Hay que decir las cosas por su nombre: es un conflicto entre el Estado y grupos violentistas específicos, con agenda propia y que han ejercido el terrorismo. Afirmar lo contrario es dejarse llevar por concepciones peligrosas de la representación política que, finalmente, resultan incompatibles con la democracia y libertad de sus ciudadanos. ¿Significa esto que no es posible hablar de la relación del Estado con el pueblo mapuche en su conjunto? No, para nada. Pero sí significa que, como con todo grupo de ciudadanos, son las personas concretas en sus organizaciones concretas las únicas que pueden, en el marco del Estado de Derecho, expresamente decirnos qué y quiénes las representan.
Es evidente que el modo en que definimos un conflicto influye en nuestro modo de aproximarnos a él. Así, no es lo mismo creer que nos enfrentamos a un conflicto de seguridad pública que creer que se trata de una legítima reivindicación política. Un ejemplo claro de aquello en nuestro país es el conflicto que tiene lugar en la Macrozona Sur, usualmente llamado “conflicto mapuche”. Como en todo conflicto, tanto o incluso más relevante que atender a los actos concretos de violencia, lo es tomar posición con respecto a su naturaleza. Y es en ese campo de batalla donde la izquierda ha obtenido sus mejores victorias, afectando la manera en que todos nos aproximamos a él.
Tomemos solo un aspecto: las partes involucradas. El Gobierno de Gabriel Boric en numerosas ocasiones ha repetido que este es un conflicto entre el Estado chileno y el pueblo mapuche en cuanto unidad. Por lo tanto, todo intento de solucionarlo pasa por aceptar que es “todo” el pueblo mapuche el que se enfrenta al Estado. Adicionalmente, esta manera de entenderlo ayuda a comprender la resistencia de muchos a catalogar los actos de violencia como actos terroristas. Después de todo, ¿no sería ello acusar al pueblo mapuche en su conjunto de terrorismo? Basta recordar las reacciones que provocó hace un año la columna de Pablo Ortúzar, sobre la existencia de un terrorismo mapuche de carácter etnonacionalista. Se lo acusó, entre otras cosas, de prácticamente “imputar a los mapuches en plural, es decir como pueblo, una condición que no está en su cosmovisión cultural ni religiosa”. Puesto que, como es obvio, no todo el pueblo mapuche es terrorista, se llega a una conclusión que parece obvia: por definición no se trata de un conflicto de naturaleza terrorista.
Ahora bien, no todo el pueblo mapuche manda ultimátums al Gobierno, ni quema casas y camiones, o les dispara a las autoridades. De hecho, es un porcentaje ínfimo e identificable en un puñado de organizaciones. La pregunta es, entonces, ¿por qué deberíamos creer que el conflicto en La Araucanía y Biobío es entre el Estado chileno y el pueblo mapuche en su conjunto? Dicho de otro modo, ¿por qué los casi dos millones de chilenos que se identifican como mapuches son arrastrados a ser parte de este conflicto?, ¿por qué deberían todos ellos, sin distinción, sentirse representados por las acciones de grupos como la CAM o la Resistencia Mapuche Lafkenche? Sin duda, hay razones tanto políticas como tácticas para que el Gobierno, al igual que la inmensa mayoría de la izquierda, presenten el conflicto de esta forma de manera mañosa, pero también hay razones de carácter teórico que también son problemáticas. Concretamente, hay una concepción de la representación política que se infiltra en sus posiciones. Una concepción errónea y peligrosa para la democracia.
Siguiendo las categorías desarrolladas por Hanna Pitkin, gran parte de la izquierda chilena sospecha de la representación formal; esto es, de la representación fundada en mecanismos institucionales y procedimentales. Creen que es insuficiente, y que debería ser superada por alternativas: 1) descriptivas, 2) simbólicas y 3) sustantivas. Nuestros verdaderos representantes estarían entonces definidos ex ante y escritos en piedra: serían quienes ya se parecen a nosotros, ya nos “simbolizan” , ya defienden nuestros intereses reales por medio de sus acciones. Para dicha izquierda, entonces, la democracia será verdaderamente representativa solo cuando la representación formal sea superada por estos otros modos de hacer presente a la ciudadanía en los espacios de decisión.
