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Bitácora de una vecina: La vida en Villa Francia después del Mariano y la Luisa PAÍS

Bitácora de una vecina: La vida en Villa Francia después del Mariano y la Luisa

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Villa Francia es conocida por su historia aguerrida de barricadas y autogestión. Allí vivieron y murieron los hermanos Rafael y Eduardo Vergara Toledo en 1985 –Pablo moriría en Temuco un tiempo después– y ahí continúa funcionando la comunidad cristiana que lideró por años el cura obrero Mariano Puga. Ubicada en la comuna de Estación Central, sus calles lucen limpias y las plazas se mantienen bien cuidadas. En un día cualquiera, se ve a los jóvenes llevando la voz cantante en la olla común Luisa Toledo –nombre de la madre de los hermanos Vergara–, que funcionó durante toda la pandemia y lo sigue haciendo día por medio hasta ahora. Al lado, está el centro comunitario que distribuye pan a los vecinos. El año pasado repartían de lunes a viernes, ahora solo una vez por semana. “Cuesta más conseguir las cosas”, explica Anita Sánchez, que llegó al barrio en 1984. Y aunque su tono parece resignado, está muy lejos de echarse a morir. De hecho, el lunes siguiente tendrá el saco de harina y la manteca suficiente para sacar adelante el pan. Esta conversación ha durado dos años. “La confianza se gana de a poco”, advirtió esta vecina con razón. Lo que viene es parte del relato de Anita sobre cómo se vive en Villa Francia, lo que le duele y lo que le da sentido a su vida diaria.


“No hubo tiempo para llorarlo porque vino el bicho”, recuerda Anita Sánchez, quien llegó a Villa Francia en 1984.

Estaba encerrada en mi casa y me sentía mal conmigo misma, porque el Mariano (Puga) habría estado en la calle. Lo sigo echando de menos.

No se quedaba quieto. Era mandón. Le decíamos que por suerte era cura y no patrón de fundo, porque hubiera sido bien explotador. Nos reíamos con él. “¿Qué hace usted aquí si viene de familia pituca?”, lo molestábamos. Él comenzaba a hablar en francés o inglés. Nos tomaba el pelo.

Cuando llegó el padre Jorge Murillo, anduvo todo mal desde un inicio. El Mariano andaba de viaje y cuando volvió le dijimos que no queríamos nada con el Murillo. Nos cambió todos los adornos de la liturgia, nos hizo guardar el copón de greda y los aguayos, y sacó sus cosas finas. Fue una falta de respeto. El padre Mariano trató de disculparlo, pero no hubo caso.

Venía mucha gente a despedirse del Mariano en sus últimos días. Nosotros los hacíamos pasar por orden de llegada y el Murillo intentó entrar como “Pedro por su casa”. Lo paramos en seco. Le dijimos que tenía que esperar igual que los demás.

Había prensa, preguntaban cosas…, puras tonteras. ¿Cómo no se daban cuenta que uno estaba sufriendo? Yo no quise hablar. Quizás me equivoqué porque no conté lo importante que era él para nosotros.

Cuando murió el Mariano –14 de marzo de 2020–, me vino una pena grande. Era medianoche y salí de la casa. Ahí estaban los cabros en la vereda. Todos medios punky, con aros por las orejas, nariz y lengua. Me vieron. Uno de ellos me abrazó y yo lloré con él.

La salida diaria

A las dos semanas de pandemia, ya había ollas comunes acá. Llegamos a tener cuatro funcionando en Villa Francia. Al lado de la capilla, está el comedor Luisa Toledo. Los chiquillos se encargaron de lunes a viernes, la comunidad tomó los sábados, y otro grupo, los domingos.

Nosotros dábamos pollo con arroz, ensalada y fruta. Una vez atendimos como a 500 personas. Desde que salió el 10% no siguió creciendo la gente que se anotaba.

En El Elefante –centro cultural– hacían también pan los fines de semana. Un día les robaron 10 sacos de harina. Fue un “angustiado” (adicto a la pasta base) .

Ahí está la olla común todavía funcionando, eso sí que funciona día por medio. Las cosas están más difíciles de conseguir.

Al Félix, que es abogado, le llegó una donación. Ubicamos a 30 familias que yo sabía que necesitaban, pero que nunca iban a pedir nada. La mayoría a cargo de mujeres. Muchas eran “coleras” (vendedoras informales) en la feria o hacían aseo y se quedaron sin pega.

En total, juntamos como 150 personas. Les dimos pan, gas y parafina. Primero le compramos al panadero y comenzamos a repartir pan todos los días en la biblioteca… Está llena de libros del Mariano. Repartíamos dos unidades por persona. La gente se ponía contenta. La comunidad también aportaba con otros 10 kilos diarios.

Para algunas señoras, venir a buscar el pan era la salida diaria. Don José no sabía dónde quedaba cada casa. El tiene 64 años, siempre ha vivido aquí y no conocía Villa Francia. Terminó andando por todos lados en bicicleta.

