“El abismo es una cuerda invisible que te ata por la espalda hacia la vida”, dice el poeta Tristán Vela. Ante el temor al abismo de la incertidumbre y el desborde social, reflexionar sobre la relación entre “el orden” y la posibilidad de nuevos “órdenes” inspirados en principios de igualdad, justicia y solidaridad, puede ser más inspirador que el temor. Como escribió el Padre Hurtado en los años 50, hay órdenes que causan gravísimos desórdenes.
Pido disculpas al lector por ser autorreferente. En el año 2000 publiqué el libro La Seducción de un Orden: Las elites y la construcción de Chile en las polémicas culturales y políticas del siglo XIX. Me perseguía la pregunta sobre el apoyo de sectores incuestionablemente demócratas al golpe militar de 1973. La respuesta me llegó por el apego al orden, esa constante en Chile hasta el presente, que resume toda una interpretación de nuestro pasado histórico. Un orden político que sería la república; un orden social que exorcizara el temor al pueblo, todo remitido hacia la polaridad entre disciplina y desacato. Un orden funcional a la preservación de las jerarquías y a las disposiciones que sustentaban el poder social. Quien mejor lo personificó fue Diego Portales –paradójicamente despreciaba los valores de la clase dirigente, cuya autoridad defendía– y la Constitución de 1833, apoyada doctrinariamente en una concepción organicista de la sociedad, con gran respeto por las jerarquías políticas, sociales, económicas. Consagró lo que Norbert Lechner llamó “el poder normativo de lo fáctico”, aludiendo a que la visión de la realidad de la clase dirigente daba la medida para los progresos en igualdad y libertad republicanas.
Se comprende esa primera apelación al orden si situamos la instauración de la república en el contexto de la anarquía que asolaba los nuevos Estados hispanoamericanos, en el temor a depositar la soberanía popular en un pueblo del que se desconfiaba, y en la dificultad de aplicar referentes doctrinarios pensados para otras latitudes.
Ad portas de la segunda vuelta presidencial, nuevamente el concepto de orden es una clave convertida en bandera política. Pero ¿qué orden? Parece ser –y con razón– que se entiende como aquello que se opone al desorden público. A lo que vemos en el centro de Santiago, en La Araucanía.
El concepto de orden admite otras interpretaciones; es un concepto polisémico. No solo se entiende como la disposición apropiada de las cosas, antónimo de desorden y anarquía. En el campo normativo, el orden es un sistema, propone una sucesión de valores o reglas que “ordenan” la vida de las personas y su interrelación. El orden establece prioridades.
Pongo un ejemplo. Construyendo más cárceles para los revolucionarios o delincuentes quizás habrá más orden público. ¿Es ese es el único concepto de orden a considerar para ese caso? ¿Se tiene en cuenta un adecuado ordenamiento que evalúe el costo social, de justicia y solidaridad que tiene invisibilizar a un otro disruptor? ¿Qué consecuencias trae imponer un orden que no resuelve el problema de fondo, en este caso, de la delincuencia? ¿No sería más fecundo formular un orden que permita que, siguiendo el mismo ejemplo, a una mujer que acaba delinquiendo por pobreza, marginalidad o falta de educación, se le otorgaran las condiciones para no llegar a violar la ley y permanecer “en orden” en su hogar o con un trabajo?
“El abismo es una cuerda invisible que te ata por la espalda hacia la vida”, dice el poeta Tristán Vela. Ante el temor al abismo de la incertidumbre y el desborde social, reflexionar sobre la relación entre “el orden” y la posibilidad de nuevos “órdenes” inspirados en principios de igualdad, justicia y solidaridad, puede ser más inspirador que el temor. Como escribió el Padre Hurtado en los años 50, hay órdenes que causan gravísimos desórdenes.