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El falso dilema entre el derecho a educación y la libertad de enseñanza: ¿quién protege a los estudiantes de una mala educación? Opinión

El falso dilema entre el derecho a educación y la libertad de enseñanza: ¿quién protege a los estudiantes de una mala educación?

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Sebastián Donoso Díaz
Por : Sebastián Donoso Díaz Académico Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad San Sebastián.
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Ciertamente no hay soluciones simples a esta temática. Estamos ante un momento privilegiado como país para recentar la educación pública y la privada con subsidio público hacia los aspectos medulares de su tarea, protegiendo a nuestros estudiantes de la mala calidad de su enseñanza, dejando de lado la pobreza de los enfoques ideológicos utilizados hasta la fecha. Esto demanda un pacto social en el campo educacional que ha demorado mucho, y de actores que se empoderen “abandonando las creencias que no sirven y que han gravado su solución”: primero, que las familias y sociedad exijan buena calidad, independientemente de la naturaleza del sostenedor del establecimiento; segundo, que los profesionales de la educación asuman en plenitud la belleza de este reto; y tercero, que los directivos sectoriales de todos los niveles del sistema educativo se comprometan con el objeto central de su tarea.


Ni la actual Constitución pinochetista, maquillada en democracia para tratar de quitarle su origen espurio, ni la nueva propuesta en esta materia –hasta donde se conoce– elaborada por la Convención Constitucional, sitúan al estudiante realmente en el centro de la atención de la sociedad y del Estado en el campo educacional.

Desde hace mucho diversos sectores políticos se dieron cuenta de que la educación es un pozo de influencia y de votos muy importante, razón instrumental que, sumada a otras, llevó a las universidades católicas y a las ligadas al pensamiento laico a mantener la formación de profesores en los años duros de la dictadura (cuando esta cerró las carreras pedagógicas en las universidades, denigrándolas a cualificaciones menores), dada la importancia social que revisten en materia de influencia en la ciudadanía.

La Constitución del 80, con todos sus remozamientos, no garantiza a los estudiantes una vacante en un establecimiento escolar de calidad. Si bien sobre este atributo se puede debatir mucho, podemos definirlo provisionalmente como aquel que permite al estudiante una adecuada trayectoria formativa y progresiva en sistema educacional, hasta llegar donde este quiera (pueda), incluyendo el mundo laboral, la educación superior técnica, profesional o académica. Situación no instalada en Chile en la educación subvencionada privada ni pública, salvo excepciones de ciertos establecimientos.

En dictadura, la derecha hizo de ‘‘la libertad de enseñanza” su mantra para proteger la educación privada, como antes y ahora la izquierda ha levantado el derecho a educación para defender la enseñanza pública.

La libertad de enseñanza no implica entregar cualquier tipo y calidad de educación amparada en ese principio. Es decir, no se le puede usar para defender una enseñanza de mala calidad. Menos, si percibe financiamiento público para esa tarea.

Igualmente, el derecho a educación, principio indivisible de la esencia de la educación pública, tampoco implica entregar cualquier tipo y calidad de enseñanza, porque esa población no tiene otra opción y ello es mejor que nada. Hoy en día la educación pública no es regularmente sinónimo de enseñanza de calidad, y lo público no se reduce a lo provisto por el Estado nacional o subnacional, hay otras visiones de lo público que hay que incorporar.

Exigir calidad en la formación escolar –según ciertos parámetros– no es atentar contra la libertad de enseñanza ni con el derecho a educación, sino defender a los estudiantes ante una mala educación.

Este dilema subsiste desde hace mucho –emergiendo iterativamente– porque su debate no se ha resuelto, dado que han primado más los ideologismos que el efectivo y pleno cumplimiento del servicio educativo a la población, centrado en el estudiante. Entonces, con distinto énfasis podemos percibir que, al gobernar unos, se privilegie la enseñanza pública, y al hacerlo otros, se apoye más a la privada subvencionada, transformándose en un juego inestable de alternancia, con actores que siguen libretos rígidos y perdiéndose el centro de atención: la calidad de la educación para toda la población.

