La nueva Constitución proclama que Chile es un “Estado Regional”. Pero, luego, deshace el regionalismo concentrando el Poder Legislativo en una Cámara única, en la que la Región Metropolitana tendrá gran poder en razón de su población. Se discute una ley medioambiental, de aguas, de minería, de pesca, de salud, de previsión social, de educación, ¿y la Cámara de los territorios no participa? La propuesta se basa en una división tajante entre temas “nacionales” (importantes) y “regionales” (secundarios). Un “Estado Regional” no puede aceptar ese supuesto. Si Chile está compuesto por sus regiones, esa distinción carece de sentido. La Cámara que representa a las regiones y pueblos originarios debe tener, entonces, un poder de revisión amplio. De lo contrario, Chile, lejos de ser un “Estado Regional”, será todavía más centralista que hoy. Lo que se propone es una segunda Cámara de segunda clase y regiones de segunda clase.
Lo principal: que el pueblo elija a su gobernante. No que lo hagan intermediarios. Para nosotros, en Chile, sin eso no hay democracia. Bajo el parlamentarismo y el semipresidencialismo el o la gobernante es elegido(a) por los parlamentarios; no por el pueblo en elección directa. En los países parlamentaristas la ciudadanía no elige en votación directa ni al jefe de Estado (normalmente, un rey o reina, como en España o el Reino Unido) ni al jefe de Gobierno o primer ministro.
En los países semipresidencialistas, la ciudadanía elige directamente al jefe de Estado, pero no al jefe de Gobierno. Los portugueses eligen a un presidente, pero presidirá sin gobernar. Quien gobierne, será decisión de los parlamentarios. En eso consiste el semipresidencialismo de premier, que es el que funciona bien. Entre nosotros no tendría legitimidad.
¿Qué legitimidad tendría en Chile un jefe de Gobierno negociado y acordado entre los parlamentarios y que puede caer en cualquier momento por decisión de ellos? (En Holanda el año pasado esa negociación duró 299 días, durante los cuales hay un régimen meramente administrativo que no legisla). Ese régimen se basaría en despojar al pueblo de su derecho a decidir con su voto quién será la o el gobernante. ¿Haría eso la primera Convención Constitucional democrática de nuestra historia? ¿Quién podría decirle a la ciudadanía: ustedes ya no elegirán a una Presidenta o un Presidente gobernante, sino a una figura protocolar y sin mando efectivo? Y si esto se llevara a cabo de manera encubierta, ¿qué ocurriría el día en que el pueblo tomara conciencia de que ahora el voto no elige a la o el gobernante sino solo a los parlamentarios, únicos poseedores de ese privilegio?
De hecho, y pese a las preferencias en el plano de las elucubraciones para un país imaginario, no se presentó en la Comisión de Sistema Político ninguna propuesta parlamentarista o semipresidencialista. Todas las propuestas fueron presidenciales, todas ellas planteaban que la Presidenta o el Presidente debía ser jefe de Estado y jefe de Gobierno. Eso habla por sí solo de la fuerza de la realidad.
Pero, claro, cabe imaginar otra posibilidad ya sugerida: hacer como si el pueblo elije a la jefa o el jefe de Gobierno, pero que en realidad no sea así, y quien gobierna emane, después de todo, del Parlamento. Esa posibilidad tampoco se planteó en la Comisión. Habría sido proponer un engaño. Por supuesto, nadie propondría un engaño.
Lo que sí se planteó fue injertar, en un régimen presidencial, un elemento central del parlamentarismo: el derecho de los parlamentarios a derribar a un “ministro de Gobierno” (voto de censura) que habría llegado al cargo propuesto por la Presidencia y ratificado por el Parlamento. Este “ministro de Gobierno” se parecía bastante a un jefe de Gobierno sin serlo, pues la Presidenta o el Presidente seguía siendo jefe de Gobierno.
