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Antiguos residentes chilenos atrapados entre dos fuegos en la ciudad ucraniana de Zaporozhie Opinión

Antiguos residentes chilenos atrapados entre dos fuegos en la ciudad ucraniana de Zaporozhie

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Eduardo Labarca
Por : Eduardo Labarca Autor del libro Salvador Allende, biografía sentimental, Editorial Catalonia.
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Como toda guerra, la invasión rusa a Ucrania, con el uso despiadado de las armas letales y de destrucción más sofisticadas, es una tragedia humana indescriptible, especialmente para las poblaciones civiles, lo vemos en directo en la TV y las redes sociales. Y, como siempre, además de los soldados de ambos bandos, quienes sufren y mueren son los ucranianos de todas las edades, tanto los prooccidentales como los prorrusos: y aquí nuestros pensamientos vuelan a los descendientes de los chilenos de Zaporozhie, de quienes no hemos vuelto a saber. Ucrania pone los muertos y millones de desplazados y refugiados, mientras Biden apuesta por hacer a EE.UU. «Great Again» sin que un solo soldado estadounidense arriesgue la vida en el campo de batalla.


Mientras en Ucrania se decide el futuro de Europa y del mundo, los descendientes de varias familias chilenas se encuentran entre dos fuegos en medio de la guerra. Los miembros de unas treinta familias de nuestro país fueron acogidos en los años 70 del siglo pasado por la Unión Soviética de entonces como exiliados políticos e instalados en la ciudad ucraniana de Zaporozhie (“Zaporiyia” en ucraniano), en torno a la cual hoy ruge la guerra. Por aquellos años la República Socialista Soviética de Ucrania formaba parte de la URSS y visité a esos compatriotas y conviví con ellos en dos ocasiones, cuando filmábamos el documental Reportaje inconcluso, de Mosfilm, sobre los exiliados chilenos que vivían en la Unión Soviética.

Algunos refugiados venían saliendo de los campos de concentración de la dictadura y el grupo incluía además a las viudas de varios prisioneros asesinados por el régimen de Pinochet. Entre ellas recuerdo a Isabel Nova, madre de once hijos, esposa de Isidoro Carrillo, dirigente de los mineros de Lota a quien Salvador Allende nombró gerente de la empresa del carbón estatizada y que fue fusilado. En Zaporozhie las familias recibieron viviendas, acceso a los servicios de salud, educación para los hijos, mientras los adultos, tanto hombres como mujeres, se incorporaban a trabajar en las fábricas de esa ciudad industrial, próxima a la central nuclear más potente de Europa, donde se producían automóviles de alta gama y motores de avión. Nuestros compatriotas tenían en sus casas la bandera de Chile y retratos de Allende, y filmamos una fiesta en que bailaban cueca y los niños cantaban a coro un nostálgico Si vas para Chile. Las empanadas que preparaba Isabel Nova, viuda de Carrillo, eran “las mejores empanadas del exilio”, según alguien proclamó entre aplausos.

Entre las familias de origen chileno que permanecían en Zaporozhie hasta el comienzo de la invasión rusa, se cuentan una rama de los Carrillo y la de mi apreciado colega Raúl Urrea, reportero gráfico con el que trabajamos mano a mano en diversas ocasiones. “Ulín” –así le decíamos– compró el año pasado un pasaje de Air France para volar de Chile a Ucrania a visitar a sus nietos, viaje que no alcanzó a realizar, pues falleció de COVID en la Quinta Región.

La Zaporozhie soviética

Zaporozhie tiene una vista espectacular sobre el río Dniéper que separa la parte oriental de Ucrania de la parte occidental, y dista unos doscientos kilómetros de la zona propiamente rusófila del Donbás y del puerto de Mariúpol, donde la guerra ha sido terrible. La ciudad mira hacia una represa hidroeléctrica y la isla de Jórtytsia, patria de cosacos, los guerreros que conservaban su libertad a cambio de defender las fronteras del imperio del Zar de todas las Rusias.