Fue muy lindo lo que ocurrió en torno al pan. Las vecinas se comenzaron a conocer y, como se turnaban para repartir, las que estaban peleadas tuvieron que abuenarse. Con decirte que terminamos produciendo nuestro propio pan. Y el proyecto que iba a durar cuatro meses, terminó un año y medio después, recién en diciembre pasado.

Ahora seguimos produciendo una vez a la semana para la comunidad. El saco de harina ha subido mucho. Antes con 11 lucas estábamos, ahora nos sale $17 mil. Pero de una u otra forma, nos arreglamos para la manteca y la harina.

Don Manuel y la señora Luisa

Los cabros protestan y yo les encuentro razón. Yo siempre he sido callejera. Mi nieto también participó con los estudiantes cuando fue el estallido –18 de octubre de 2019–. Un día yo caché que andaba en esa y le pregunté por qué lo hacía. Me dijo que por lo mismo que yo. El me ha visto siempre en mis reuniones.

Me gusta la calle. Estar con la gente. Con don Manuel (Vergara), que tiene más de 80 años, íbamos a algunas protestas. En realidad, iba a cuidarlo. El viejo se sentaba en la vereda, entre las bombas lacrimógenas, y los cabros se desesperaban. ¡Ya veían que le pasaba algo! Me gritaban que lo sacara de ahí.

Él y la señora Luisa, que en paz descanse –murió en julio de 2021–, son muy queridos aquí en Villa Francia. Para cada protesta, los pacos se instalan en la esquina donde está su casa. El olor de las bombas lacrimógenas se hace insoportable.

Los cabros arreglaron el techo de la casa de ellos durante un fin de semana. El chorro del guanaco lo había dejado para la miseria. Los hijos del Manuel y de la Luisa hacían lo mismo cada vez que llovía: reparaban los techos de los vecinos.

Todavía recordamos a nuestros tres detenidos desaparecidos de la comunidad. También tenemos ejecutados en la Villa Francia. En Semana Santa, el padre Mariano organizaba la procesión y pasábamos por cada uno de los lugares donde habían caído. Ahora lo hacemos nosotros solos.

Siempre nos han perseguido. Yo sé que nos tienen fichados. A mí no me importa porque no estamos haciendo nada malo.

“Los cabros no quieren nada con lo institucional”

Al inicio del estallido, yo partía a la Plaza Dignidad. Conocía a algunos que estaban dando primeros auxilios. Me iba en Metro y los cabros a pata. Fui hasta que comenzaron a organizarse en la villa.

Los cabros jóvenes son llevados de sus ideas. No te escuchan. Si no les gusta algo, no lo hacen. Los viejos medios, los que tienen como 50 años, se chorean con ellos. Encuentran que no tienen formación política. Los cabros no quieren nada con lo institucional. Todos sentimos desconfianza y eso nos quita tiempo para avanzar.

A nosotros nos resulta porque somos un grupo chico. Llevamos años juntos. Tampoco nos ha ido tan bien. No hemos crecido ni logrado ir más allá. Somos como siete. Nos conocemos tanto que jugamos de memoria y nos cuesta dejar entrar a cualquiera.

Con las protestas, tuvimos más problemas para seguir con nuestro consultorio en El Elefante. Ya con el bicharraco, se paró todo. Esto es autogestionado. Con decirte que yo he pisado dos o tres veces la municipalidad, no más. Todo lo hemos conseguido con donaciones: tenemos sillón de dentista, camillas, sillas y mesas.

Un día, fui a buscar las cosas con el Juan Pedro para meterlas en una bodega que conseguimos. Estaba todo tirado, arrumbado. Me dio mucha pena que no respetaran a nuestra organización. Sabían lo que nos había costado y lo hicieron igual. Ahora hay otros grupos funcionando allí.

“Sentí el olor pesado”

Estábamos en medio de la pandemia y un día comenzó a salir humo de un vertedero clandestino que tenemos ahí atrás. Dejan cachureos y escombros y nadie hace nada.

Cuando yo llegué a vivir acá, por el 84, funcionaba el vertedero Lo Errázuriz. La gente iba a buscar comida al basural. Aquí llegaban las bandejas con comida de Lan Chile, ¡todas impecables! Eso después se transformó en un parque. Pero igual siguieron los problemas. Quedó mucha basura tapada y sale gas de repente.

Esta vez sentí el olor pesado. Pasamos días con todas las ventanas cerradas. Había una casa que estaba bien complicada con cabros chicos adentro. Ni te digo el dolor de cabeza que teníamos y la ropa pasada a humo. Las autoridades se echaban la culpa unas a otras. Los únicos que hicieron algo fueron los bomberos.

Yo vengo del campo, de Rinconada de Maipú. Quizás por eso me gusta tanto la gente. Mi papá siempre me decía que, cuando llegara alguien de visita, le sirviera de inmediato un té o un vaso de agua, que no le preguntara nada, que sirviera no más. “Si preguntas, te van a decir que no”, me decía.

