En el nuevo sistema de pensiones que aquí se propone, el rol del Estado no es subsidiario y exento de responsabilidad respecto del nivel de las pensiones. Tampoco consiste en garantizar pensiones similares a los ingresos percibidos antes de jubilar, lo que implica replicar –en las jubilaciones– la desigualdad salarial imperante, con alto de riesgo de insolvencia e incumplimiento. Esto último, debido a la tendencia de los sistemas previsionales de reparto forzado a ceder –muchas veces al amparo del optimismo actuarial voluntarista– ante las diversas presiones en favor de las pensiones de grupos e individuos específicos, y para resolver emergencias macroeconómicas con fondos previsionales.
El sistema de AFP se basa en el ahorro individual obligatorio del trabajador o trabajadora para solventar el pago de su pensión de vejez, y su carácter forzoso se agudiza cuando, eventualmente, le impide utilizar los fondos acumulados para realizar gastos apremiantes. Contenida por un tabú ideológico y amarras institucionales, esa tensión se mantuvo bajo control en Chile durante algunas décadas, pero cuando el apremio por recursos se intensificó (en el contexto de la crisis económica asociada a la pandemia del COVID-19) y el ascendiente ideológico se debilitó (en el contexto de la crisis política e institucional), la voluntad de disponer libremente de esos fondos irrumpió masivamente, arrasando con las barreras institucionales y la voluntad gubernamental que infructuosamente intentaban salvaguardar su intangibilidad.
Posteriormente, calzándose los zapatos del anterior, el actual Gobierno logró impedir el denominado 5° retiro, pero fue esa una victoria pírrica, pues lo posicionó como el nuevo dique que separa a los ahorrantes de sus ahorros, confrontándolo a gran parte de su pueblo.
En una sociedad mercantilizada como la nuestra, con multitudes angustiadas por la escasez de recursos para subsistencia, pago de deudas, consumismo o acumulación, mejor haría este Gobierno desistiendo de empecinarse en contener con prohibiciones a quienes exigen recursos que les pertenecen. En lugar de aquello, debería enmendar el rumbo abocándose a resolver la contradicción existente entre la propiedad y la disponibilidad de los fondos depositados en las AFP. Esto, en el marco de una profunda reforma del sistema de pensiones que incluya la gradual liberación de esos fondos y el fin del ahorro individual forzoso que los alimenta.
En efecto, para no ser represivo y conflictivo, todo ahorro individual destinado a financiar la propia pensión debe ser un acto libre y voluntario. Y si las políticas públicas buscan fomentar el ahorro previsional –para potenciar el bienestar en la vejez y, al mismo tiempo, financiar inversión productiva–, deben hacerlo no a través de la coerción sino del incentivo. En consecuencia, uno de los pilares del nuevo sistema de pensiones debiera consistir en un ahorro previsional voluntario fomentado por un subsidio estatal a los no-acaudalados. Quien ahorre para la vejez, verá su ahorro incrementado por el subsidio; quien use anticipadamente esos ahorros, perderá los subsidios correspondientes al ahorro retirado.
Ahora bien, habrá quienes, a pesar de todo, pudiendo ahorrar no lo harán y llegarán con escasos ingresos y recursos a su vejez. Más aún, el bajo nivel de ingresos percibidos por muchas y muchos en nuestro país conlleva que su capacidad de ahorro sea mínima o nula, por lo que el subsidio tampoco logrará inducirlos a ahorrar para su jubilación. Pero una comunidad civilizada no puede tolerar que algunos de sus integrantes queden atrapados sin salida en la miseria durante su vejez. Incluso no cuando esto sea resultado de su propia imprudencia previa, y menos aún cuando ello les es impuesto por la desigualdad social estructural existente que impide su capacidad de ahorro. Por consiguiente, un segundo pilar del nuevo sistema de pensiones debiera consistir en una Pensión Garantizada Universal Digna (PGUD) para los no-acaudalados, igual al salario mínimo, que garantice un ingreso universal básico adecuado en la vejez, un piso digno de ingreso asegurado para todo jubilado(a) que podrá ser incrementado a través del ahorro voluntario.
En cuanto al financiamiento del subsidio al ahorro previsional y de la PGUD, este debe provenir enteramente de los ingresos generales de la nación, ya que ambos mecanismos redistribuyen recursos hacia los menos pudientes, y el sistema tributario es el mejor dotado en nuestra institucionalidad para implementar ese tipo de redistribución. No sería recomendable incluir en el nuevo sistema de pensiones también otros mecanismos de redistribución que han sido considerados, como el reparto y el ahorro colectivo forzosos, basados en gravámenes circunscritos solo al mercado del trabajo. Estos tienden a precarizar trabajos (incentivando el empleo informal), y liberan del esfuerzo redistributivo a los ingresos del capital, ambos efectos muy regresivos –es decir, que cargan más la mano a los que menos recursos tienen–, especialmente en una sociedad como la nuestra con bajos salarios y con gran concentración de ingresos en manos de pocos dueños de capital.
Sugiero, pues, que el Gobierno impulse un nuevo sistema de pensiones basado en la PGUD y el ahorro voluntario con subsidio, estableciendo una agenda de transición hacia el nuevo sistema que conjugue los siguientes elementos:
La envergadura del subsidio al ahorro previsional y de la pensión garantizada, dependerá críticamente de la exitosa implementación de reformas tributarias que incrementen de modo significativo y progresivo la recaudación fiscal. Su costo fiscal neto se debería aliviar, sin embargo, incorporando al régimen general de pensiones a los miembros de las Fuerzas Armadas y de Orden, e igualando la edad de jubilación de las mujeres a la de los hombres, aunque corrigiendo o compensando por inequidades estructurales que las afectan particularmente, tales como el no-pago por labores de cuidado en el seno de la familia.
Asimismo, el indispensable incremento del salario mínimo no debe ser financiado con el presupuesto público (salvo de modo temporal y coyuntural) sino que –para ser sostenible sobre la base de un desarrollo económico inclusivo– debe basarse en políticas industriales que modifiquen la matriz productiva, sustituyendo empresas basadas en bajos salarios por cooperativas y empresas capaces de pagar salarios dignos a todos(as) sus trabajadores(as).
En el nuevo sistema de pensiones que aquí se propone, el rol del Estado no es subsidiario y exento de responsabilidad respecto del nivel de las pensiones. Tampoco consiste en garantizar pensiones similares a los ingresos percibidos antes de jubilar, lo que implica replicar –en las jubilaciones– la desigualdad salarial imperante, con alto de riesgo de insolvencia e incumplimiento. Esto último, debido a la tendencia de los sistemas previsionales de reparto forzado a ceder –muchas veces al amparo del optimismo actuarial voluntarista– ante las diversas presiones en favor de las pensiones de grupos e individuos específicos, y para resolver emergencias macroeconómicas con fondos previsionales.
En lugar de aquello, en esta propuesta, a través de la PGUD, el Estado cautela de forma activa, creciente e igualitaria la dignidad material en la vejez de todas y todos. Asimismo, para lograr jubilaciones más holgadas que la PGUD, por parte de los no-acaudalados, promueve la gestión previsional participativa y voluntaria e incentiva el ahorro previsional. Esto sin coartar la libertad de las trabajadoras y los trabajadores para consumir o ahorrar sus recursos, ni tampoco su libertad para poder privilegiar una ética de bien común en la gestión de su previsión.