Cuando llegué desde Moscú a Ucrania, nunca tuve que pasar controles aduaneros en el aeropuerto, pues se trataba de un mismo país: la URSS. En Zaporozhie escuché sobre todo hablar en ruso, aunque los letreros oficiales se hallaban en ambos idiomas. Mi oído me indicó que las personas mayores eran las que más se expresaban en ucraniano y en el mercado observé que los vendedores contestaban a los compradores indistintamente en cualquiera de ambos idiomas. Por lo demás, se trata de dos lenguas eslavas de alfabeto cirílico tan cercanas, que mis amigos moscovitas decían en broma que la única diferencia era que el nombre de la leche, cuya ortografía es idéntica en ambos idiomas (молоко), se pronunciaba en ruso “malakó” con “a” y en ucraniano “molokó”, con “o”. Asimismo la denominación de los cosacos en ruso suena “kasak” y en ucraniano, “kosak”. En las escuelas a las que asistían los niños chilenos las clases eran en ruso y tenían un curso especial de ucraniano.

La Ucrania republicana

Históricamente Ucrania fue un territorio cuyos contornos difusos evolucionaban según los vaivenes de los imperios vecinos –ruso, austrohúngaro, polaco-lituano, otomano– que alguna vez dominaron parte o la totalidad de su territorio, mientras los atamanes cosacos imponían su ley en amplias zonas. Ucrania se constituyó definitivamente como Estado-nación tras el triunfo de la revolución rusa y su incorporación a la URSS en calidad de república soviética con fronteras definidas. La colectivización de la agricultura, las requisas de granos y la industrialización forzada impuestas despiadadamente por Stalin provocaron, a comienzos de los años 30, una hambruna –“holodomor” (Голодомор)– que llevó a la muerte a varios millones de ucranianos, lo que dejó hasta hoy una herida profunda en la sociedad. La invasión alemana a la URSS durante la Segunda Guerra Mundial se tradujo en el recrudecimiento de los regionalismos y el surgimiento de una milicia ucraniana que se incorporó a las tropas de Hitler y exterminó a un millón y medio de judíos ucranianos y a decenas de miles de judíos estonios, bielorrusos y polacos.

Al término de la guerra volvió la férrea disciplina soviética y la situación de Ucrania mejoró cuando a la cabeza de la URSS accedieron sucesivamente Nikita Jrushov y Leonid Brezhnev, ambos ucranianos. Fiel a sus orígenes, en 1954 Jrushov traspasó la península subtropical de Crimea desde la Federación de Rusia a Ucrania, aunque allí tenía y ha seguido teniendo su base la flota rusa del Mar Negro que desde el puerto de Sebastopol puede navegar hasta el Mediterráneo. Tras la expulsión de los tártaros por Stalin, la población de la península ha sido casi exclusivamente rusa. Yo pasé varias semanas en Yalta, la ciudad de Crimea que se despliega frente al mar como un pequeño Valparaíso, donde en 1945, en el blanco palacio de Livadia, tuvo lugar la conferencia en que los Tres Grandes –Stalin, Roosevelt y Churchill– se repartieron el mundo a finales de la Segunda Guerra Mundial. En la Yalta de aguas templadas solo escuché hablar en ruso.

Las dos Ucranias

Tras la desaparición de la URSS, en la flamante Ucrania independiente se reavivaron las tensiones entre la zona occidental católica cercana a Polonia y la zona oriental de religión ortodoxa, inclinada hacia la vecina Rusia, especialmente en la franja carbonífera e industrial del Donbás, lo que ha llevado a algunos a hablar de “Dos Ucranias”. La situación del país se ha visto marcada por la inestabilidad política y la corrupción. A partir de las revueltas de 2014, el país ha estado regido por gobiernos abiertamente antirrusos, empeñados en incorporar Ucrania a la Unión Europea, asociación de integración política y económica, y a la Organización del Tratado del Atlántico Norte, la OTAN, de carácter militar. Mientras el ruso se eliminaba como segundo idioma oficial, en el oriente tronaban las armas del ejército ucraniano, reforzado por el batallón AZOV, al que se atribuyen tendencias nazistas, contra las milicias de las autoproclamadas repúblicas de Donetsk y Lugansk afines a Rusia, con un saldo calculado en catorce mil muertos, especialmente civiles. Sin que el país perteneciera a la OTAN, en ese conflicto el ejército ucraniano ha recibido entrenamiento y armamentos del bloque occidental, mientras Rusia prestaba apoyo a los efectivos de Donetsk y Lugansk, incluso con combatientes encubiertos.

