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Nueva Constitución: legitimidad y cambio EDITORIAL

Nueva Constitución: legitimidad y cambio

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El texto conocido hasta ahora tiene cosas positivas y claras, algunas incomprensibles o contradictorias, y otras inacabadas o derechamente erróneas, que dificultan una visión temporal de lo que implican. Sin embargo, el esfuerzo constituyente tiene dos aspectos positivos importantes para nuestra sociedad: legitimidad y cambio. El Apruebo o Rechazo de la propuesta, el 4 de septiembre, dependerá de cosas muy diversas, como la ideología, la racionalidad, la rabia, la convicción, el privilegio o la pobreza que se experimentan, la negación total o, incluso, el quemeimportismo. El texto, más allá de sus equivocaciones y peligros, expresa un valor de cambio social, resaltando principios fuertemente demandados por la ciudadanía o parte importante de ella: lo social, lo regional y lo ecológico, entre otros.


El texto consolidado de la nueva Constitución, que aún se encuentra en proceso de armonización, preámbulo y normas transitorias, es un hito importante pero complejo en nuestra historia republicana. 

El Apruebo o Rechazo, el 4 de septiembre, dependerá de cosas muy diversas, como la ideología, la racionalidad, la rabia, la convicción, el privilegio o la pobreza que se experimentan, la negación total o, incluso, el quemeimportismo. Siguiendo la pauta de lo que es una Constitución, es posible intentar explicaciones sobre su mapa cognitivo y sus diferentes contenidos, que ayuden a votar informado, pero siempre serán esfuerzos incompletos, pues la tarea ha sido y es enorme, y sin experiencia previa.

Dijimos, en un Editorial anterior, que la nueva Constitución debe ser, fundamentalmente, cuatro cosas: un conjunto de principios y reglas que determinan los derechos esenciales y orientan la vida social, dando sentido y contenido a las leyes; en segundo lugar, una forma de Estado, con su sistema de administración territorial y marítima, y sus poderes y órganos principales; tercero, una forma de gobierno, con sus poderes instituidos, y los procedimientos de origen, mantención, administración y renovación del poder político que debe ejercerlo; y, finalmente, es una sincronía institucional, una especie de orquesta sinfónica que debe oírse armónica en la integralidad de su texto. Todo ello, si se aprueba.

Siguiendo ese guion, el texto conocido hasta ahora tiene cosas positivas y claras, algunas incomprensibles o contradictorias, y otras inacabadas u oscuras o erróneas, que dificultan una visión temporal de lo que implican en materia de legitimidad de cambio político. 

Aunque todavía no se puede perfilar con nitidez el tiempo, la labor parlamentaria y la creación social necesaria para que quede íntegramente funcionando (en el caso de ganar el Apruebo), el esfuerzo constituyente tiene dos aspectos positivos importantes para nuestra sociedad: legitimidad y cambio. 

En materia de principios de orientación, su legitimidad de origen es sustantiva. No solo porque va a ser votada con la participación de los ciudadanos –los que, previamente, eligieron a los integrantes de su Convención redactora, que han logrado alcanzar exigentes acuerdos de dos tercios para incluir las normas en el borrador–, quienes darán su aprobación o rechazo, sino también porque el proceso político del cual ella nace es institucional y democrático, y no producto de una asonada militar o la presión ilegítima de los poderes extrainstitucionales. Sin duda, el acuerdo de noviembre de 2019 será registrado, independientemente de los resultados, como un hecho histórico fundante de una nueva legitimidad constitucional del país. 

El texto, además, más allá de sus varias equivocaciones, expresa un valor de cambio social, resaltando principios fuertemente demandados por la ciudadanía o parte importante de ella. Entre ellos, el de inclusión de las minorías étnicas y su reconocimiento constitucional; independientemente de la necesidad de aclarar y regular tal posición, en aras de conservar un Estado independiente, soberano y unitario. 

El principio de paridad de género, más allá de cualquier opción sexual –cuyas disidencias están insistidas con demasiada frecuencia en el texto borrador, contradiciendo u oscureciendo el significado de la paridad–, es el principio motor de una sociedad igualitaria en derechos; y es, sin lugar a dudas hoy en día, un sello valórico propio de nuestro país, para cualquier texto legal que lo rija. 

A ello se debe agregar la orientación ecológica, que aparece determinante en la organización social y política del territorio, y en la definición de las actividades que en él se lleven a cabo. A partir de este principio, es posible que la equidad territorial sea aplicada de manera positiva y no bajo el sesgo de zonas perdedoras o de sacrificio y zonas ganadoras, a ser equilibradas bajo criterios puramente económicos de «quien contamina, paga». 

