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Estado unitario, plurinacionalidad y pluralismo jurídico EDITORIAL

Estado unitario, plurinacionalidad y pluralismo jurídico

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La pretendida definición de Chile como un Estado regional, pluriétnico y de pluralismo jurídico, puede no entenderse como una promesa pacífica en cuanto a objetivos. Un Estado es unitario o federal y, en cualquiera de estas categorías, puede aceptar regímenes regionales especiales, con autonomías parciales o normas de especial aplicación. Se echa de menos un reconocimiento expreso de soberanía, no puede haber dos lecturas en esta materia. Por otro lado, en relación con la fortaleza institucional del Estado, la decisión de jubilar intelectualmente a Montesquieu y cambiarle el nombre al Poder Judicial por el de Sistema Nacional de Justicia, resulta confusa e innecesaria. Particularmente si abre, además, la puerta a un “pluralismo jurídico”, que no se aviene con un sistema moderno y equilibrado de poderes en democracia. Una dualidad de sistemas nacionales de justicia supone la existencia de una soberanía fraccionada y la imposibilidad práctica de resolver conflictos bajo el principio de cosa juzgada, pues la dualidad disuelve la autoridad.


No por sabido, no vale la pena recordarlo. Una Constitución es tanto un acuerdo político que expresa la soberanía de un Estado frente a sus pares de la comunidad de naciones, como un cuerpo de orden y orientación jurídica interna. Como hecho político de poder interno, expresa una aspiración a la estabilidad y a la continuidad del Estado para el cual está formulada. Como cuerpo jurídico, es un régimen de ley y organización de la sociedad, con estructura institucional, competencias, controles, deberes y derechos, individuales y públicos o colectivos, que precisan de coherencia y sistematicidad para cumplir sus objetivos.

Un reconocimiento de esta naturaleza, al menos como aspiración ideal, debiera orientar los trabajos de una Convención Constitucional abocada a elaborar una propuesta de nueva Constitución. Pero, como era previsible, la tarea está complicada.

La pretendida definición de Chile como un Estado regional, pluriétnico y de pluralismo jurídico, puede no entenderse como una promesa pacífica en cuanto a objetivos. Un Estado es unitario o federal y, en cualquiera de esas categorías, puede aceptar regímenes regionales especiales, con autonomías parciales o normas de especial aplicación. Por lo que una declaración de tal naturaleza requiere de un reconocimiento expreso de soberanía. No puede haber dos lecturas en esta materia, y luego de hecho este reconocimiento, recién corresponde el debate de los regímenes especiales, los que, por supuesto, excluyen la autodeterminación como principio. Lo contrario sería establecer la semilla de la autodestrucción del Estado que se pretende fortalecer. Valga para ello el rechazo de las llamadas asambleas regionales.

Por otro lado, la declaración de Estado pluriétnico puede ser entendida bajo dos visiones. Una primera, que parece civilizatoria, moderna y sensata en relación con el Estado de Chile, es la que reconoce que en su territorio habitan diversas etnias, las que merecen reconocimiento, protección y fomento constitucional, para la conservación y respeto de sus formas sociales, políticas y culturales. Una segunda, decididamente belicista, es aquella que entiende la plurinacionalidad como un derecho de existencia autodeterminado y soberano, con vigencia sobre un territorio autoasignado, y la libertad de decidir, eventualmente, una estatalidad propia e independiente sobre él.

Este tema tiene dos escenarios especialmente complejos en el país: el tema mapuche y el Rapa Nui. En Chile, los pueblos originarios no fueron parte activa importante de la gesta independentista de comienzos del siglo XIX, en cuanto tales, sino como población mestiza. O eran sometidos o tenían statu quo (caso de los parlamentos mapuche con la Corona española), y en la guerra de la Independencia unos apoyaron a la Corona española, los más, y otros al naciente Estado de Chile, pero durante un largo período su convivencia formó mestizaje. La plurinacionalidad argumentada por el pueblo mapuche se asienta fuertemente en que también es posible identificar una territorialidad exclusiva, pero que en su interior no tenía ni organización política de nación ni paz asegurada. Por lo tanto, su apelación al Wallmapu es a una ambigua noción territorial amplia que genera una enorme distorsión territorial en el país, y de carácter transversal con Argentina y, eventualmente, un riesgo de conflicto para el Estado chileno. 

