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Pensar las violencias en la educación: más allá de cuerpos e instituciones Opinión

Pensar las violencias en la educación: más allá de cuerpos e instituciones

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María Alejandra Energici y Renato Moretti
Por : María Alejandra Energici y Renato Moretti Académicos de la Facultad de Psicología UAH.
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Una dificultad para asir la complejidad de las violencias en la educación pasa por considerar la piel como el límite de los cuerpos y las paredes como el de las instituciones, sin considerar que vivimos y nos relacionamos a través de tecnologías y espacios que no solo son extramuros de la institución educacional, sino que además son virtuales. Este tipo de fenómenos puede invitarnos a revaluar nuestras formas de interpretar y abordar las interacciones sociales, así como sus manifestaciones más peligrosas y dañinas, como es el caso de amenazas, maltratos, abusos y la violencia como forma de relación social, en general.


¿Cuáles son los límites físicos de las personas? Parece evidente que se trata de la piel (Barad, 2007; Hekman, 2010). Solemos vivir como seres contenidos en una capa similar a una tela. Sin embargo, nuestras fronteras físicas no son una obviedad y ofrecen dificultades tan cotidianas y concretas como las implicadas en diversos episodios de violencia que han tenido lugar en el contexto educacional. La relación puede no ser evidente, pero las violencias en colegios y universidades, particularmente las que se realizan por medio de redes sociales virtuales, nos invitan a reflexionar sobre las fronteras de uno mismo y, por extensión, de las instituciones que habitamos y que nos regulan.

Parece paradójico que, durante un retorno a la presencialidad poblado de reencuentros, se incrementaran las denuncias de violencia escolar. Las voces de especialistas suelen interpretar esto como el impacto de la pandemia en el desarrollo socioemocional en la niñez y juventud. Sin embargo, la violencia en la educación era ya un fenómeno muy complejo, de larga data y de alta presencia antes de la pandemia. Otra línea de pensamiento asigna un importante rol a la experiencia de una sociedad convulsionada. Esta última línea rescata algo que la primera interpretación soslaya en buena parte: que los dos años de pandemia no son necesariamente años de déficit y asocialidad, sino un periodo de reconfiguración del desarrollo y la experiencia social.

En este sentido, una dificultad para asir la complejidad de las violencias en la educación pasa por considerar la piel como el límite de los cuerpos y las paredes como el de las instituciones, sin considerar que vivimos y nos relacionamos a través de tecnologías y espacios que no solo son extramuros de la institución educacional, sino que además son virtuales. Este tipo de fenómenos puede invitarnos a revaluar nuestras formas de interpretar y abordar las interacciones sociales, así como sus manifestaciones más peligrosas y dañinas, como es el caso de amenazas, maltratos, abusos y la violencia como forma de relación social, en general.

Consideremos que nos hemos comprendido como una persona con un cuerpo real, que se refracta virtualmente en Facebook, Instagram, Twitter o TikTok. Nuestra corporalidad parece lo verdadero, natural o esencial, mientras nuestra proyección virtual sería un derivado falso, artificial y estilizado. Nuestros avatares serían versiones mejoradas, embellecidas, incluso más felices que nosotros. Nuestra presencia en redes representaría una vida adornada con filtros, pero en ningún caso lo que somos realmente (Coleman, 2013; Munster, 2006). Y a imágenes falsas, relaciones sociales falsas: a las vinculaciones digitales les atribuimos las cualidades de lo engañoso y degradado. Este tipo de vínculos no parece tener el mismo rango que aquellos mediados por el aire y no por la electricidad.

Parecemos vivir en un mundo doble: un mundo real y otro menos-que-real. Y cuando las cuarentenas nos obligaron a pasar en buena parte, a veces casi exclusivamente, a convivir a base de interacciones digitales entre usuarios, nos vimos reducidos a vivir en una mala imitación de nuestros genuinos intercambios sociales. ¿Qué se podría esperar de personas cuyas conexiones genuinas con otros son escasas, y cuyas conexiones más abundantes tienen el carácter de un fingimiento?

Pero las redes sociales son espacios sociales muy reales. Entre otras cosas, amplifican las desigualdades sociales. Por ejemplo, durante la pandemia aumentó la violencia hacia las mujeres en Twitter (ElSherief, Belding, & Nguyen, 2017). También permiten vinculaciones antes imposibles, como coordinar con bastante precisión a un grupo de personas a través de unos pocos y discretos mensajes. Las relaciones sociales virtuales tienen la capacidad de reorganizar el mundo en que se despliegan y reestructurar el escenario de lo social. En este sentido, nadie abandonó la sociedad durante los dos años en que las tecnologías se volvieron el medio fundamental de información y comunicación, ni fue condenado a un mundo menos-que-real. En lo que debiéramos pensar, más bien, es en una reorganización de la experiencia y de las capacidades humanas.