Pero, por otro lado, el actual texto borrador manifiesta una extrema ambigüedad y laxitud en derechos esenciales para la vida social, productiva y natural del país, que tocan la esencia de la llamada “Constitución económica” (o reglas del juego económico). Entre ellos, el derecho y regulación de las aguas, sea para consumo humano como para actividades productivas o de conservación, lo cual queda sujeto a la discrecionalidad del Estado para el otorgamiento de “autorizaciones administrativas”, lo que deja muy indeterminado el legitimado activo para la defensa de tales derechos. Y se crea una Agencia Nacional de Aguas y Consejos Administradores de Cuenca, con un papel importante de competencias, a ser regulados por una ley futura, generando un cuadro de incertezas. 

La insistencia en diluir la responsabilidad pública con una orientación indeterminada de participación, debilita significativamente la regulación de las aguas, pues licúa la responsabilidad pública y agrega otra intermediación corporativa privada indeterminada, lo cual, para un país minero y forestal como Chile, lesiona la capacidad regulatoria del Estado, de por sí ya escasa, lo que en este tema específico augura no solo una transición compleja a un nuevo estatuto regulatorio, sino, además, una indeterminación de existencia real de agua, debida a la crisis climática.

En la organización del Estado y en la del Gobierno, existe un nudo importante de problemas. El Estado unitario aparece expresamente reconocido, al igual que el Gobierno Central, bajo la figura de un Presidente de la República. Pero en el desarrollo del perfil de organización y competencias de órganos –principalmente las Cámaras Regionales y las entidades territoriales– aparece la sombra de un federalismo encubierto, que no queda para nada claro. Todo, aunque señala que “en ningún caso el ejercicio de esa autonomía podrá atentar contra el carácter único e indivisible del Estado de Chile ni permitirá la secesión territorial”, advertencia que parecería innecesaria si tal peligro real no existiese. 

En las reglas de funcionamiento económico-social conviene detenerse en dos aspectos centrales: las reglas del juego económico y la democracia representativa vis a vis la participación política y los derechos de la libertad sindical.

En las reglas del juego económico –ya nos referimos más arriba al tema aguas–, el respeto de los mercados y de la propiedad privada, la autonomía del Banco Central, la progresividad de los tributos fiscales y la libertad de emprender, son elementos positivos y ordenadores. Sin embargo, en este último aspecto los derechos sociales garantizados, especialmente de los consumidores, resultan débiles. Se recoge muy poco del espíritu ciudadano contra el abuso empresarial derivado de la concentración del poder económico; algo relevante en el origen del estallido social de 2019. El abuso de mercados y la ausencia de competencia, elementos indeseables en una economía social de mercado, no tienen claridad en el texto.

En cuanto a los derechos políticos y civiles, estos aparecen excesivamente mediados por pequeños sujetos políticos corporativos, creados bajo la lógica de la participación ciudadana y la libertad como derecho, sin contraprestaciones cívicas frente a la sociedad. Por ejemplo, se trastoca la necesaria ventaja de los partidos políticos en la competencia electoral, por una red microcorporativa de representación política, pensada en las entidades territoriales, pero de baja responsabilidad en lo público y caldo de cultivo de una dañina fragmentación política. 

A la hora de afirmar la libertad sindical, tal como quedan los derechos de que la componen (organización, negociación colectiva y huelga), se establecen ámbitos de libertad nacional e internacional, y autorizaciones de acción, que parecen una invitación –también– a la fragmentación sindical, y a la disolución de la transparencia de su actividad. Particularmente en la determinación de los niveles de negociación colectiva y la prohibición de legislar sobre limitación del derecho de huelga, cuyo único freno sería el paralelismo sindical. 

Esto, en la práctica, puede anular los derechos civiles y políticos (además del debilitamiento de la mediana empresa), induciendo un clientelismo estructural en la formación de la voluntad política ciudadana desde terceros lugares anónimos, incluso con menos control y responsabilidad pública que los actuales partidos políticos o las organizaciones sindicales existentes. 

Todo ello, suponiendo de buena fe que la sociedad no será capturada incluso por organizaciones criminales o mafiosas, contiene un clivaje profundo a un neocorporativismo social, que no es propio de la democracia representativa ni menos de un Estado Social de Derecho.

Creemos que una lectura atenta de estos y otros temas que contiene el borrador de nueva Constitución, debiera ayudarnos a generar un debate informado sobre lo que tenemos que votar el 4 de septiembre de 2022.

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