agua”, eran algunos de sus títulos, pero el que más se repetía era “No más violencia”. Ese mismo día, tras la quema de cuatro camiones, cuatro trabajadores fueron heridos en un ataque en Curanilahue, donde sesionaba otro grupo de la Convención.
“Estamos aquí para formar buenos ciudadanos, sensibles al arte”, dijo la concertista y profesora de música Carmen María Burmeister, antes de que junto a una orquesta de cámara compuesta por media docena de sus alumnos armados de violines, chelos y contrabajos, interpretaran Luchín, de Víctor Jara, y Todos Juntos. “Habemus patria”, comentó alguien cuando estallaron los aplausos y las reverencias. “Siempre le digo a mis estudiantes que sean como Abelardo Nuñez, que venía de no tener nada y conquistó la gloria…”, me dijo la directora del establecimiento cuando me acerqué para felicitarla tras el pie de cueca con que dos niños le pusieron fin a la ceremonia. “¿Y quién es Abelardo Nuñez?”, le preguntó Benito Baranda. Y aunque la directora no supo explicar con claridad la trayectoria del abogado santiaguino que partió a fines del siglo XIX enviado por el gobierno a estudiar los métodos educacionales que gringos y europeos estaban aplicando en sus países, lo que sí tenía claro es que viniendo de muy abajo había llegado muy arriba.
La mañana del miércoles, entre mezcladas con el canto apasionado de unos gorriones que sobrevolaban el recinto, escuchamos audiencias presenciales y remotas.
Después de almuerzo partimos a San Rosendo, y en el Salón Cultural Juan Garfias nos reunimos con cinco mujeres con el pelo encanecido, familiares directas de detenidos desaparecidos, todos ellos capturados por efectivos de carabineros -a muchos de los cuales conocían-, al término de sus jornadas en la empresa CMPC. Entre Laja y San Rosendo, los asesinados por la dictadura suman 19.
“Los cuerpos de nuestros familiares los encontraron unos perros en el bosque”, nos cuenta la hermana de Raúl Urra, detenido el 13 de septiembre de 1973, al abandonar la papelera. Entonces comenzó su calvario, porque tratándose de un pueblo pequeñísimo, donde todos se ubicaban, los vecinos, en lugar de solidarizar, muchas veces los miraron con recelo. Varias de ellas partieron al exilio. “Aquí habemos familias y vidas dañadas, y lo que esperamos de ustedes es que esto no se repita. Que no lo vuelva a vivir nadie. No corresponde que nos matemos entre nosotros. ¡Hasta los animales se protegen entre ellos!”, exclamó con la voz entrecortada. “La mamá de la familia Grandón quedó con 8 hijos y se tuvieron que reinventar desde la nada”, recuerda. Sus palabras sonaban con tal paz, que ninguno de los convencionales presentes, cualquiera fuera su posición política, dejó de escucharlas con una emoción que entibiaba el aire. “No queremos que nadie vuelva a vivir lo que nosotros pasamos. No se lo deseo a nadie, piense lo que piense”.
Entonces tomó la palabra el alcalde del pueblo, Rabindranath Acuña Olate, un joven de aproximadamente 40 años, para excusarse con ellas por no haber tenido esta reunión antes. “Pero ustedes saben que para mí es difícil”, arrancó. “Hace muy poco tiempo me enteré de que mi padre también sufrió torturas y no me ha sido nada de fácil asumirlo”.
Todo sucedió a pocos metros de las ruinas de la carbonera que observamos desde la vereda, en medio de una telaraña de rieles abandonados. San Rosendo podría ser el escenario de una novela. Fue un importantísimo centro ferrocarrilero hasta comienzos de los setenta. Ahí se encontraban las líneas que venían de los cuatro puntos cardinales a recoger o dejar el carbón de la zona que más tarde viajaría desde el puerto de Talcahuano. Pasó de vivir de los trenes a estar cercada por bosques de pino. El 80% de la comuna pertenece a la CMPC, y si durante años, tras dejar de funcionar los trenes, buena parte de sus habitantes pasó a trabajar para la forestal, en las últimas décadas, producto de la mecanización de las faenas, han debido arreglárselas como pueden. Hasta 1989, los altos funcionarios de la Papelera vivían completamente apartados del resto, sin mezclarse jamás con los lugareños, en un condominio conocido como El Recinto.
