La idea de nación es más compatible con la idea de comunidad que con la de sociedad. Entendidas ambas palabras en la acepción con que las usan Ferdinand Tönnies y Max Weber. Ambos conciben la comunidad como un conjunto orgánico de personas en cuyas relaciones priman los sentimientos simpatéticos y, en general, los afectos. Ellos son entendidos como valiosos en sí mismos; otorgan el sustento para la existencia de una moralidad común; contribuyen a cohesionar la vida colectiva; tienen la virtud de generar una solidaridad espontánea entre los miembros de la colectividad; brindan cobijo en las catástrofes; proporcionan valor para enfrentar los desafíos y la adversidad. En tal sentido, una nación es algo así como una gran fraternidad o, si se prefiere, una comunidad emocional y de propósitos que se asienta sobre sentimientos compartidos.
En el siglo XIX floreció la idea de nación y de nacionalismo. También en dicho siglo la palabra ingresó al lenguaje político y sustituyó a los vocablos reino y pueblo. Durante gran parte del siglo XX sigue vigente, pero se comienza a marchitar y su fuerza comienza a declinar al finalizar la centuria. Hubo dos ideas opuestas a ella –en cuanto tenían vocación universalista– que la debilitaron y la hicieron perder sus bríos, a saber: la del proletariado mundial y la del cosmopolitismo burgués. Después de la caída del Muro de Berlín y el consiguiente auge del discurso de la globalización, todo parecía indicar que se iba extinguir junto con el siglo. Mas no fue así. Comenzó a reverdecer con la nueva centuria. Pero ahora su potencia está afincándose –a diferencia de lo que ocurrió en el siglo XIX– en entidades cada vez más pequeñas. De hecho, actualmente, no es una fuerza que propende a aglomerar sino que, por el contrario, a fraccionar.
La idea de nación fue tan potente que al cristalizar políticamente aunó y movilizó voluntades hasta el punto de llegar a fundar Estados, como ocurrió en Italia y en Alemania. En la eventualidad de que el Estado existiera previamente, ella era indispensable para su sobrevivencia, por tal motivo, tuvo que impulsar su existencia. En Chile, por ejemplo, el Estado constituyó a la nación. Durante casi doscientos años la nación ha suministrado la energía vital que tonifica a los Estados.
En la segunda mitad del siglo XIX se comenzó a formalizar la palabra nación, hasta convertirla en un concepto. A grandes rasgos, hubo dos tendencias teóricas opuestas. Una dio pie al nacionalismo étnico, la cual posteriormente derivó en el fascismo alemán. La otra dio pie al nacionalismo cívico, cuyo principal exponente es Ernest Renan. Dado que su nombre suele ser invocado para zanjar discusiones, pero sin siquiera enunciar sus ideas, vale la pena esbozar sus planteamientos.
Las palabras que enseguida citaré corresponden a la apertura de la conferencia titulada ¿Qué es una nación?, que pronunció Renan en la Universidad de la Sorbona el 11 de marzo de 1882. Ellas son del siguiente tenor: “Me propongo analizar con vosotros una idea, en apariencia clara, sin embargo, se presta a los más peligrosos equívocos”. Estas palabras pronunciadas hace 140 años me parece que son del todo pertinentes en este rincón del mundo, especialmente ahora que está en cuestión la idea de nación y de plurinacionalidad. Pero antes de decir en qué consiste esta última, hay que precisar qué es una nación. Esa es la primera incógnita que hay que despejar.
La conferencia de Renan, más que definir la nación en positivo, la define en negativo. Es decir, diciendo qué no es y enfatizando de qué elementos hay que tomar distancia a la hora de definirla. Renan argumenta que no se puede definir la nación atendiendo a la raza, a la religión, al idioma ni a la geografía. Hacerlo en función de los referidos elementos incitaría a incurrir en los “más funestos errores”; no solo porque implicaría incurrir en reduccionismos, sino también porque la evidencia empírica nos indica que hay naciones como Suiza en las que coexisten tres lenguas, dos religiones y tres o cuatro razas, precisa Renan. Asimismo, también implicaría que las fronteras de las naciones quedarían a merced de los avances de las ciencias que estudian dichos elementos, porque las conclusiones a las que ellas arriban en cualquier momento pueden ser invalidadas en virtud de nuevos descubrimientos.
Un punto crucial para Renan es que la nación sofoca las parcialidades con el propósito de fortalecer (o de crear) una identidad supraindividual. Tal imperativo implica olvidarse de las identidades parciales en la eventualidad de que hayan existido en el pasado o de que existan en el presente. Si ellas existen deben diluirse en un fondo común. Para alcanzar esa meta la nación necesariamente debe ser una empresa resiliente (“todo ciudadano francés debe olvidar la noche de San Bartolomé”, dice Renan) y homogeneizadora. Por eso, entre otras cosas, “ningún ciudadano francés sabe si es burgundio, alano, taifalo o visigodo”. De hecho, en Francia –sostiene Renan– no hay “diez familias que puedan suministrar la prueba de un origen franco, e incluso tal prueba sería esencialmente defectuosa, a consecuencias de mil cruzamientos desconocidos que pueden descomponer todos los sistemas de los genealogistas”. Atendiendo al afán homogeneizador de la nación, es pertinente preguntarse si ella es una mera invención o es el descubrimiento de una entidad preexistente. Quizá sea una invención, pero no absoluta, sino una que se construye a partir de ciertas astillas de la realidad. En tal sentido, sería algo así como un tipo ideal, en la acepción weberiana de la expresión. También podría decirse, desde la óptica del lenguaje de la sospecha, que la nación es un mito.