La actual invasión rusa no puede descifrarse únicamente a partir de la batalla de la información-desinformación, sin considerar sus raíces históricas, pues las guerras nos surgen de la nada.

El atlantismo toma la ofensiva

La OTAN, que vincula militarmente a través del Atlántico a Estados Unidos y Canadá con los países de Europa occidental, fue fundada en Washington en 1949 por diez Estados bajo la égida estadounidense. Seis años más tarde, en 1955, la Unión Soviética y los Estados europeos del bloque comunista fundaron el Pacto de Varsovia. Bullía la Guerra Fría y EE.UU. y sus aliados y la URSS y los suyos quedaron frente a frente acariciando cada cual el botón nuclear.

Varios de los grandes líderes europeos fueron reticentes frente al “atlantismo” representado por la supremacía de EE.UU. sobre sus aliados. De Gaulle se negó a que las tropas francesas estuviesen bajo mando estadounidense y retiró a Francia del comando militar de la OTAN y, más tarde, Mitterrand siguió sus aguas. En la Alemania occidental Willy Brandt proclamó la “Nueva Política Oriental” (Neue Ostpolitikde acercamiento pacífico con Moscú y los países del Pacto de Varsovia, incluida la Alemania comunista, en aras de la seguridad europea, para molestia de EE.UU. y su aliado incondicional, el Reino Unido. Brandt recibió el Premio Nobel de la Paz.

La OTAN extiende sus fronteras

Al caer el Muro de Berlín, el bloque comunista de Europa oriental se dispersó, la URSS estalló en pedazos y el Pacto de Varsovia murió de muerte natural. Comenzaban los años 90 del pasado siglo y muchos pronosticaron la disolución de la OTAN por haberse quedado sin “enemigo” ni razón de ser. Gorbachov propuso en vano un acuerdo de seguridad y amistad europea que abarcara desde Portugal hasta los Urales, comprendiendo la parte europea de Rusia, y cuando la Alemania reunificada reconoció filas en la OTAN, los negociadores de EE.UU. le garantizaron que la alianza atlántica no avanzaría “ni una pulgada” hacia el Este, vale decir, hacia Rusia.

Sin embargo, en 1999 tres antiguos miembros del Pacto de Varsovia –Polonia, Hungría y la República Checa– fueron admitidos en la OTAN y más tarde ingresaron Bulgaria, Rumania, Eslovaquia y Eslovenia, además de las tres antiguas repúblicas bálticas de la URSS: Estonia, Letonia y Lituania. Les siguieron Albania y Croacia, y Georgia permanece en lista de espera. Contra esta ampliación, que de los diez países iniciales ha escalado hasta treinta, se alzaron múltiples voces en los medios diplomáticos y académicos y en el Congreso de EE.UU., que advertían que la expansión de la OTAN sería un gravísimo error, pues inflamaría las tendencias antioccidentales en Rusia y restauraría la atmósfera de Guerra Fría. Cuarenta destacados expertos en política exterior dirigieron una carta en ese sentido al presidente Clinton, que no les hizo ni pizca de caso.

¿Estados Unidos Great Again?

Eran los años en que EE.UU., empeñado en olvidar su derrota en Vietnam, sacaba pecho de superpotencia absoluta a la cabeza de un mundo unipolar, como atestiguan sus mortíferas intervenciones en Yugoslavia, Irak, Afganistán, Libia y Siria. Pero al avanzar el siglo XXI, China aceleró su ascenso imparable, Rusia mostraba su fortaleza de potencia capitalista emergente, Europa se consolidaba y el liderazgo de EE.UU. entraba en un cuarto menguante. La decadencia quedó de manifiesto con el fallido empeño de Trump de que el país recuperara su grandeza –Let´s Make America Great Again– y con la catastrófica retirada de Biden desde Afganistán. Entonces en el horizonte apareció Ucrania, el país más extenso de Europa después de Rusia.