¿Por qué dudar del rango de lo virtual? Quizás una clave aparece cuando se compara con la introducción histórica de nuevas tecnologías en la vida diaria. Cuando se creó el teléfono, una de las preocupaciones de la época fue que la gente dejaría de reunirse. La imprenta de Gutenberg hizo temer que la gente fuese absorbida por la lectura y nunca más se relacionara con otro ser humano. Pero la constatación es que ni la telefonía ni los libros suspendieron la vida social, solo la cambiaron y en ciertas formas la intensificaron, permitiendo nuevos intercambios y realizaciones. En este sentido, las redes sociales son nuevas modalidades de vida social (Bertau, Klein Toups, Larraín, & Energici, 2022). Cosa que parecemos saber, pero no siempre actuamos conforme a ello.

Pero no es solo que las redes sociales sean sociales, sino que nuestra existencia digital es, en efecto, parte de nuestra realidad y no otra realidad. Hace más de cien años, William James proponía que el sí mismo era la suma de todo lo que uno puede llamar suyo: “No solo su cuerpo y sus facultades psíquicas, sino sus vestidos y su casa, su esposa y sus hijos, sus antepasados y amigos, su reputación y sus obras, sus tierras y sus caballos…” (1909, p. 313). Nos extendemos ampliamente a través de ese heterogéneo mundo que podemos llamar nuestro, donde las tecnologías no degradan, sino que modifican y amplían las posibilidades de todo lo que uno puede llamar suyo. Lo físico y lo digital no son realidades diferentes e independientes, sino partes entremezcladas del mismo mundo que soporta nuestra existencia (Coleman, 2013; Munster, 2006).

Para el caso de las violencias en la educación y su aumento durante este año escolar, se vuelve pertinente reconsiderar la naturaleza de segundo orden que hemos asignado a nuestra coexistencia a través de las tecnologías digitales.

Tomemos el caso de las funas, una forma de violencia justiciera que aproblema a los establecimientos, tanto por la informalidad de la denuncia, que dificulta su elaboración institucional, como por los riesgos que hay en la exposición de las víctimas y la sanción inmediata de los denunciados. Pero la funa no solo se dirige a la figura personal del abusador, sino a un sistema que no ha estado a la altura de la violencia de género, suspende la presunción de inocencia, releva las voces de las víctimas y critica la lentitud de los procesos formales. En suma, la funa difiere y cuestiona fuertemente las regulaciones de establecimientos escolares y universitarios que buscan gobernar la convivencia.

Una respuesta con escaso éxito ha sido el intento de encauzar las denuncias hacia mecanismos institucionales que suelen considerar que la vida se juega en el espacio físico de los establecimientos. Estos mecanismos insisten en que el límite de la existencia es nuestra piel y que el abuso solo es relevante si ocurre entre las paredes de escuelas y universidades. La insistencia en estos abordajes no ha estado a la altura del problema: es intentar la misma y desprestigiada solución esperando distintos resultados. Es que nuestra vida no funciona en mundos estancos, donde lo que ocurre en uno de ellos es independiente de la vida como un todo, o irrelevante, dado el caso y la conveniencia.

Nuestra existencia y modo de ser tiene lugar en la dispersión y diseminación en relaciones digitales y físicas que ocurren simultáneamente. Esto es cierto para nuestro cuerpo y para las instituciones que han sido los espacios de las “cancelaciones” por redes sociales. Las funas, han tendido a leerse en términos lineales: primero ocurre algo más allá del límite físico, en esos espacios nebulosos de lo íntimo o de lo virtual que, posteriormente, lo que afecta son las relaciones al interior de la organización, pero no forman parte de ella. Algo afuera tiene efectos sobre el adentro, pero ninguna posibilidad de ser tocado. Nuevamente la distinción entre lo físico y lo virtual dificulta reflexionar sobre el problema. Pero los medios digitales no son un exterior como la calle que se escucha más allá de la pandereta de la escuela o afuera de la sede universitaria.

Es necesario repensar el interior y el exterior, volver a esas preguntas fundamentales de la sociología sobre qué es una institución y cuáles son sus fronteras, y de la psicología, sobre qué somos y dónde reside nuestra individualidad. Si nuestro límite no es la piel, la frontera de las instituciones tampoco son las paredes.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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