Llegamos a Villa Francia con el Juan Pedro, recién casados. El trabaja en la mantención de canales. Teníamos un ranchito apenas parado. Así fuimos progresando. Después nos cambiamos un poco más lejos del vertedero y pudimos hacer nuestra casa de ladrillo. Ahora, como está la vida, imposible que mi hijo tenga su casa propia. Tiene que pagar arriendo y no le alcanza para el pie. Trabaja haciendo delivery en su auto.

“Me aburrí de los controles”

Yo tengo un hijo y un nieto. No pude tener más por un cáncer al útero. Después tuve una recaída. Me aburrí de los controles, no tolero oír las conversaciones de los doctores con los estudiantes. Me siento un conejillo de Indias. Ya no voy más.

La última vez que Mariano salió del hospital, me pidió que lo acompañara a un viaje. Yo no quería porque se pasaba hambre con él. Nunca sabíamos dónde íbamos a alojar o qué íbamos a comer. Yo soy buena pobre, pero pasar hambre, ¡eso sí que no! Les hacía el quite a todas las invitaciones, pero esa vez lo acompañé porque no estaba bien.

Fuimos al Elqui a visitar unas comunidades. Nos recibió la monja, la misma que se agarró el COVID en el funeral del Mariano. Fue muy impresionante porque esos cristianos estaban mejor preparados que nosotros. El Mariano me miraba no más.

He estado pegada al teléfono. Al Juan Pedro se le perdió el celular y yo le recibo los recados. No se puede hacer nada sin el teléfono. Ayer no podía hacer una transferencia. Una vecina la hizo por nosotros.

El Juan Pedro se va como a las 7:30 o a las 8 de la mañana. Me pongo a ordenar, tiro ropa a la lavadora y “aprovecho el rato libre”. El teléfono me absorbe, me llaman mucho por teléfono. A nadie le digo que no. Me quedaría inquieta si no contesto.

“Que falte el pan es lo peor que nos puede pasar”

Que falte el pan es lo peor que nos puede pasar. Yo sin pan no vivo, y está caro, caro. Muchos acá se toman al desayuno una taza de té con azúcar y un pan solo, sin nada. Si tienen frío o quedan con hambre, se preparan otra taza de té calientito para engañar al estómago.

A veces, me entra la frustración. Uno ve la necesidad, pero tengo que hacer cundir la mercadería. Repartimos el té por bolsitas, medimos el azúcar y, ahora último, el aceite lo damos en botellas de medio litro que la gente trae. Los vecinos igual agradecen.

En diciembre se me cortaron los ligamentos cruzados. Apenas podía caminar. Me dejé estar unos meses. No tenía plata para el kinesiólogo. Tampoco ánimo. Mi hermanita murió de cáncer y a mi hermano le dio un infarto. Recién ahora ando nuevamente en la calle.

Yo ando distinta. No estoy botarata. Pienso lo que voy a comprar. Antes, cuando iba a la casa de mi hermana, pasaba por Maipú, miraba las tiendas, me daba mi vuelta y, de repente, compraba algo. Ahora tenemos que vivir con lo que tenemos. Estamos más pobres.

Llegó ropa a la comunidad. Ropa muy buena de la marca Zara. ¡Se armó una batahola! Algunas se acusaban de querer acaparar. Las coleras la pasan súper mal en las ferias. Cuando me preguntan por ropa, yo les doy altiro. Es la forma que tienen para ganarse unos pesos. ¿Cómo voy a guardar ropa si la gente está necesitada?

“Hay que andar con cuidado”

Tengo tanta pena. Un compañero de colegio de mi nieto se suicidó. Tenía 16 años. Me da pena que los cabros no tengan oportunidades, que la situación esté tan mala. Mi nieto me dijo que saliendo del colegio se iba a poner a trabajar. Y yo voy y le pregunto si no pensaba estudiar en la universidad. ¡Me miró con una cara! “No tenemos plata, mami, tengo que trabajar para entrar al Inacap”. Eso me dijo. Me da miedo que comience a trabajar y no estudie.

Nunca me han asaltado ni he visto un asalto. A la Angélica le robaron en 5 de Julio con Yelcho, la amenazaron con un cuchillo hace tiempo ya. La cosa se ha ido poniendo más complicada en este último año. Después de las seis de la tarde, hay que andar con cuidado.

¡El otro día nos pegamos un susto! Eran las cinco de la tarde y recién habíamos abierto la comunidad. De pronto, sentimos gritos. Una pareja estaba dentro del baño de mujeres. Se habían metido durante la noche. Él era extranjero y ella, chilena. Nos costó que salieran del baño, ella no quería que la viéramos. Me compliqué. Los niños del taller de cuentos estaban por llegar. Nos tuvimos que meter a una de las oficinas para que se fueran.

Cuando veo a los volaos, paso bien choriza. Si me piden plata, les digo: “Yo soy igual que ustedes, no trabajo y me dan para comer”. Los cabros me responden: “Ya, mamita, disculpe, mamita”. Los conozco desde cabros chicos.

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