En 2002, el gobierno de Ucrania, país fronterizo y de profundos lazos históricos con Rusia, dio los primeros pasos para ingresar en la Unión Europea y la OTAN. Esas gestiones se intensificaron a partir de 2014 tras el cambio de gobierno en Kiev, y Henry Kissinger afirmó tajantemente que “Ucrania no debe unirse a la OTAN”, advirtiendo que ello sería percibido por Rusia como una amenaza y que podría conducir a una guerra civil entre ucranianos. Destacados expertos en geopolítica, entre ellos el actual director de la CIA, también formularon llamados de alerta.

Por entonces se celebró en Normandía una reunión cuatripartita entre Rusia y Ucrania, con Alemania y Francia como mediadores. Más tarde se efectuaron en Minsk dos reuniones del mismo formato en busca de acuerdos para poner fin a la guerra que tenía lugar en el Donbás, acuerdos que contemplaban elecciones y un referéndum en Donetsk y Lugansk con la posibilidad de que se convirtieran en repúblicas con un estatuto federal en el seno de Ucrania.

Pero el ejército ucraniano continuó las hostilidades y los acuerdos se hicieron sal y agua. Como parte de la misma partida de ajedrez, la República de Crimea proclamó su independencia de Ucrania y su incorporación a la Federación de Rusia sobre la base de un referéndum calificado de fraudulento por el gobierno ucraniano, la Unión Europea y la OTAN que denunciaron una anexión, mientras Rusia destacaba el retorno de Crimea a su situación histórica normal por voluntad de sus habitantes.

La peligrosa decisión de arrinconar a Rusia

Ucrania es el “Estado tapón” que sirve de escudo a Rusia por el sur, de modo que Rusia percibe el ingreso de Ucrania en la OTAN como una amenaza por el posible emplazamiento en territorio ucraniano de misiles y ojivas nucleares capaces de alcanzar Moscú en cuatro minutos. Pero la OTAN, capitaneada por EE.UU., ha estado decidida a arrinconar a Rusia, a la que ya tiene cercada en su flanco occidental. No olvidemos que la humillación impuesta a Alemania tras la derrota de la Primera Guerra Mundial fue el caldo de cultivo del nazismo, el ascenso de Hitler y el estallido de la Segunda Guerra Mundial, y es Rusia a la que ahora se ha querido humillar.

Por cierto, en Rusia no rigen las normas clásicas de la democracia ni se garantizan los derechos humanos. Se trata de una potencia nuclear gobernada por un autócrata voluntarioso que cuenta con considerable apoyo popular gracias a la estabilidad económica y la exacerbación del orgullo nacional, y cuyo poder absoluto se ha afianzado de la mano de un puñado de oligarcas mediante procesos electorales dudosos, la represión y el encarcelamiento e incluso envenenamiento de sus opositores. A lo largo de más de diez años ese gobernante absoluto dirigió advertencias a Occidente contra la expansión de la OTAN y exigiendo una Ucrania neutral, mientras hincaba el pie en algunos enclaves de la antigua URSS, como Osetia del Norte y Abjasia en Georgia, Transnistria en Moldavia y, ahora, el Donbás en Ucrania.

A esa Rusia, Estados Unidos y la OTAN decidieron arrinconarla hasta tocarle a Putin la oreja, y ante el cerco y la afrenta, ese Putin reaccionó de la forma que era previsible: la guerra. Recordemos que el propio Biden y los líderes de la OTAN anunciaron a todos los vientos la invasión de Ucrania que venía. Cabe preguntarnos, cuando empujaban los límites de la OTAN hasta la orilla misma de Rusia, ¿sería eso lo que buscaban?

Ucrania pone los muertos

Como toda guerra, la invasión rusa a Ucrania, con el uso despiadado de las armas letales y de destrucción más sofisticadas, es una tragedia humana indescriptible, especialmente para las poblaciones civiles, lo vemos en directo en la TV y las redes sociales. Y, como siempre, además de los soldados de ambos bandos, quienes sufren y mueren son los ucranianos de todas las edades, tanto los prooccidentales como los prorrusos: y aquí nuestros pensamientos vuelan a los descendientes de los chilenos de Zaporozhie, de quienes no hemos vuelto a saber. Ucrania pone los muertos y millones de desplazados y refugiados, mientras Biden apuesta por hacer a EE.UU. Great Again sin que un solo soldado estadounidense arriesgue la vida en el campo de batalla.

