La utilidad de la cláusula latinoamericana sobrepasa lo simbólico y tiene plena vinculatoriedad. La declaración de América Latina y el Caribe como zona prioritaria en sus relaciones internacionales permitirá crear una política internacional de Estado y no de Gobierno, menos susceptible al cambio de dirección según sea el movimiento del péndulo del poder. El peso político y económico de Chile es clave para la región, por lo que la constitucionalización de la integración le dará mucha más fuerza al país austral no solo como Estado, sino también como parte de un bloque latinoamericano fuerte en lo político, social, cultural y económico.
En 1975, ninguno de los miembros de la Comisión Ortúzar de Estudios Constitucionales, establecida por la Junta Militar de Gobierno de la época, estuvo de acuerdo con la posibilidad de incluir la integración latinoamericana en el texto constitucional. En palabras del comisionado Enrique Evans: “… En este momento en este país no solo existe desencanto por lo que pasó, por lo que le pasó a esta democracia nuestra tan orgullosa: ‘ingleses de América Latina’, el país más sólidamente organizado de América del Sur”.
Casi medio siglo después, las fuerzas liberales, conservadoras y progresistas que representan al pueblo chileno ante la Convención Constitucional pretenden cambiar esa pretenciosa concepción y así lo han consignado en el borrador de texto que se ha publicado recientemente. El numeral 90 del proyecto de Constitución, en cuanto a la orientación de la política internacional, dispone:
“Chile declara a América Latina y el Caribe como zona prioritaria en sus relaciones internacionales. Se compromete con el mantenimiento de la región como una zona de paz y libre de violencia, impulsa la integración regional, política, social, cultural, económica y productiva entre los Estados, y facilita el contacto y la cooperación transfronteriza entre pueblos indígenas”.
Adicionalmente, en el numeral 176, sobre la cooperación internacional, se determina que las regiones y comunas autónomas ubicadas en zonas fronterizas podrán vincularse con las entidades territoriales limítrofes para establecer programas de cooperación e integración.
La inclusión de lo que he denominado en mis investigaciones “cláusulas latinoamericanas” es una excelente noticia no solo para Chile, sino también para el resto de América Latina. La proyección de la política internacional en la Constitución de 1980 (Art. 32 vigente) depositó en la Presidencia de la República la absoluta potestad y la orientación de las relaciones internacionales. Afortunadamente, eso podría cambiar.
Pasaron más de 40 años desde su entrada en vigencia y aunque se incluyeron importantes cambios en distintos apartes de la “Constitución de Pinochet”, nunca se planteó la posibilidad de introducir una cláusula latinoamericana de integración regional. Ni siquiera se hizo en el proyecto de sustitución radicado en 2018 por la ex Presidenta Bachelet.
El caso de Chile sigue llamando la atención –hasta ahora– por el recelo o escepticismo de incluir la cláusula latinoamericana en el texto de la Constitución. Hacia el pasado, podría pensarse que la cláusula de integración regional no fue incluida por las razones de aislamiento internacional que una dictadura requiere para poder actuar con impunidad y sin injerencia externa. No obstante, finalizada esa etapa de terror, tampoco el legislador ordinario ni gobiernos de izquierda o derecha en democracia lo hicieron.
La pretensión de tratar de ser la “Inglaterra de América Latina” forma parte del imaginario, así como de la conducta de Chile en la esfera regional. En particular, el país perteneció a la Comunidad Andina hasta 1976 y reingresó en 2006, pero solo como mero asociado. Recientemente, se ha sumado a dos iniciativas que no pueden ser catalogadas como organizaciones regionales por su baja institucionalidad y poco carácter vinculante: la Alianza del Pacífico y Prosur. Además, es el Estado suramericano que –por lejos– más tratados de libre comercio ha firmado en la región.
Desde que vengo estudiando el caso chileno me he preguntado si quienes detentan el poder sufren de lo que la psicología denomina “trastorno de identidad disociativo”, y que se traduce en la manifestación de dos o más personalidades en un solo individuo. ¿En realidad los chilenos creen que su país es la Inglaterra de América Latina?, y si es así, ¿cuáles son las diferencias tan profundas con el resto de América Latina?, ¿la historia?, ¿la religión?, ¿el idioma?, ¿el sistema político y jurídico?, ¿el color de piel? No lo entiendo.
Los excancilleres Alvear, Walker y Foxley declararon que no recomiendan incluir la política exterior chilena en el texto constitucional y que la inclusión latinoamericana les parece evidente e innecesaria. Contrarios a esas ideas y a las de El Mercurio, han sido los poderes constituyentes que desde la segunda mitad del siglo XX han dado a luz nuevas constituciones en América Latina, y que han incluido la integración latinoamericana en el preámbulo y los capítulos relacionados con las cuestiones internacionales. De América del Sur, el único país carente de una norma constitucional de esta naturaleza –sin contar a Guyana y Surinam– sigue siendo Chile. Así es, pero este negativo enfoque podría cambiar.
La utilidad de la cláusula latinoamericana sobrepasa lo simbólico y tiene plena vinculatoriedad. La declaración de América Latina y el Caribe como zona prioritaria en sus relaciones internacionales permitirá crear una política internacional de Estado y no de Gobierno, menos susceptible al cambio de dirección según sea el movimiento del péndulo del poder. El peso político y económico de Chile es clave para la región, por lo que la constitucionalización de la integración le dará mucha más fuerza al país austral no solo como Estado, sino también como parte de un bloque latinoamericano fuerte en lo político, social, cultural y económico.
La cláusula facilitará la creación y el ingreso a organizaciones regionales, y en el momento que lo consideren oportuno, como argumento central para renegociar tratados de libre comercio que prioricen los intereses de los chilenos y el resto de los latinoamericanos. De ninguna manera puede entenderse como una camisa de fuerza que impida o dificulte sus relaciones con actores hegemónicos como los Estados Unidos de América, la Unión Europea o China. Por el contrario, su poder de negociación será más fuerte precisamente por el hecho de contar con la posibilidad del respaldo político, diplomático y hasta militar del resto de la región.
El desafío que tiene el pueblo chileno ante las urnas en el referendo, cuando se le pregunte si respalda esta proyección regional e internacional, será clave. Se trata de una oportunidad histórica para que ya no “desde arriba” un puñado de hombres blancos como los de la Comisión Ortúzar decidan qué es conveniente, sino que “desde abajo” le demuestren al resto de la región y al mundo que se sienten parte del barrio, que las mayorías no sufren del trastorno de identidad disociativo y que no pretenden seguir tratando de ser la Inglaterra de América Latina. Por el contrario, que están en la capacidad de influir en los grandes cambios que la política internacional de la región deberá implementar a lo largo del siglo XXI.