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América Latina: más que nuevas olas, un mosaico Opinión

América Latina: más que nuevas olas, un mosaico

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Gilberto Aranda B.
Por : Gilberto Aranda B. Profesor titular Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile.
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Si las predicciones se cumplen siete gobiernos de izquierdas y dos de derechas configurarán el cuadro subregional sudamericano a fines de 2022, pero la crispación de la opinión pública alimentada por redes sociales, así como la labilidad de electorados no cautivos, puede modificar parte de este panorama.


A menudo han sido citadas las mareas en ciencias sociales y la política para describir movimientos de diverso cuño: se habla de cuatro olas feminista, y de la “tercera ola” para nominar el experimento social realizado en 1967 en un Instituto de Palo Alto, California y que expuso no había sociedad inmune a la tentación de ideologías y autoritarias. Toffler usaría la misma metáfora para bautizar su libro de 1979 acerca de la sociedad post industrial. Incluso Huntington abrazaría la denominación en su obra de 1991 “La tercera ola: la democratización a finales del siglo XX”.

La idea del oleaje aunque se origina en el viento sobre la superficie del mar, en la literatura apunta a un cambio de marea. En América Latina, el término “Ola Rosada” se granjeó preferencias entre rapsodas y analistas para describir el “giro a la izquierda” (Castañeda, 2006) sobre otras aproximaciones, teniendo más éxito que otros descriptores. Por ejemplo “nueva izquierda”, que entre historiadores del siglo XX remite a la experiencia de movimientos y guerrillas de los sesenta influidos por el voluntarismo foquista revolucionario (Guevara y Debray) y el dependentismo teórico, o el de “Socialismo del Siglo XXI” (Dieterich, 1996) que apunta a un concepto en permanente estatus en construcción. La “marea rosada” fue acuñada por el reportero del New York Times, Larry Rohter, al relatar la elección de Tabaré Vázquez como Presidente de Uruguay en 2005, divulgándose rápidamente. Para ciertos análisis refirió a un rojo deslavado distante de las rupturas revolucionarias. Para otros implicó la posibilidad de reincorporar a sectores populares excluidos por el modelo neoliberal, sin faltar aquellos que apuntaron a la refundación de los procesos sociales que informan a su vez los imaginarios.

El abanico fue muy amplio, abriéndose con el triunfo del chavismo y la Revolución bolivariana en Venezuela en 1999, e incluyó a Brasil y Argentina en 2003, República Dominicana y Panamá en 2004, Bolivia y Uruguay en 2005, Chile y Honduras en 2006 (hasta el golpe a Zelaya en 2009), Ecuador y Nicaragua en 2007, Paraguay y Guatemala en 2008, El Salvador en 2009 e inicialmente Perú en 2011, al alcanzar Ollanta el poder, aunque prontamente cambió de ruta.

La actual segunda ola se inició al norte, con la llegada al poder de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) en México en 2018, sumándose Argentina y Panamá en 2019, Bolivia en 2020 —después de golpe de Estado en 2019 e interinato—, Perú y Chile en 2021 y Honduras en 2022. Hay grandes opciones que Lula da Silva conquiste la presidencia en Brasil este año y en Colombia Gustavo Petro, sigue liderando las encuestas de cara a los comicios de mayo.

Entre ambas se habló de una contra ola u “ola parda”, inaugurada con los triunfos en segunda vuelta de Mauricio Macri (22 de noviembre de 2015) y de la opositora Mesa de Unidad Democrática en Venezuela  en las parlamentarias (6 de diciembre de 2015) y que alcanzó su cenit con el triunfo de Bolsonaro en octubre de 2018.

La nueva etapa que se está abriendo, tiene en común una serie demandas de instituciones públicas más sólidas, una vigorosa redistribución social —exigencia incrementada tras una pandemia que atacó con virulencia a los sectores precarizados— el repunte económico y el desafío del cambio climático. Simultáneamente se declaran posturas más pragmáticas respecto a Estados Unidos —menos confrontacionistas— así como la existencia de críticas a Cuba y otros gobiernos que en algún momento formaron parte de la ola rosada y devinieron en autoritarios, lo que en ocasiones ha importado la sospecha por parte de sectores escépticos de izquierda, que interpretan el actual como un progresismo de baja intensidad. Lo anterior insinúa que un primer cedazo que dividirá a estas izquierdas es su relación con Venezuela. La emergencia crítica migratoria de dicho país hace más difícil que las sociedades que experimentan sus consecuencias no se refieran a las diversas causas del fenómeno, ya sea las sanciones económicas de la potencia septentrional o la deriva autoritaria de un populismo de primera hora.