Puesto que la nación es una empresa homogeneizadora, una precondición esencial para su existencia es que “todos los individuos tengan muchas cosas en común”. Tarea nada de fácil, puesto que los hombres son ostensiblemente desiguales, no obstante, ella los iguala. Por cierto, todo conglomerado humano es abigarrado; sin embargo, la nación se empina por sobre la pluralidad variopinta enfatizando los elementos comunes. Estos trascienden la singularidad de las partes. Al hacerlo, la nación invisibiliza las diferencias, debido a que por sobre la heterogeneidad reverbera cierta homogeneidad; homogeneidad que ella acentúa, porque sobre esta se asienta y es una precondición para su existencia. Dicho de otro modo: deja en un segundo plano a la diversidad y remarca la igualdad. En efecto, la nación supone un sustrato común y este, a su vez, supone preterir las peculiaridades de menor envergadura, ya sean estas individuales o bien sectoriales o bien de alguna parcialidad identitaria.
El hecho concreto es que el proceso de igualación opaca a las singularidades químicamente puras en la eventualidad de que existan. Así, la nación se alza por sobre un sustrato común, físico y moral, en el cual las diferencias y las peculiaridades se diluyen o, simplemente, no importan o se olvidan. En síntesis, la idea de nación enfatiza en su dintorno lo que es común al conglomerado, no lo singular; en consecuencia, amaga las diferencias.
Ernest Renan constantemente está argumentando de manera implícita en contra de la concepción étnica de la nación. Por eso la define en negativo; diciendo qué no es. Sin embargo, también la define varias veces en positivo, pero enunciando afirmaciones parciales que solo tienen un atributo. Ellas, finalmente, son resumidas en un enunciado que consta solo de un sustantivo que está acompañado por un adjetivo, a saber: la nación es un plebiscito cotidiano.
Pese a la respuesta de Renan, me parece que es pertinente preguntarse, una vez más, ¿qué es una nación? Para el signatario de estas líneas, la nación es una comunidad política inclusiva y excluyente que se reputa a sí misma de soberana.
Para captar el sentido de la definición que propongo es necesario precisar el alcance de las palabras que empleo. La definición consta de cinco palabras clave. Trataré de precisar lo que denota cada una de ellas.
La idea de nación es más compatible con la idea de comunidad que con la de sociedad. Entendidas ambas palabras en la acepción con que las usan Ferdinand Tönnies y Max Weber. Ambos conciben la comunidad como un conjunto orgánico de personas en cuyas relaciones priman los sentimientos simpatéticos y, en general, los afectos. Ellos son entendidos como valiosos en sí mismos; otorgan el sustento para la existencia de una moralidad común; contribuyen a cohesionar la vida colectiva; tienen la virtud de generar una solidaridad espontánea entre los miembros de la colectividad; brindan cobijo en las catástrofes; proporcionan valor para enfrentar los desafíos y la adversidad. En tal sentido, una nación es algo así como una gran fraternidad o, si se prefiere, una comunidad emocional y de propósitos que se asienta sobre sentimientos compartidos. Para perfilar con mayor nitidez la idea de comunidad, hay que contrastarla con la noción de sociedad, lo cual haré al finalizar el texto.
Las comunidades políticas, a diferencia de otras comunidades, se constituyen de manera respeccional. Es decir, de manera antagónica, pero no necesariamente hostil, respecto de otras comunidades, ya sean ellas políticas o no. Esto implica que las comunidades políticas tienen un límite, el cual ipso facto constituye una frontera que separa al nosotros de los otros. Dicho de otro modo: una nación es simultáneamente una unidad política incluyente y excluyente. El nosotros se constituye afirmando lo que somos para complacernos en nuestro modo de ser, pero a la vez diferenciándonos de otros modos de ser y, eventualmente, protegiéndonos de ellos.
Pero una nación, a diferencia de otras unidades políticas –como, por ejemplo, un partido político– se considera a sí misma soberana o tiene aspiraciones de serlo. ¿Qué implica ello? Que no reconoce a ningún otro poder por sobre sí misma y aspira a subordinar a todos los poderes existentes al interior del espacio que ella controla una vez que se ha organizado políticamente. Ella, a través de su órgano político, el Estado, es la instancia suprema. Por eso se considera a sí misma soberana. Al respecto es pertinente poner de relieve que tras la idea de nación –y más aún de la de nacionalismo– subyace implícitamente una concepción agonal de la política, la cual, incluso, puede aproximarse a la relación amigo-enemigo.
En la sociedad, a diferencia de la comunidad, prevalecen las relaciones instrumentales entre los individuos y entre estos y las instituciones. Tales relaciones están regidas por el cálculo utilitario. El individuo solo considera sensato realizar esfuerzos que le reporten beneficios a sus particulares intereses; de manera que es altamente improbable que se sienta animado a realizar sacrificios –y menos aún el sacrificio supremo: el de la propia vida– por bienes supraindividuales que a él no le conciernen personalmente. Para él, por ejemplo, sacrificar su propia vida por el honor de la nación es un absurdo por partida doble; porque las palabras honor y nación para él carecen de sentido y, si lo tienen, es tan débil que no ameritan ningún sacrificio mayor. En la sociedad, además, el individuo difícilmente se siente arraigado a un espacio concreto ni vinculado de por vida a determinadas instituciones.
Todo indica que en Chile la comunidad murió hace bastante tiempo y una de sus expresiones políticas, la nación, agoniza hace varios lustros. Ante tal escenario, no resulta del todo inoficioso preguntarse si tras la exigencia del estatus de nación por algunos grupos palpita el genuino pathos comunitario o si subyace el cálculo utilitario propio de la sociedad.