En el cabildo que llevamos a cabo en la plaza de armas, casi todos se quejaban de la empresa. Su presencia es enorme, como la United Fruit en los países bananeros. La embarga una mala memoria y un presente que está lejos de redimirla. Meses atrás, la Corte de Apelaciones de Concepción condenó a Pedro Jarpa Forester, exempleado de la Papelera, por su colaboración en los asesinatos del 73, y los familiares sostienen que la empresa puso además el auto y el chofer para trasladar a los detenidos, y hasta el alcohol que bebieron los policías antes y después del crimen. Hoy los responsabilizan de la desaparición de los cultivos, la falta de agua, la contaminación y el poco compromiso con el pueblo. “¿Pero habrá otros que los quieren?”, pregunté en mi mesa de discusión constituyente. “No que nosotros sepamos”, me contestaron a coro el ex ferrocarrilero y actual artesano Mario Cuevas y la artista Carol Sepúlveda, autora de los mosaicos que decoran el orfeón. El agua -Los Saltos del Laja solo existen en invierno-, la contaminación y la baja escolaridad se repitieron en el cabildo que tuvimos al día siguiente en Cabrero como las principales preocupaciones que, al menos yo, pude recoger en la zona.
Dudo que alguno de los constituyentes que haya participado con buena voluntad en esta salida a la región del Biobío pueda despreciar la experiencia vivida. No solo escuchamos y convivimos con lo que sucede más allá de nuestros ámbitos acostumbrados, sino que además tuvimos ocasión de acercarnos entre nosotros, limar desconfianzas, deconstruir estereotipos y valorizar la inmensa responsabilidad que recae sobre nuestros hombros.
Finalizadas las jornadas, es cierto, muchas veces nos quedamos conversando en torno a una botella de vino. No es verdad que haya habido desmanes. A lo más, entusiasmos inexpertos, de esos que llevan a olvidar que estamos al centro de muchas miradas y que ya no somos simples civiles, sino los depositarios de esperanzas inmensas que exigen de nosotros una compostura institucional. Cada uno de los miembros de la Convención ya no es simplemente él o ella, ni son sus caprichos lo importante, sino la capacidad de representar con la mayor dignidad, atención y respeto posibles a esos millones de compatriotas que esperan los tengamos siempre al centro de nuestras preocupaciones.
Ya de vuelta, el sábado en la mañana, junto a Jennifer Mella y Tiare Aguilera, nos reunimos en el Museo de Bellas Artes con el artista Alfredo Jaar. Quería mostrarnos y conversar acerca de su nueva obra, instalada ahí y en el Palacio Pereira. Se trata de un marco lumínico, con todas las conexiones a la vista en su parte posterior, y unos parlantes. En esas pantallas delgadas hay un reloj, y los parlantes callan hasta que nazca un niño o una niña en alguno de los hospitales conectados a la obra. Entonces debiera escucharse su primer llanto y aparecer el nombre del recién nacido junto a la hora exacta en que asome del cuerpo de su madre. Alfredo nos hablaba de los vínculos entre su obra y el proceso constituyente, de ese silencio cargado de espera en que nos hallábamos, donde con los dolores del parto conviven el miedo y la incertidumbre, cuando escuchamos el primer grito y leímos en la pantalla: “Benjamín, 11.04 hrs”. Nos sobrecogió la emoción. Continuamos hablando de arte y política, de la creación de algo nuevo cuyo destino no podríamos controlar, cuando a las 11.47 hrs se escuchó el grito de Nahuel y, un minuto más tarde, el de Alelí.