La acción erosiva de esta pandemia de años, sumada a levantamientos sociales desató un cuadro poco propicio a la continuidad de los oficialismos en varios países de la región, con varios gobiernos de derecha y centroderecha hacia fines de 2019, rebeliones que en ningún caso pueden ser tipificados de manera uniforme. Están los estallidos que afectaron a Estados percibidos como estables (Chile, Colombia y Estados Unidos) otros sobre sociedades con mayor grado de inestabilidad (Bolivia, Ecuador y Perú), sin olvidar las rebeliones sobre Estados fallidos (Haití) y sobre regímenes que no corresponden a democracias liberales (Cuba y Nicaragua). Estas primeras diferencias inciden en las trayectorias política de cada país y en las expectativas de cambio.

Asimismo el conjunto de experiencias involucradas de estas izquierdas es más heterogéneo que la primera, advirtiéndose la presencia de partidos políticos viejos y nuevos en algunos casos, pasando por potentes movimientos sociales y grupos de corte populista en otros, que se unen a los históricos liderazgos carismáticos verticales y a otros fundados en la transversalidad y en la representación de múltiples identidades. También destaca la pérdida de gravitación hegemónica, característica de las primigenia versión que le permitiera acometer proyecto refundacionales, y que luce hoy más desgastada ante la coexistencia con otros programas y oposiciones más articuladas (Stefanoni, 2021), como evidencian la Argentina del Frente de Todos o la Bolivia gobernada por Luis Arce. Por lo tanto la negociación se transforma en un ejercicio virtuoso, sino decisivo, con el centro político o al interior de la propia diversidad que integran las coaliciones oficialistas. Se trata de un aprendizaje en la construcción de mayorías, no siempre fácil si se consideran los fragmentados congresos y electorados más impacientes respecto al logro de promesas. Sin embargo, ahí están los casos de Lula en Brasil, dispuesto a hacer dupla con Alckmin del centrista Partido de la Socialdemocracia Brasileña, Xiomara Castro y su alianza con el centroderechista Nasralla en Honduras, e incluso el del Chile con el original derrotero bautizado como 2 coaliciones y 1 gobierno donde conviven izquierdas tradicionales, pormodernas y centro-izquierdas.

Tampoco se puede descartar que el neoliberalismo en cualquiera de sus variantes, ortodoxas o aquella corregida que agrega elementos sociales (el Brasil de Cardoso o el Chile de la Concertación), desaparezca del todo. Es relevante recordar que aunque su presencia es accidentada también ha llegado al poder por la vía electoral (Martucelli, 2021). En Colombia arrancó con Belisario Betancour (1982-1986) y César Gaviria (1990-1994); en Brasil con la efímera experiencia de Fernando Collor de Mello (1990-1992), matizada por el social-liberalismo de Cardoso (1994-2002) incorporando factores sociales, e intensificada por el nacional populismo de Jair Bolsonaro; y en Argentina con Menem (1989-1999) proseguida parcialmente por Mauricio Macri (2015-2019). Los casos de imposición manu militari fueron inequívocamente el Chile de la dictadura militar (1973-1990) y el autoritarismo competitivo –o democradura- de Fujimori en Perú (1990-2000).

En definitiva, si las predicciones se cumplen siete gobiernos de izquierdas y dos de derechas configurarán el cuadro subregional sudamericano a fines de 2022, pero la crispación de la opinión pública alimentada por redes sociales, así como la labilidad de electorados no cautivos, puede modificar parte de este panorama. Aunque no es seguro, el justicialismo argentino podría perder en las urnas en 2023 como ya ocurrió en 1983, 1999 y 2015 (Sin embargo, ahí está el peronismo federal que puede intentar ensayar una nueva alianza con los segmentos más centristas de la oposición). En cualquier caso la gradación cromática del mosaico político latinoamericano y la presencia de gobiernos más conservadores hará útil un pragmático dialogo regional sobre base de una convergencia en la diversidad tal como propusiera el liderazgo conceptual que en otros tiempos detentó la política exterior de Chile.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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