La idea de una suerte de superministro propuesto por la Presidencia y ratificado por el Parlamento es una fórmula ambigua, conocida y probada. Es el sistema que tienen hoy muchísimos países africanos, como Namibia, Ghana, Senegal, Tanzania, Gambia, entre otros. Es el sistema del Perú. He analizado en detalle esa propuesta del Frente Amplio y su sorprendente parecido con el régimen peruano (“¿Hacia un semipresidencialismo del malo”, Terceradosis.cl, 2022). La literatura especializada ha demostrado una y otra vez que es el peor de los regímenes políticos (Shugart & Carey, 1992; Elgie, 2012; Sedelius & Linde, 2018).
Esa proposición no prosperó en la Comisión. Con todo, el conspicuo título de “ministra o ministro de Gobierno” sobrevivió, pero en una nueva encarnación. Es un superministro que depende solo de la Presidencia y tiene atribuciones muy similares a las que hoy tiene la Segpres. Como mostré en un artículo anterior, duplicaría lo que hará la Presidencia misma en cuanto jefatura de Gobierno y las tareas de un ministerio específico, la Segpres. “Lo extraño”, escribí, “es que se busque obligar al Presidente o la Presidenta a tener a su lado a un superministro…. para hacer lo que la Presidencia ya hace. El riesgo obvio es que estos ministros coordinadores, designados por este superministro coordinador descoordinen todo el gabinete” (El Mostrador, 11/3/22)
La figura carece de justificación. Y al haber una vicepresidencia paritaria elegida por el pueblo que preside la segunda Cámara y, como en Uruguay, vincula al Gobierno con el Legislativo, la figura del superministro se hace todavía más superflua. La vicepresidencia elegida por la ciudadanía junto a la Presidenta o el Presidente es una innovación importante y hay razones de peso para crearla. No debiera ser amagada por un superministro nombrado por la Presidencia (acerca de esas razones, ver Zurita-Tapia, Yanes-Rojas y Olivares en Presidencialismo, editado por Christopher Martínez, 2022).
Como el superministro carece de justificación, suscita suspicacias. Leo en la prensa que la justificación real se oculta, que la idea sería introducir la figura anterior, vale decir, un superministro con ratificación y censura parlamentaria, pero de manera sutil, disimulada y, al fin, engañosa.
La interpretación supone que los convencionales que inspiran la propuesta no dan la justificación verdadera porque no se atreven a darla. ¿Y por qué no querer decirle al Pleno la verdad? Porque, oigo decir, no se atreven a plantear: “Queremos crear a un superministro para que, a poco andar, sea un jefe de Gobierno elegido no por el pueblo, sino por los parlamentarios”. Pero yo no concibo que en nuestros convencionales pueda haber voluntad de engañar.
¿No se buscará que el sistema evolucione hacia el parlamentarismo o el semipresidencialismo? Esa creencia sería un simple error. Ningún país ha evolucionado gradualmente del presidencialismo al parlamentarismo o al semipresidencialismo de premier. Los tiempos no están para avanzar hacia una forma indirecta y elitista de elegir a quien gobierna. Sería percibido en Chile como una involución.
Estos regímenes híbridos de doble confianza se empantanan en sus conflictos. El Perú ha pasado muchas décadas de los siglos XX y XXI entrampado en este tipo de semipresidencialismo del malo, del que no funciona. Nada indica que evoluciona hacia un semipresidencialismo de premier como el portugués o el austriaco, es decir, uno en el que las funciones del jefe de Estado y las del jefe de Gobierno –que emana solo del Parlamento– estén claramente diferenciadas.
De modo que cualquiera sea la interpretación y justificación de ese superministro lleno de pompas vanas, a mi juicio, debiera quedar fuera del texto constitucional. O duplica funciones y es, por tanto, pernicioso, o está pensado para conducirnos adonde no va a conducirnos nunca. Es tomar la micro equivocada.
