Los parlamentos mapuche fueron largas temporadas de reuniones y conversaciones entre el pueblo mapuche y la Corona española, primeramente, y con la República de Chile, después, que permitieron regular de manera exitosa no solo la demarcación de una zona de frontera, sino también la relación interétnica pacífica entre los distintos actores. Un parlamento mapuche, 200 años después del último, podría ser el mecanismo institucionalizado que facilite la expresión de la diversidad del pueblo mapuche, con el apoyo y fomento integral del Estado chileno. Se trata de encontrar un punto de apoyo orgánico, proveniente de la propia cultura e historia del mundo mapuche, validado primero internamente por ellos mismos y, luego, por el Estado de Chile, para crear un espacio donde canalizar y procesar las demandas históricas de dicho pueblo.
La autonomía, representación política y desarrollo social y económico del pueblo mapuche es, tal vez, el nudo de negociación política, y de políticas públicas, más complejo que deberá enfrentar –a partir del 11 de marzo– el Presidente electo Gabriel Boric.
Más allá de las adhesiones doctrinarias que merezca el tema mapuche, su tratamiento debe ser una política de Estado, que trascienda a los gobiernos de turno.
Pero una dificultad grande es que el pueblo mapuche carece de una entidad política o institucional propia y “abarcativa”, que con carácter institucional los represente en la negociación por sus demandas, entre ellas, sus pretensiones autonómicas y territoriales. Tampoco tiene un procedimiento o mecanismo legitimado entre ellos, que le permita ordenar la representación de sus actores relevantes, de una manera aceptada por todos o, al menos, de una gran mayoría de los mapuche.
Lo que la nación mapuche posee es un sistema de representación familiar o de comunidades, cuya identidad no les alcanza para relacionarse de manera orgánica entre sí y con el Estado, además de carecer de reglas consolidadas permanentes de representación al interior de Chile.
De ahí que parece procedente y necesario plantearse la posibilidad de aplicar –adaptada a los tiempos que corren– la institución del “parlamento mapuche”, que tuvo una aceptación de larga data entre los mapuche, y con resultados positivos, aun cuando hayan funcionado solo de manera esporádica en el tiempo y que no se hayan realizado desde hace 200 años.
Los parlamentos mapuche fueron largas temporadas de reuniones y conversaciones (en estilo discursivo) entre el pueblo mapuche y la Corona española, primeramente, y con la República de Chile, después, que permitieron regular de manera exitosa no solo la demarcación de una zona de frontera, sino también la relación interétnica pacífica entre los distintos actores.
En sentido estricto, los parlamentos fueron una institución híbrida y transcultural entre dos actores étnicos, que entrecruzaron y mantuvieron los criterios propios de sus formas de vida compartida, en el espacio común, como resultado de una guerra que ninguno podía ganar. Así fue ya con el primero, Parlamento de Quilín, en 1641, que demarcó las fronteras entre el Bío Bío y el Toltén. Así, también, con el Parlamento de Tapihue, del año 1825, ya en plena República, suscrito poco tiempo después de que hubieran sucumbido las últimas huestes realistas que combatían la causa del rey, y a las que los caciques firmantes habían apoyado hasta el final.
Y a partir del incumplimiento del Estado de Chile de ese acuerdo o Tratado de Tapihue, unos 40 años después (en plenos años 60 de los ochocientos), el tema mapuche quedó sometido a meras lógicas de dominación y sometimiento.
Así las cosas, un nuevo parlamento mapuche, 200 años después, podría ser un mecanismo institucionalizado que facilite la expresión de la diversidad del pueblo mapuche, con el apoyo y fomento integral del Estado de Chile. Pero requiere ser una manifestación organizativa exclusiva del pueblo mapuche, que le ayude a avanzar en representatividad democrática, y le facilite el diálogo sobre los temas pendientes con el Estado chileno, al entrar en contacto formal con este.
Hoy, los integrantes o participantes de un “parlamento mapuche” debieran ser personas elegidas por las comunidades, lof u organizaciones mapuche, las que ellos estimen convenientes. Y para sentarse a dialogar con el Estado de Chile y las autoridades políticas y sectoriales que este designe, sin perjuicio de la necesaria presencia de los gremios con actividad corporativa en los territorios mapuche.
Se trata de encontrar un punto de apoyo orgánico, proveniente de la propia cultura e historia del mundo mapuche, validado primero internamente por ellos mismos y, luego, por el Estado de Chile, para crear un espacio donde canalizar y procesar las demandas históricas de dicho pueblo.
Lo más parecido a una idea como esta, es la propuesta de crear un Consejo de Pueblos Indígenas, contenida en el Informe Final de la Comisión Verdad Histórica y Nuevo Trato con los Pueblos Indígenas, de octubre de 2003, en pleno Gobierno del Presidente Ricardo Lagos Escobar, pero que no prosperó. Y era una propuesta general, mientras que un parlamento mapuche es una iniciativa particular y destinada a desbloquear un problema específico: el tema mapuche, tal vez el peor riesgo de gobernabilidad de la sociedad chilena.