Desde esa perspectiva, es fácil entender por qué para muchos el paso desde los grupos organizados de la Macrozona Sur al “pueblo mapuche” es virtualmente inmediato. En primer lugar, los miembros de organizaciones como la CAM se parecen al resto de la población mapuche: pertenecen al mismo grupo étnico. Segundo, “simbolizan” al pueblo mapuche en pleno porque continúan la resistencia al Estado chileno (y antes, a la Corona española) que los mapuches iniciaron hace siglos. Finalmente, porque dichos grupos armados están luchando por los “verdaderos” intereses del pueblo mapuche, así que su acción puede entenderse como “en sustancia” la acción de todos los mapuches.
Desde el punto de vista democrático, aquellos tres tipos de representación son, en el mejor de los casos, problemáticos y, en el peor, inaceptables para una sociedad que desea mantener el Estado de Derecho. La razón principal es que tratan a las personas como sujetos fácilmente encasillables en una categoría determinada a priori, a los que se termina asignando representantes sin que los hayan explícitamente aceptado y a veces incluso en contra de sus propias declaraciones o manifestaciones. A menos que uno crea que nos reducimos a nuestro color de piel, cultura de origen o pertenencia étnica, el mero hecho de que alguien se “parezca” a nosotros no le da el derecho a hablar por nosotros. Ni tampoco le da el derecho al Gobierno o cualquier otro para asumir que sí lo deberían hacer. Sin duda, los miembros de la CAM son de la misma etnia que los casi dos millones de mapuches chilenos, pero esa semejanza no los convierte en sus representantes de decisiones colectivas. Más claramente, un Gobierno democrático no puede simplemente suponer eso, porque equivaldría a suprimir el derecho de dos millones de personas a elegir sus propios representantes y definirse según sus propios términos. De lo contrario, nos dirigimos hacia un corporativismo identitario impuesto desde arriba y basado en definiciones simplistas de representación.
Del mismo modo, aunque para muchos mapuches estos grupos armados sean un símbolo de su pueblo, para muchos otros no los son. Para el Estado lo que debe haber son ciudadanos que pertenecen a un pueblo particular y que pueden expresarse por medio de los mecanismos de representación formales. Los símbolos, ya sea que sean auténticos o (como es más que probable) efectos de propaganda, no tienen derechos de representación sobre nadie.
El mismo razonamiento se aplica a la representación sustantiva. Por mucho que intelectuales, activistas o políticos viertan ríos de tinta acerca de los “verdaderos” intereses del pueblo mapuche (o de cualquier grupo humano, de hecho), son las personas concretas las que nos tienen que comunicar sus intereses. Como bien advirtió Isaiah Berlin, cuando el Estado cree que conoce los verdaderos intereses de las personas mejor que ellas mismas, la ruta al totalitarismo se empieza a allanar. Para el Estado, y por extensión para el Gobierno, los únicos intereses que los ciudadanos mapuches (al igual que todo otro grupo de ciudadanos) tienen son los que ellos expresan libremente a través de las instituciones formales. Si alguien quiere afirmar que habla en nombre de otro ciudadano, entonces no bastan justificaciones históricas o sociológicas: se requiere la aceptación expresa de los representados.
En conclusión, debería abandonarse la caracterización del conflicto en la Macrozona Sur como uno entre el Estado chileno y el pueblo mapuche. Hay que decir las cosas por su nombre: es un conflicto entre el Estado y grupos violentistas específicos, con agenda propia y que han ejercido el terrorismo. Afirmar lo contrario es dejarse llevar por concepciones peligrosas de la representación política que, finalmente, resultan incompatibles con la democracia y libertad de sus ciudadanos. ¿Significa esto que no es posible hablar de la relación del Estado con el pueblo mapuche en su conjunto? No, para nada. Pero sí significa que, como con todo grupo de ciudadanos, son las personas concretas en sus organizaciones concretas las únicas que pueden, en el marco del Estado de Derecho, expresamente decirnos qué y quiénes las representan.