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Fin de etapa Opinión

Fin de etapa

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Gonzalo Martner
Por : Gonzalo Martner Economista, académico de la Universidad de Santiago.
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El borrador de nueva Constitución pasó ahora a la fase de ordenamiento y mejor redacción. Se ha cumplido una etapa histórica en el país, con el trasfondo de dar respuesta a la rebelión de 2019, lo que dará paso a un nuevo orden institucional si obtiene la validación ante la ciudadanía.


Los opositores a la nueva Constitución han abandonado por el momento el terreno económico y social, porque no hay propuestas constitucionales en el borrador que no sean razonables y un progreso respecto a lo existente. En efecto, consagra derechos sociales según los recursos disponibles, con responsabilidad fiscal, así como el deber de protección de los bienes comunes. No se pronuncia en demasía sobre políticas específicas, las que se remiten a la ley. El derecho de propiedad queda protegido, pero sujeto al interés general y con eventuales expropiaciones con las debidas indemnizaciones. Sin embargo, los antinueva Constitución siguen su discurso sobre imaginarias incertidumbres terribles y se inflaman en la descalificación incansable del nuevo sistema político y de distribución del poder que se va delineando.

Entre los impugnadores más extremos destacan los inefables Cristián Warnken, para quien se está estableciendo una «autocracia», o Andrés Velasco, para quien «esta Constitución es el sueño erótico de Jaime Guzmán, al dejarlo todo amarrado a la pinta». Nada menos. Lo absurdo de sus afirmaciones (y aburrido a estas alturas) contrasta con que se están eliminando en el borrador de la nueva Constitución los enclaves autoritarios y los bloqueos de minoría, a la vez que se preserva el derecho de las minorías a transformarse en mayoría, junto con cautelar los derechos fundamentales de toda la ciudadanía. Su tesis es que eso solo se logra si se establecen mecanismos múltiples de veto de la minoría sobre la mayoría. Esto no solo quita legitimidad y sentido a las decisiones democráticas, sino que crea una gobernanza ineficiente, al ser un factor de parálisis de la modificación del statu quo, cualquiera este sea. Así no progresan los países.

Como señala el constitucionalista Javier Couso, en lo aprobado hasta ahora no hay nada que se asemeje a facilitar la entronización perenne de un caudillo en el poder, a terminar con el principio de legalidad y la separación de poderes en la administración de justicia o a fragmentar el Estado. En cambio, se consagra que las mayorías periódicamente establecidas en elecciones populares orientarán la política pública, que los tribunales disminuirán su corporativismo en la carrera de los jueces y que existirán autonomías territoriales y de los pueblos originarios en el marco del Estado nacional. Todo lo cual es propio de muchas constituciones democráticas.

Lo importante es no perder la perspectiva. Están a la cabeza de la oposición al cambio constitucional los que defienden el orden oligárquico vigente. Se podría considerar que se utiliza por nuestra parte esta noción con fines retóricos, pero aludimos de manera precisa a aquel orden que se rige por el principio de bloqueo de la voluntad mayoritaria por parte de una minoría que concentra una parte determinante del poder económico y político en su propio beneficio (ver Oligarchy, Jeffrey A. Winters, Cambridge University Press, 2011). Lo que se propone la minoría dominante es preservar los privilegios del poder económico y social en un país que se transformó desde la dictadura de 1973-1989 en uno de los más desiguales de América Latina y del mundo. Dado el funcionamiento del sistema político, esta realidad de polarización de riqueza e ingresos y de percepción y realidad de abusos cotidianos, no se ha modificado en aspectos sustanciales desde 1990 –aunque con avances sociales y de nivel de vida significativos–, hasta que entró en una crisis terminal en 2019. Todo esto es lo que está llamado a quedar atrás.

Los opositores al cambio utilizan de manera estentórea los diarios y canales de TV que son parte de ese poder oligárquico en Chile. El pretexto conceptual es que no se estaría estableciendo contrapesos para impedir una supuesta concentración estatal del poder por quien conquiste el gobierno a través de elecciones. Lo que está detrás de esta postura es la pretensión extemporánea de mantener trabas institucionales en la formación de la ley para evitar, por ejemplo, tributos progresivos, legislaciones protectoras del trabajo o el fin de la privatización de los sistemas de protección social. Se aferran a intentar mantener quórums altos de aprobación de leyes en la Cámara representativa de la voluntad popular, una segunda Cámara revisora que no exprese la igualdad del voto sobrerrepresentando a las regiones rurales conservadoras y mantener una tercera Cámara de revisión obligatoria de constitucionalidad, compuesta de modo que favorezca sus intereses.

Están en la escena pública, además, los que no son parte de los intereses directos de la minoría oligárquica, pero que se han amoldado para su beneficio al orden actual. Y que sostienen desde diversas tribunas la falsa idea según la cual el avance a una democracia basada en el principio de mayoría abriría la puerta al populismo, la inestabilidad y el estancamiento económico. No obstante, es precisamente la ausencia de respuestas efectivas y razonables a una demanda de mayor protección social y de orden público y a perspectivas de mejoría de las condiciones de vida de la mayoría lo que alimenta los populismos y las violencias.

Esta corriente consolida cada vez más una alianza abierta con los intereses oligárquicos, que viene cultivando desde hace tiempo en nombre del realismo en el ejercicio del poder. Tal vez percibe que su rol de ser parte (aunque subordinada) del bloque de poder cambiará indefectiblemente en un nuevo orden político plenamente democrático, con lo principal de las instituciones elegidas de manera proporcional, paritaria y con representación de los pueblos originarios. Este grupo es el que obtiene una mayor resonancia mediática, pues la derecha pura y dura tiene demasiado pocas credenciales democráticas por sus vínculos históricos con la dictadura y con el poder económico. Incluye a aquella parte de las «elites post-90» que ha llegado a preferir abiertamente no cambiar las cosas, mientras otra parte ha mantenido la aspiración a construir un orden democrático con justicia social, es decir, permanece fiel a la promesa de 1989, agregando ahora la aspiración a una sólida sostenibilidad ambiental. La primera se está sumando al fuerte error de no considerar que mantener el orden oligárquico es, precisamente, una fuente de conflicto y descomposición social persistente. Desde sus anteojeras y distancias, no termina de convencerse de las virtudes de un esquema institucional que sea al menos razonablemente representativo de la voluntad mayoritaria y necesariamente mucho más equitativo e integrador de la diversidad del país y de su pluralidad de voces.

El fondo del asunto es que Chile deberá optar el 4 de septiembre por cambiar o no las fuentes del poder político –la voluntad mayoritaria de la ciudadanía o la influencia decisiva de minorías económicamente dominantes– y la naturaleza de los intereses que promueven o preservan las instituciones que conforman la República.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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