En el caso chileno, el diseño de un sistema de subsidio escolar prácticamente único (plano) que no reconocía los mayores costos asociados a la formación de los estudiantes más vulnerables, operó en el país de 1981 al 2008 (vigente más años en democracia que en dictadura), siendo corregido parcialmente por la Subvención Preferencial, aplicada desde entonces hasta la fecha.

Antes, en el año 1993, se aprobó el financiamiento compartido, ciertamente con votos de parlamentarios concertacionistas, que permitió a los establecimientos privados subvencionados cobrar aranceles mensuales a las familias, sumado esto a la vigencia de mecanismo de selección de estudiantes, asociados fuertemente al capital social y económico familiar, de no estar “controlados por variables claves”, provocando su sumatoria en el tiempo  enormes daños, con la segregación y desigualdad social de la educación de muchos y, por tanto, de calidad de su enseñanza, materias que han sido documentadas por diversas investigaciones y, además, fueron públicamente expuestas el año 2006 por el movimiento pingüino.

La escuela privada “vendió bien la idea” de que los padres tenían el derecho de elegir el colegio de sus hijos, pero ¿tiene sentido un derecho que no se puede ejercer? Pues, en la práctica, eran los establecimientos escolares privados (y también los curiosamente llamados liceos públicos emblemáticos) los que seleccionaban a las familias: los primeros, amparados en el derecho de propiedad y/o de afinidad con el proyecto educativo, donde el sostenedor se atribuía este derecho y los padres acataban; y los segundos, en “haberse tragado la monserga neoliberal de que la competencia mejora la calidad”.

Es innegable que la cobertura universal de matrícula de la enseñanza básica y media se logró con el soporte público-privado, en momentos en que la enseñanza pública no podía hacerlo por sí misma en forma rápida y eficiente, entre otros motivos, por la elevada merma del aporte financiero público a la educación en la década maldita del 80 (que llegó a menos 24% real). No obstante es la cobertura de calidad de la educación la que, desde entonces hasta la fecha, está al debe en ambos sectores (público y privado), salvo excepciones.

El problema fue que durante casi 30 años, el tiempo que tardamos en reemplazar la LOCE (instalada en los días finales de la dictadura) por la Ley General de Educación, la educación escolar estuvo operando con regulaciones que no protegían la calidad de la educación, bajo un sistema que daba dinero a los centros privados casi sin preguntar lo que hacían –algo inconcebible en el modelo privado cuando el dinero “es del privado y no público”, como en este caso, incluso sin respetar las normas de no selección de estudiantes a vista y paciencia de muchos–.

En educación nada es casualidad, todo tiene una razón, y es claro que los efectos, aunque se demoren, llegan. El problema es que su ocurrencia –desfasada en el tiempo– dilata la responsabilidad directa de aquellas autoridades que fueron sus causantes. Es claro que la dictadura empobreció notablemente la educación escolar chilena y que la democracia no revirtió este fenómeno en sus causales más profundas (cuyo costo país lo estamos pagando incluso ahora con generaciones no bien formadas), pues, entre otros motivos, siguió operando con la lógica de mercado, que ha costado mucho cambiar con la leyes de Inclusión y de Nueva Educación Pública, esta última aún con una combinación poco feliz de financiamiento centralizado y de mercado.

Ciertamente no hay soluciones simples a esta temática. Estamos ante un momento privilegiado como país para recentar la educación pública y la privada con subsidio público hacia los aspectos medulares de su tarea, protegiendo a nuestros estudiantes de la mala calidad de su enseñanza, dejando de lado la pobreza de los enfoques ideológicos utilizados hasta la fecha. Esto demanda un pacto social en el campo educacional que ha demorado mucho, y de actores que se empoderen “abandonando las creencias que no sirven y que han gravado su solución”: primero, que las familias y sociedad exijan buena calidad, independientemente de la naturaleza del sostenedor del establecimiento; segundo, que los profesionales de la educación asuman en plenitud la belleza de este reto; y tercero, que los directivos sectoriales de todos los niveles del sistema educativo se comprometan con el objeto central de su tarea. Junto a ello, cambiando el sistema de financiamiento de la educación, por uno que se ajuste a la complejidad de la tarea formativa.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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