
Máxima tensión en Ucrania: La República Imperial versus la vertical del poder
Aun cuando Ucrania había sido reconocida como República Socialista Soviética en 1922, fue la disolución de la Unión Soviética en 1991 que abrió espacio para una declaración de Independencia el 24 de agosto de 1991, seguida por un referendo y las primeras elecciones en diciembre del mismo año, al que se debieron someterse 12 millones de rusos étnicos ubicados entre el sureste del emergente Estado. Después de la Guerra de Osetia del Sur en 2008 y de los conflictos de ruso ucranianos, las elites de Tiflis y Kiev consideran su incorporación a la Alianza Atlántica como garantía contra futuras amputaciones territoriales, situación inadmisible para Moscú que se niega a abandonar a los que considera compatriotas en su extranjero cercano, y que encuentra en los designios estratégico-ideológicos de Estados Unidos un punto de apoyo. Más que una Guerra Fría se trata del choque de pretensiones imperiales (potestad militar) entre los intereses e ideales globales de una República y la supervivencia del ethnos telúrico de la Federación.
La Guerra del Donbás en 2014 sorprendió al mundo después de una anexión relámpago de Crimea por parte de Moscú (a la que pertenecía desde la liquidación del Khanato tártaro en 1783), sancionado por la realización de un plebiscito para refrendar su posición. Varias escaramuzas se sucedieron en las regiones del este de Ucrania a partir del 6 de abril de ese año. La escalada alcanzó un conflicto armado entre las fuerzas independentistas de las autoproclamadas Repúblicas Populares de Donetsk (RPD) y Lugansk (RPL) y el ejército de Kiev. La vecina Rusia aseguró que protegería a los separatistas que consideraba “rusos étnicos”, es decir parte de su nación. Estados Unidos, en cambio, comprometió una respuesta si se atacaba a Ucrania. La crisis fue desactivada por la diplomacia franco-germana –con un firme liderazgo de Angela Merkel- que constituyó “el Cuarteto de Normandía” junto a Rusia y Ucrania para salvar las diferencias…al menos momentáneamente.
Una primera cuestión que asoma en la actual crisis es el inextinguible impulso ruso de expansión sobre sus antiguos territorios, a los que entiende como “extranjero cercano”, enseguida la pregunta que rondan los análisis es por qué llevar tan lejos a tropas de Estados Unidos –en el área del Mar Negro- bajo el paraguas de la Organización del Tratado Atlántico Norte (OTAN), misma interrogante que se podría hacer respecto de la creciente presencia de Moscú en el sector del Caribe.
Varios han querido ver una neo Guerra Fría –como si no les bastara el bipolarismo entre Washington y Beijing- con punto de colisión en la estepa ucraniana, aspecto visualmente atractivo aunque difícil de sostener. En cualquier caso ¿Cómo se llegó a esta situación? Desde luego la estratégica ubicación de Ucrania ribereña al Mar Negro que da acceso a Europa sudoriental, Medio Oriente y Asia Central. También están los recursos en su territorio, particularmente los gaseoductos que alimentan a Europa. Pero sobretodo es la trayectoria de las potencias implicadas en el área, particularmente Rusia.
Como resultado de la gravitación que juegan la estabilidad y la gobernabilidad de la colosal Federación que pasó de tener 22 millones de kilómetros cuadrados en 1989 a 17 millones en 1991 (retrocediendo sus fronteras políticas en el Cáucaso y Asia Central a la primera parte del siglo XIX, mientras que en Europa Oriental a la época de Iván El Terrible), constituyeron a la Rusia de Putin en una democracia de baja intensidad, de rasgos autoritarios, aunque preservando formas democráticas de corte más bien iliberal (Zakaria, 1997). Desde Moscú, en cambio se prefiere hablar de “democracia soberana” o “dictadura de la ley” signada por sus características autóctonas que son salvaguardadas de cualquier influencia foránea, particularmente la que procede del mundo occidental. La lógica política se impregnó de procesos de recentralización en la toma de decisiones y uniformización de variados aspectos de la vida de sus ciudadanos. Esta “vertical del poder” del dilatado liderazgo de Putín en los último 22 años (con un intermedio con Medvédev entre 2008 y 2012 aunque con el anterior Presidente como Primer Ministro), implicó la reconstrucción de la autoridad del Estado, comprendida como presidencialismo reforzado, la reducción de la autonomía regional (reagrupación en 8 distritos federales, junto a oblast y otras unidades) y un estricto control sobre la opinión pública a través del escrutinio de los medios de comunicación y organizaciones no gubernamentales. A continuación, el control económico, que significó el sometimiento de los oligarcas y del sistema capitalista a las definiciones superiores del Estado, y finalmente el retorno a la calidad de la gran potencia, una práctica consagrada desde los tiempos de enunciación del mito de “Moscú, Tercera Roma” por el monje Filofei en el siglo XVI.