El caso Rapa Nui es diferente, pues deviene de un tratado de adhesión de la última mitad del siglo XIX hacia el Estado de Chile, a cambio de protección, motivada por una sociedad diezmada por el vandalismo empresarial guanero que capturó y llevó como esclavo al pueblo Rapa Nui a las guaneras peruanas. Con ello prácticamente casi destruyeron su cultura y provocaron un genocidio, nunca debidamente representado por Chile ante la comunidad internacional. El interés de Estados Unidos, Francia y China por su locación geográfica y la mala política del Estado chileno son un foco de eventual tensión.

Estos dos casos son los que por causas diferentes pueden, en una mala lectura de la plurinacionalidad como principio, terminar enturbiando no solo un problema de soberanía en el país, sino generando también problemas internacionales e, incluso, sirviendo de modelo a terceros. La diferencia entre el tema Rapa Nui y el mapuche es que este último presenta rasgos disolventes frente al Estado, lo que es completamente inadmisible.

La ambigüedad precolonial en materia de territorios generó dificultades y conflictos en toda la región hasta bien entrado el siglo XX. La norma es que ello se resolvió, en general, aplicando la regla de los límites heredados de la administración colonial y, luego, mediante mediaciones y tratados internacionales. La guerra, en general, fue una excepción. Una lectura idealizada y poco realista de la plurinacionalidad, donde el mayor caudal es mestizo zambos, mulatos, cuarterones, pardos, negros y blancos, ricos o pobresy donde los territorios no son zonas de exclusión sino de radicación y mezcla, puede inducir un salto atrás no solo en la genealogía nacional, sino también en la interpretación de los límites entre los Estados, mucho más allá de lo que en realidad hoy existe. Y, ¿por qué no?, despertar asimismo el interés o la atención política vecinal de seguridad y defensa y enredar más los temas migratorios. 

En relación con la fortaleza institucional del Estado, la decisión de jubilar intelectualmente a Montesquieu y cambiarle el nombre al Poder Judicial por el de Sistema Nacional de Justicia, resulta confusa e innecesaria. Particularmente si abre, además, la puerta a un denominado “pluralismo jurídico”, que no se aviene con un sistema moderno y equilibrado de poderes en democracia. 

Incluso si se omiten definiciones como soberanía, pueblo, libre determinación, autonomía, territorios y otras, y se aviene a un objetivo simple de vida cotidiana, la dualidad de sistemas nacionales de justicia supone la existencia de una soberanía fraccionada y la imposibilidad práctica de resolver conflictos bajo el principio de cosa juzgada, pues la dualidad disuelve la autoridad.

En relación con lo mismo, es difícil entender en qué pensaban los convencionales al hablar de Sistema Nacional, como si el Poder Judicial no fuera un sistema en sí, y, además, parte de uno mayor de División de Poderes en el Gobierno y la Política. O su función no fuera la aplicación del Derecho, que es un Sistema jerárquico y estructurado de normas, para resolver de manera sistemática o sea, como sistema conflictos de relevancia jurídica, de derechos u obligaciones de las personas en la sociedad. 

Función u operación que se ejerce siempre de manera sistémica, que no es otra cosa que dictar con orden, imparcialidad y responsabilidad la materia. Todo sin sesgo de amistad. Porque, para seguir también en esto a Montesquieu, la amistad implica siempre hacer a otros pequeños favores con la esperanza que nos los devuelvan siempre mayores.

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