Después del presidente Zelenski, el presidente de EE.UU. es uno de los héroes de la cruzada mundial contra el “maldito tirano” Putin en aras de la “paz” y la “democracia”. Dicho sea de paso, su “pacifismo” no ha impedido a Biden prestar todo el apoyo militar a la intervención de los sátrapas de Arabia Saudita en la guerra civil del Yemen, que ha costado casi cuatrocientas mil vidas, en su mayoría de civiles, y más de doscientos mil muertos de hambre debido al bloqueo aplicado por los países del Golfo y EE.UU. Y en cuanto a la “democracia”, el apoyo de Biden a Arabia Saudita no flaqueó ni un segundo cuando ochenta y un condenados fueron decapitados en un solo día el mes pasado en ese país por delitos civiles y religiosos, en su mayoría sobre la base de “confesiones” arrancadas en la tortura.

Desde el otro lado del océano, Biden monitorea la mayor crisis sufrida por Europa y el mundo desde la Segunda Guerra Mundial, que amenaza con convertirse en la Tercera y desencadenar el holocausto nuclear. Ante la opinión pública internacional, Rusia se ha convertido en un país paria, y Putin, en un monstruo. Una formidable carrera de armamentos se ha desatado en el planeta y, en un abrir y cerrar de ojos, EE.UU. ha recuperado y reforzado la presencia militar y política que había perdido en Europa y ha dado un salto gigantesco en materia energética.

El armamento estadounidense fluye hoy a raudales hacia Europa y hacia Ucrania para gloria del business del complejo industrial-militar de los EE.UU.; la puesta en marcha del gasoducto Nord Stream 2, por el que se duplicaría el envío de gas de Rusia hacia Alemania sin pasar por Ucrania, se suspendió en el último momento conforme a una exigencia perentoria de Biden; la Unión Europea anuncia que reducirá a un tercio la importación de gas y petróleo de Rusia, de la que dependen unos diez países de la zona, mientras Biden promete aumentar en un 68% los envíos de gas estadounidense a Europa, para lo cual se anuncia, como un bofetón a los ecologistas, la apertura en EE.UU. de nuevos campos petroleros y la intensificación del fracking, la extracción destructiva y contaminante de gas del interior de las rocas.

A la vez, desde Washington se ha orquestado un implacable bloqueo sin precedentes a escala mundial contra Rusia, con el fin de hacer “crujir” su economía y debilitarla como gran potencia petrolera y militar, mientras se demoniza y proscribe todo lo que huela a ruso en los planos financiero, comercial, energético, deportivo, cultural, como demuestra la grotesca cancelación por la Municipalidad de Las Condes, dirigida por la UDI, de la presentación de Las tres hermanas, del ruso Anton Chejov, un clásico de la dramaturgia mundial.

La humanidad pagará los costos

El equilibrio geopolítico mundial se ha alterado bruscamente, Estados Unidos y Europa occidental, como una sola piña, confían en pasar por encima de una Rusia debilitada para medir fuerzas con China la grande. La Alemania que después de la Segunda Guerra Mundial se había convertido en tierra pacífica, se rearma hasta los dientes bajo su flamante canciller; Europa occidental, que desde la reciente jubilación de Angela Merkel ha quedado huérfana de líderes visionarios, se arma con los ojos cerrados y estrecha sus vínculos con EE.UU. en un revitalizado bloque político-militar transatlántico; países tradicionalmente pacíficos y neutrales como Finlandia y Suecia deciden unirse a la OTAN y hasta la Suiza neutral se lanza a la carrera de armamentos. Y aquí no podemos olvidar que un país latinoamericano, Colombia, donde grupos armados y el ejército hacen de las suyas, ha sido reconocido como aliado preferencial estratégico de la OTAN, en una reunión entre los presidentes Iván Duque y Joe Biden: ¿qué diablos hace la OTAN en América Latina?

¡Pobre planeta! El vuelco del orden mundial impulsado por la guerra en Ucrania, que es esencialmente un duelo Estados Unidos-Rusia con muertos ucranianos, impondrá un parón a los acuerdos globales para hacer frente al calentamiento global, a la destrucción de la naturaleza, a la marcha de la especie humana hacia su hecatombe. Se acaba el tiempo y, una vez más, el Homo Sapiens se convierte en enemigo de sí mismo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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