En sus primeros años Putín toleró el liderazgo planetario de Estados Unidos, siempre y cuando Washington reconociera la hegemonía rusa en su extranjero cercano de estados independientes que emergieron de la Unión Soviética. Moscú no planteó confrontación categórica a la Guerra de Afganistán en 2001, y mantuvo en la esfera del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas su criticidad a la invasión a Irak en 2003. En esa época los objetivos de la Guerra Global contra el Terror de la administración George W. Bush, encajaban en las represalias de Moscú contra guerrilleros y separatistas chechenos y daguestaníes. Pero las sucesivas ampliaciones de la OTAN hicieron cambiar de postura a Putin frente a los movimientos de la alianza occidental. Si desde el fin de la Guerra Fría Moscú había consentido la reunificación alemana (1990) y la adhesión a la OTAN de Hungría, República Checa y Polonia (1999), las posteriores ampliaciones en 2004 de Bulgaria, Estonia, Letonia y Lituania, Rumania, Eslovaquia y Eslovenia; en 2009 de Albania y Croacia, y en 2017 de Montenegro fueron interpretadas como un evidente ánimo hostil de Estados Unidos. 5 extensiones, como recordó Putin en una reciente conferencia de prensa, que pulverizaron los acuerdos de post Guerra Fría que habían reemplazado la ausencia del parachoque de seguridad (Taibo, 2014) que Stalin había urdido para prevenir una nueva agresión de Occidente como las que habían acaecido desde la época napoleónica.
Washington aprovechó los vacíos de poder y repliegues tácticos rusos para promover el ideal wilsoniano de la democracia liberal y fortaleciendo su presencia en El Cáucaso, el Caspio y Asia Central para colocar cuñas ante un eventual renacimiento de la vocación euroasiática de Moscú. El antropólogo y etnógrafo Lev Gumilev había planteado este eurasianismo como identidad compartida y simbiosis entre eslavos orientales y turcómanos, tendencia reivindicada por el activista e historiador Alexander Duguin en la actualidad. Desde la academia de Estados Unidos en cambio se enfatizó el factor geopolítico y los agujeros negros heredados de la Guerra Fría, tesis de Zbigniew Brzezinskii en su “Gran tablero mundial: supremacía estadounidense y sus imperativos geoestratégicos” (1997). Antes, Samuel Huntington propuso en “El Choque de Civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial” (1996) que la fractura cultural entre Occidente y el mundo Ortodoxo pasaba precisamente por Ucrania. Las opciones futuras que proyectó fueron a) integración gradual de Ucrania con Europa, no sin conflictos de baja intensidad, b) la escisión ucraniana con un noroeste alineado con Europa y un sureste como parte de la Federación Rusa y c) independiente, con cooperación relativa con Rusia. Un cuarto de siglo después las opciones son las mismas.
Ciertamente Ucrania representa el origen del núcleo ortodoxo en el relato legendario: sus primitivas ciudades y la monarquía varega fueron la primera encarnación de las tierras del Rus en el siglo IX del que proceden rusos, bielorrusos y ucranianos. Sin embargo, los procesos de etnogénesis con posterioridad a la irrupción mongola de Bathu Khan a mediados del siglo XIII, marcaron a Moscovia durante su sometimiento y tributación al que denominó “Yugo tártaro” (hasta 1480) y que terminó incidiendo en su código político. Mientras que el área de la estepa ucraniana formó parte de la mancomunidad Polaco lituana entre 1569 y 1795 fraguando su inclinación occidental.
El posterior avance de Moscú sobre dicha área y otras se ejecutaría mediante tropas y un sistema de colonos establecidos desde Letonia hasta kazajastán. Este antejardín fue parapetado por 28 bases militares que ya avanzado el siglo XX dibujaban un arco cuyo vértice septentrional era Kaliningrado, descolgándose por Moldavia, Sebastopol (Crimea), para desembocar en Armenia. Aun cuando Ucrania había sido reconocida como República Socialista Soviética en 1922, fue la disolución de la Unión Soviética en 1991 que abrió espacio para una declaración de Independencia el 24 de agosto de 1991, seguida por un referendo y las primeras elecciones en diciembre del mismo año, al que se debieron someterse 12 millones de rusos étnicos ubicados entre el sureste del emergente Estado.
Después de la Guerra de Osetia del Sur en 2008 y de los conflictos de ruso ucranianos, las elites de Tiflis y Kiev consideran su incorporación a la Alianza Atlántica como garantía contra futuras amputaciones territoriales, situación inadmisible para Moscú que se niega a abandonar a los que considera compatriotas en su extranjero cercano, y que encuentra en los designios estratégico-ideológicos de Estados Unidos un punto de apoyo. Más que una Guerra Fría se trata del choque de pretensiones imperiales (potestad militar) entre los intereses e ideales globales de una República y la supervivencia del ethnos telúrico de la Federación.
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