Si el pueblo elige a su gobernante lo elige para algo. La Presidenta o el Presidente elegido debe tener herramientas para llevar a cabo su programa. Destaco dos temas de los muchos que ha trabajado y plantea la Comisión. Comienzo por la elección parlamentaria junto a la segunda vuelta presidencial. La idea es dar al votante los elementos de juicio para decidir si vota por un parlamentario o una parlamentaria de la corriente de su candidato o candidata presidencial o no. No carga los dados en favor de la Presidenta o el Presidente electo, como ocurriría si la elección es posterior a la presidencial. Pero hace improbable que la Presidencia quede en minoría en la primera Cámara. Hubo amplio acuerdo al respecto en la Comisión.
Segundo tema: el veto, que no es un “no” absoluto. Pero permite a la Presidencia frenar, salvo un quórum especial de parlamentarios, iniciativas contrarias al proyecto por el que votó el pueblo. Habitualmente, si los parlamentarios aprueban un proyecto de ley que desvirtúa el programa, se exigen 2/3 de parlamentarios para derrotar ese veto o rechazo presidencial. Así es en Costa Rica, Ecuador, México, Argentina, Estados Unidos… Sin veto, la acción del Gobierno pierde coherencia y queda a merced de mayorías parlamentarias fugaces. Sin veto, una mayoría de parlamentarios presentes en ese momento en la Sala puede aprobar un proyecto que anule la voluntad del pueblo expresada en las urnas.
Un régimen presidencial sin veto no existe y no existe porque sin él, simplemente, no puede funcionar. El único caso es el de la Constitución del Perú de 1933, que –como dijo el profesor Negretto– en gran medida por ello no funcionó (Negretto 13/2/2022). En los regímenes parlamentarios y semipresidenciales no hay veto porque el Ejecutivo tiene un arma más poderosa: puede disolver el Parlamento. La propuesta de la Comisión establece un veto más bien débil: 4/7. Eso significa una débil protección de la voluntad del pueblo. Pero, al menos, hay cierta protección.
Con todo, una democracia no es solo un canal para la expresión de la mayoría de los votantes. Es todo un entramado de instituciones que, entre otras cosas, protegen la libertad que tiene el pueblo de seguir eligiendo a quien lo gobierna. Es decir, la Presidencia debe poder llevar a cabo su programa, pero su poder no debe ser de tal magnitud como para estar en condiciones de socavar fácilmente la institucionalidad, manipular las elecciones y eternizarse en el cargo.
En nuestro tiempo el mayor peligro de las democracias es el autoritarismo disfrazado de democracia, es decir, el autoritarismo que respeta las formas legales de la democracia (Schepple, 2018). Como afirmó el expresidente Obama, “una democracia no necesariamente muere con un golpe militar, también puede morir en la urna electoral” (CNN, 8/6/21). Un ejemplo claro, que dio el propio Obama, es el de Valdímir Putin, quien ha construido su autoritarismo sin violar las reglas del semipresidencialismo. Algo análogo ha hecho Viktor Orbán en Hungría al interior de un régimen parlamentario. Es semejante a lo que hizo Recep Tayyip Erdoğan en Turquía o Hugo Chávez en Venezuela, y parece estar haciendo hoy el derechista Nayib Bukele en El Salvador. ¿Por qué Chile habría de ser inmune a los apetitos de algún populista autoritario y legalista?
Lo que estos casos y otros tienen en común, es que hay una sola Cámara o una sola relevante. La o el gobernante con mayoría en esa Cámara se hace ipso facto de todo el Poder Ejecutivo y Legislativo. Ese es el riesgo. Las redes sociales movilizan emociones políticas intensas, polarizantes y volátiles (Gurri, 2018, Allcott et al., 2020, Guriev et al., 2021). Una Constitución pensada hoy y proyectada al mañana debe hacerse cargo de este desafío.
La mejor manera de enfrentarlo es, me parece, tener dos Cámaras –una básicamente poblacional y la otra territorial–, que el Ejecutivo no pueda disolverlas, que ambas tengan poderes efectivos y que una de ellas se renueve por partes en cada elección. De esta manera, una corriente política, para predominar, requiere sostener su popularidad durante cierto lapso, período en el cual estará sometida a evaluación y crítica. Coexisten en el Poder Legislativo dos momentos electorales distintos. El propio pueblo con su voto controla así al poder.
¿Qué detuvo los apetitos autoritarios de Donald Trump sino el contrapeso que significan dos Cámaras, una de las cuales se renueva por tercios? Fue el Senado lo que frenó a Trump. Ese contrapeso es lo que no tiene Rusia con su bicameralismo asimétrico. Como dijera Mill, el bicameralismo protege “de la influencia corruptora del poder indiviso” (Mill, 1861).
La propuesta que llega al Pleno no permite que el Ejecutivo disuelva el Parlamento. Eso es esencial en un régimen presidencial de pesos y contrapesos. Pero el bicameralismo que se plantea es excesivamente asimétrico. La segunda Cámara es meramente decorativa. Interviene en pocas materias y siempre prima, en definitiva, la primera. Con eso se pierden las ventajas de tener un segundo elenco de representantes dedicados a dar una segunda mirada a los proyectos antes de que sean ley. Lo que se gane en velocidad se puede perder en calidad (Tsebelis y Money, 1997). A menudo esa rapidez será precipitación. Y se trata de escribir leyes sobre asuntos complejos, de múltiples consecuencias en la vida de las personas, y que respalda la fuerza coercitiva del Estado. Al fin, lo que se propone es una Cámara única. Un detalle lo simboliza: en el cambio de mando, la Presidenta o el Presidente jura ante la primera Cámara; la segunda no participa de la ceremonia.
Se dan dos pobres razones. Una, el Senado ha cometido errores al oponerse a ciertos proyectos de ley. No se examinan los errores de la primera Cámara. El argumento hace como que los diputados fueran infalibles. No lo han sido. Ejemplos sobran. El segundo es que la segunda Cámara sería necesariamente elitista, aunque se la elija de otra manera. Si es así, ¿por qué, entonces, la Constitución que impulsó Evo Morales tiene una segunda Cámara revisora de todos los proyectos de ley? ¿Por elitismo?
La nueva Constitución proclama que Chile es un “Estado Regional”. Pero, luego, deshace el regionalismo concentrando el Poder Legislativo en una Cámara única, en la que la Región Metropolitana tendrá gran poder en razón de su población. Se discute una ley medioambiental, de aguas, de minería, de pesca, de salud, de previsión social, de educación, ¿y la Cámara de los territorios no participa? La propuesta se basa en una división tajante entre temas “nacionales” (importantes) y “regionales” (secundarios). Un “Estado Regional” no puede aceptar ese supuesto. Si Chile está compuesto por sus regiones, esa distinción carece de sentido. La Cámara que representa a las regiones y pueblos originarios debe tener, entonces, un poder de revisión amplio. De lo contrario, Chile, lejos de ser un “Estado Regional”, será todavía más centralista que hoy. Lo que se propone es una segunda Cámara de segunda clase y regiones de segunda clase.
No creo que queramos darle a un Gobierno mayoritario en la primera Cámara la oportunidad de cerrarles la puerta a los adversarios en la próxima elección presidencial. Eso sería darle la oportunidad de ponerle un candado a la democracia. Muchas veces es tener esa oportunidad lo que despierta el apetito autoritario antes dormido. Y “si se consiente que el impulso y la oportunidad coincidan, bien sabemos que no se puede contar con motivos morales ni religiosos para contenerlo” (El Federalista, N° 10).
El unicameralismo estimula los apetitos dictatoriales, facilitando el autoritarismo legal, y centraliza el Poder Legislativo en Santiago. Se empañan así la virtudes del sistema político que se proyecta para Chile. La columna vertebral de la propuesta es sensata y esperanzadora. Pero pienso que el poco poder de la segunda Cámara es uno de los diversos e importantes aspectos que debieran corregirse. No queremos que el nuevo sistema político, el primero acordado en una Convención democrática, nazca deformado, incoherente e incapaz de darnos gobernabilidad en la libertad, en la diversidad que queremos. Queremos que el pueblo elija y siga eligiendo. “Nadie ha de obligarme a ser feliz a su manera”, escribió Kant. Ese es, creo, nuestro horizonte en el momento constitucional en que nos encontramos.